El polvorín de Kenia
Los ataques de Al Shabab hacen peligrar el mayor campo de refugiados del mundo
“Si vuelvo a Somalia, tengo tres opciones: Al Shabab, el ejército o la piratería. No hay alternativa”, asegura Mohamed Olow, somalí menudo de atípicos y penetrantes ojos azules. Olow tiene 30 años y vive desde los siete en Dadaab, el mayor campo de refugiados del mundo. Situado en el noreste de Kenia, acoge a 351.538 personas —el 93% somalíes—. Su continuidad, hoy, está en juego.
Construido en 1991 para alojar a 90.000 somalíes que escapaban de la guerra civil, se ha convertido en el símbolo de respeto de Kenia a las leyes internacionales sobre asilo y refugio. No obstante, para el Gobierno también es un coladero de terroristas de Al Shabab, la milicia islámica somalí vinculada a Al Qaeda que los ataca regularmente.
Al Shabab atenta en Kenia desde que el país enviara a sus tropas en octubre 2011 a Somalia para ayudar a su debilitado Gobierno a combatir a estos terroristas y recuperar el control del territorio. El último ataque del 2 de abril en la Universidad de Garissa, a 98 kilómetros de Dadaab, fue una masacre que se saldó con 148 muertos y que llevó al vicepresidente William Ruto a exigir a la ONU el desmantelamiento de Dadaab en 90 días.
“Existen el contrabando y el tráfico de armas, cada semana la policía se incauta de varias”, asevera Harun Komen, comisionado del Departamento de Refugiados del Gobierno. Los informes de Acnur (la agencia de la ONU para los refugiados, que facilitó la logística para este reportaje), revelan además frecuentes ataques a cooperantes y refugiados. El último, el 1 de abril, costó la vida a un profesor de la organización Windle Trust Kenya.
Dadaab acoge a acoge a 351.538 refugiados; el 93%, somalíes
La decisión de Ruto fue criticada por la comunidad internacional porque violaba todas las obligaciones internacionales de asilo y refugio, pero ya es agua pasada: el 5 de mayo, António Guterres, Alto Comisionado de Acnur, anunció tras una reunión con el presidente Uhuru Kenyatta que no se pondrá fecha al cierre.
“A nosotros también nos matan”, asegura Adar, de 28 años. Hace tres, su tienda fue asaltada y ya no se siente segura en el campo, un espacio sin vallar cercano a la frontera. Cualquiera puede cruzarla ilegalmente puesto que prácticamente carece de vigilancia pese a que se acaba de iniciar la construcción de una valla a lo largo de sus 700 kilómetros. “Entre 2012 y 2014 asesinaron a cinco compañeros de mi equipo”, completa Olow, que también es jefe de seguridad en IFO1, uno de los cinco asentamientos de Dadaab. No soy policía, no tengo armas; mi vida está en riesgo. Nuestro trabajo es voluntario y tenemos familia e hijos. Si nos matan, ¿Qué pasará con ellos?”, se pregunta.
Una tierra abrasadora
Dadaab se levanta sobre una tierra árida y abrasadora, apenas hay más presencia que la de matorrales, termiteros, acacias solitarias y marabús carroñeros.
Muchos refugiados llevan 20 años malviviendo en chozas fabricadas con ramas de árboles y lonas; otros han nacido allí y nunca han salido del campo. Reciben tres kilos de maíz cada quincena. La ayuda de parientes del exterior ha dejado de llegar por las medidas del Gobierno contra el terrorismo
“Aquí viven más de 300.000 personas, cualquiera puede cometer actos ilegales, como en cualquier otra ciudad”, defiende Leonard Zulu, coordinador de la misión de Acnur en Dadaab, que insiste en la vulnerabilidad de los refugiados y en los esfuerzos para mejorar la seguridad: los dos millones de euros donados por la Comisión Europea desde 2012, las 11 comisarías de policía, los 71 vehículos que patrullan día y noche, los 35 miembros del servicio de inteligencia infiltrados y las dietas que reciben 483 agentes.
Zulu recuerda que hasta la fecha no se ha detenido ni acusado formalmente a ningún refugiado por haber participado en un acto terrorista en Kenia, pero en Dadaab víctimas y verdugos viven puerta con puerta y las mujeres que cargan a sus hijos malnutridos se cruzan con los que esconden fusiles en su casa. “Saben todo lo que ocurre, pero no colaboran con las autoridades por miedo”, se queja Komen.
Nadie admite en Dadaab haber visto actividad terrorista, aunque algunos piensan que sí es un lugar donde Al Shabab recluta adeptos. “La vida de los jóvenes es difícil: no tienen dinero ni ocupación, ni pueden salir salvo que sean reasentados. Es fácil que acaben por unirse a estos terroristas, tienen familias que mantener”, critica Aberisak, imán de una mezquita de Dadaab.
Aquí viven más de 300.000 personas, cualquiera puede cometer actos ilegales” Leonard Zulu (Acnur)
Dadaab tampoco es un escenario acogedor. Plantado en una tierra árida y abrasadora, apenas hay más presencia que la de matorrales, termiteros, acacias solitarias y marabús carroñeros. Muchos llevan 20 años viviendo en chozas fabricadas con ramas de árboles y lonas, otros han nacido allí y nunca han conocido otro lugar y todos reciben tres kilos de maíz cada quincena para comer. Desde la matanza de Garissa, además, han perdido la ayuda que sus parientes en el extranjero les enviaban porque el Gobierno suspendió las licencias de 13 empresas de envío de dinero como medida para luchar contra el terrorismo.
Los somalíes quieren volver a su hogar y la prueba es que el número de refugiados se reduce a medida que los soldados de AMISOM (la fuerza militar de la Unión Africana) recuperan territorio en Somalia. Pero Dadaab seguirá abierto hasta que todos puedan regresar voluntariamente. Eso ocurrirá cuando Al Shabab quede neutralizado y el Gobierno somalí gane estabilidad. Para facilitar el regreso, Acnur y los Gobiernos de Kenia y Somalia acordaron llevar a cabo en 2013 un programa de retorno del que se han beneficiado 2.060 refugiados, aunque se estima que 50.000 más se fueron por su cuenta. Otros, como Olow, no ven el momento de partir: “El Gobierno es débil y el país no es seguro. Si 22.000 soldados de AMISOM no han echado a Al Shabab, ¿qué garantías tenemos nosotros?”.
Colabora con ACNUR en www.eacnur.org o el tfno.: 902 218 218
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