Lo que faltaba: el mosquito
Brasil, que en agosto celebra los Juegos Olímpicos, se adentra en la estación de lluvias, periodo en que el virus zika puede eclosionar
Brasil chapotea en medio de una crisis económica que este año le hará, según las últimas previsiones nada exageradas del Fondo Monetario Internacional, retroceder un 3,6% del PIB. La inflación, controlada hasta 2014 y verdadero talón de Aquiles de esta economía, se desbocó el año pasado a más de un 10% y aún flota a sus anchas haciendo temer a los brasileños la vuelta a los tiempos terribles en que a primeros de mes había que vaciar la nómina entera en arramblar con los supermercados para llenar los congeladores de las casas. Por si esto fuera poco, un Parlamento ingobernable, atomizado en partidos sin ideología clara y dados al chantaje de cargos, tumba cada dos por tres las medidas presupuestarias del Gobierno encaminadas, a su juicio, a enderezar la marcha financiera del país.
¿Alguien da más? Sí, claro.
La presidenta, Dilma Rousseff, que no ha tenido un día de respiro en su tormentoso segundo mandato desde que comenzó el 1 de enero de 2015, sufre un envenenado proceso de destitución parlamentaria que, más allá de su razón de ser por jurídicamente cuestionable, se convertirá en un imprevisible juicio político a su figura (y a su partido). Todo estallará en cuanto finalicen las vacaciones del verano austral y termine el Carnaval. Atentos.
¿Es esto todo? No, claro que no.
Una macrooperación policial que se desarrolla desde hace un año y medio, centrada en la marea ascendente de corrupción de la empresa pública Petrobras, afecta a los mayores empresarios del país, a decenas de políticos relevantes. El maquiavélico sistema judicial brasileño permite rebajar la condena a cambio de delatar a otros, de modo que las revelaciones no tienen fin. Nadie sabe dónde ni en quién va a acabar la relación de corruptos, imputados, presos y condenados.
Así, el día que los mercados no se espantan por la nómina de corruptos lo hacen por los (atroces) números de la economía o por el (negro) futuro político de Rousseff o por todo junto a la vez. Y las agencias de calificación rebajan la nota de crédito de Brasil situándola al nivel de bono basura, con lo que los números de la economía se vuelven aún más atroces y etcétera.
Y por si faltara poco, llega el mosquito. El maldito, Aedes aegypti, un insecto antipático, que vuela bajo (no sube más allá del sexto piso) y que tiene por costumbre picar a horas de oficina, entre nueve y una de la tarde. Transmite el dengue, el chikunguya y el zika. Este último es el causante, según todos los expertos, de esa enfermedad terrible que las madres pasan por la sangre a sus hijos aún no nacidos: la microcefalia, origen de enfermedades imprevisibles dependiendo del área del cerebro afectada.
Aún no hay cura. El desbordado sistema de salud brasileño apela a medidas preventivas: matar al mosquito a base de atacar donde se esconde, ya sea en las macetas con agua, en los vasos llenos olvidados o en cualquier recipiente que acumule agua en el exterior.
Para que nada falte, el país, que en agosto celebra los Juegos Olímpicos, se adentra en la estación de lluvias, periodo en que el mosquito aprovecha para eclosionar.
¿Podría ser peor?
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