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ARCHIPIÉLAGO
Columna
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Cuando éramos parias (Madrid, España)

Qué buena noticia es el fin de las visas: desde ahora dejaremos de pedir perdón por los demás

Ricardo Silva Romero

Cuando éramos parias, nos levantábamos a las cuatro de la madrugada para que nos humillaran desde las siete en el consulado de España. Hace unos años quise gritarle “pues quédese con su país” a la funcionaria caradura que revisaba mi carpeta llena de “papeles para la visa” con las puras ganas de negarme la entrada a Madrid. “Pero si esto le sobra, señor, si es que ustedes no aprenden…”, fue lo único que me dijo la muy burócrata, golpeando su microfonito arrogante con mis extractos bancarios, sin mirarme a los ojos. Si no le respondí en nombre de una nación deshonrada, si no se me escapó un “pero si los dos somos herederos de una cultura que lo ensombrece todo, que lo enreda todo…”, fue porque creía que Colombia tenía que reírse de su estereotipo –y lo creo–, pero también porque tenía por delante un viaje de trabajo.

Ya había hecho yo desde las cinco aquella fila desoladora. Ya les había oído a los vendedores de puestos, que en ese entonces cobraban 50.000 pesos por un mejor lugar en la línea, mil y un relatos de terror sobre colombianos inocentes a los que les negaban la visa porque sí –“por feos”, “por no tener palancas”– como cerrándoles la puerta de Alcalá en las narices. Ya había visto el nerviosismo devastador, de visa negada, de la señora pereirana que sólo quería viajar a España para ver a su nieto “antes de que nos pase algo a alguno de los dos”. Ya había soportado la condescendencia del bogotanísimo portero con acento madrileño que parecía un criollo arriando indios. Ya había aguantado la respiración en un par de salas de espera de juzgado.

Pero preferí tragarme lo que pensaba, como un James Rodríguez ante un Rafa Benítez, para ahorrarme un poco de bilis: cuando éramos bichos, escarabajos que se daban en esta tierra minada, y harta de coca, era lo práctico callarse los desdenes, las afrentas.

Yo no he tenido que ver con hampones, pero esa vez, igual que siempre –por resignado, por colombiano–, me asombró que me dieran la visa. El viaje sí fue lo esperado: los vigilantes del aeropuerto de Bogotá en el papel de “las autoridades” que cuidan, de la malencarada gente de acá, a este pobre mundo; las miradas de reojo, de Migración a Inmigración, a un pasaporte vinotinto que se volvió escarlata: “cómprele funda”, decían; las preguntas tajantes, desde lo alto, en las cabinas del aeropuerto de Madrid. Fue, claro, cuando éramos parias: cuando no se había dado la noticia del fin de las visas, cuando a Europa no le daba vergüenza maltratar a los ciudadanos de un país que servía a sus negocios, cuando ser colombiano era esa mala fama: “déjenlo”, gritó mi atracador, en un peligroso barrio parisino, cuando le respondí que era de Colombia.

Mi abuela Aurora, que nació en Fuentes de Nava, en Palencia, en 1905, pero se fue quedando aquí desde los veintisiete años, se pasó la interminable Segunda Guerra Mundial poniendo las huellas en una oficinita gris de Cartagena –vigilada por funcionarios abusivos que insistían en que sólo estaban haciendo su trabajo– semana tras semana. En ese entonces los parias eran, aquí, los españoles. Y ella pensó en volverse colombiana para que la dejaran en paz. No lo hizo porque el final de la guerra fue primero. Y entonces entendió que no había que sentirse avergonzado ni orgulloso de haber nacido en ninguna parte, pero que tampoco había por qué resignarse a los estigmas.

Qué buena noticia es el fin de las visas: desde ahora no haremos más que un par de filas gratis; reconoceremos, como quien nada debe y nada teme, que Colombia ha dado los esclavistas y los gánsteres y los corruptos que también ha dado el mundo; dejaremos atrás esa manía de pedir perdón por los demás, por “los colombianos”, tan nuestra cuando éramos parias.

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