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Michelle Bachelet y las estatuas

La sobreprotección de su primogénito, acusado de corrupción, ha hundido la popularidad de la presidenta de Chile

Rafael Gumucio
Michelle Bachelet, el pasado abril en Santiago.
Michelle Bachelet, el pasado abril en Santiago. MARTIN BERNETTI (AFP)

Michelle Bachelet Jeria (Santiago de Chile, 1951) se viste sin la menor afectación ni coquetería. Camina con extraña ligereza, evita con naturalidad los obstáculos que se interponen en su camino. Rubia, alta, sencilla y franca, te llama “chiquillo”, sonríe e insiste una y otra vez que la llames Michelle.

En el único almuerzo que compartí con ella, una mañana de otoño de 2007, yo insistí en hacer lo contrario. Llamarla simplemente Michelle, como ella quería, me devolvía a los tiempos de la ONG Pidee para víctimas de la dictadura, donde yo iba gratis al psicólogo a los 14 años. Para ella, más que un trauma, ese recuerdo era un halago. Ahí trabajó en los años finales de la dictadura. Sus convicciones, sus miedos y sus amigas venían de la clandestinidad, pero también del mundo de la reparación, el duelo y la resilencia. También, del miedo infinito a la traición, un fantasma demasiado próximo: uno de sus novios de juventud, Jaime López, delató bajo tortura a sus compañeros de las juventudes socialistas.

Muchos de ellos murieron, otros quedaron para siempre quebrados por dentro. La presidenta pasó por campos de concentración y el exilio. Se salvó de la muerte por un pelo, aunque en la República Democrática Alemana, donde se tituló en Medicina, perfeccionó aún más su arte en compartimentar la información y alejar a cualquiera que alardee de gobernarla.

Su desconfianza es legendaria, pero ese día de 2007 quería escuchar. Estábamos ahí porque trabajábamos en la revista satírica The Clinic, que la había criticado frontal y reiteradamente a pesar de haberla apoyado en su campaña. Dispuesta a comprender nuestras razones, abrió sobre la mesa del comedor de La Moneda un cuaderno escolar con Mickey Mouse en la tapa y prometió no hablar nada mientras anotaba lo que le quisiéramos decirle. Por suerte, no cumplió su promesa. Cada vez que intervenía volvía a prometer “ahora sí que no hablo más”, sonreía y anotaba alguna frase para volver luego a acotar. Las abstracciones filosóficas no parecían divertirle nada. Volvía cada vez que podía a los hechos, a los logros, a los proyectos de ley.

Dividía a los políticos de los que hablaba en dos categorías, los que trabajaban para ser famosos o para ser importantes, y los que trabajaban para la gente. No le gustaba el poder y menos la gente que lo buscaba. ¿Cómo se explica entonces que haya sido dos veces presidenta? ¿Cómo se explica que entre una presidencia y otra haya sido secretaria general de ONU Mujer? Tuve la impresión de que esa contradicción no se le había cruzado siquiera por la mente.

Hija de general, médico pediatra, militante socialista perfectamente disciplinada, bebía sin remilgo y comía sin problemas. Aunque ha habido rumores que la han relacionado con varios novios, no se le conoce ninguna pareja desde que llegó hace más de 10 años a la vida pública. Explica, a quien le pregunte por su soledad, que no hay tiempo para romances mientras trabaja tanto en tantas tareas urgentes. Pero ¿qué le lleva a alargar un año y otro más el sacrificio de su vida privada?

Logró ser reelegida justamente porque prefería que la llamaran Michelle a que la llamaran presidenta. Su pasado de víctima de la dictadura, pero también su condición de madre separada, le permitió siempre conectar con un país que ha sido objeto de abusos y ha sido abandonado por una serie de padres violentos y olvidadizos. Se la respetó siempre, porque faltarle al respeto era faltarle el respeto a esa reserva de dolor que todos llevamos dentro. Se le ha permitido equivocarse mucho más que a otros estadistas porque nunca ha hecho nada cuando ni donde se espera que lo haga. Toda su fuerza reside en esa impredecible pauta propia que nadie puede imitar ni adivinar. A la hora de confesar errores o insuficiencias, siempre subraya que su instinto le decía que hiciera lo contrario de lo que hizo. Da lo mismo que hable del transporte público, de la reforma educativa, o de la transparencia y la corrupción, para la presidenta siempre hay un consejero que la desvía de hacer bien las cosas.

Ese debate entre su instinto, que le gusta calificar de “femenino”, y los consejos y la racionalidad “masculina”, está en el centro mismo de su discurso político. En su primer Gobierno se enfrentó a las críticas aludiendo a un “feminicidio político”. Pero no fue un hombre, un marido, un amante, sino un hijo, su hijo mayor, Sebastián Dávalos, el que destruyó el aura de incorruptibilidad al usar, y abusar, de las puertas abiertas que le permitían sus apellidos y hacer negocios de especulación inmobiliaria al filo de la ley y muy lejos de la ética y la estética de su madre. El supuestamente infalible instinto de ella la había llevado a nombrarlo, a pesar de las advertencias, jefe de organizaciones sociales y culturales de La Moneda, un cargo que equivalía al puesto de primera dama.

Golpeada en el flanco más íntimo, la presidenta no reaccionó a tiempo. El hijo renunció en febrero, cuando ya el incendio había arrasado las redes sociales. La presidenta, que siempre rechazó las formalidades del cargo, vio cómo los chilenos le empezaron a pedir que se portara como presidenta y no como madre. En pocos días, todo Chile parecía haber olvidado que esa era justamente su gracia, ser una presidenta que te trata como una madre. Algo parecido pasó con la falta de habilidad o de discurso con que enfrentó las sospechas de corrupción que afectaron al exministro de Interior Rodrigo Peñailillo, considerado hijo político y delfín de la presidenta.

Alérgica a los consejos de los políticos de siempre, mantuvo el Gabinete en pie más allá de toda predicción. Terminó con él inesperadamente a finales de esta semana en medio de una entrevista de Mario Kreutzberger, el presentador más famoso de la televisión chilena. En otro gesto inesperado, se dio en directo por televisión a sí misma 72 horas para elegir quién se iba y quién se quedaba de sus ministros. El gesto no dejaba de recordar otro que la hizo famosa: cuando era ministra de Salud y el presidente Ricardo Lagos le dio 60 días para acabar con las colas en los consultorios. No logró el cometido, pero se ganó milagrosamente el cariño de los chilenos, que vieron encarnados en ella sus sufrimientos.

El empeño por mantener el Gabinete, pese a las tramas de corrupción que han estallado en los últimos meses, ha pasado factura al respaldo a su gestión, que ha bajado nueve puntos, hasta el 29%, mientras el rechazo ha aumentado al 56%, según los últimos sondeos.

Aquel día de 2007 la presidenta insistió en que no trabajaba para tener una estatua, sino para mejorar la vida de la gente. El programa de su segundo mandato se propone en menos de cuatro años hacer la mayor reforma tributaria de los últimos cuarenta, una reforma en todos los niveles educativos, una reforma laboral y una nueva constitución política. ¿Se puede abordar un programa tan vasto sin tener la menor ambición de estatua?

Salvador Allende decía, medio en broma medio en serio, que tenía “carne de estatua”. La generación que se hizo adulta tras el golpe de Estado prefirió, con cierto comprensible escepticismo, ser de carne y hueso hasta el final. En su primer Gobierno, Michelle Bachelet logró justamente eso. Los chilenos le perdonaron todas las insuficiencias porque conectaron con sus sinceras ganas de ayudar y mejorar su vida. Terminó con un 85% de aprobación, en un Gobierno de continuidad con los Ejecutivos moderados que lo antecedieron. La historia del segundo Gobierno está por escribirse, pero por de pronto está claro que en él la presidenta tendrá que empezar un nuevo trato con su mejor aliado y su peor enemigo: Michelle Bachelet Jeria. 

Rafael Gumucio (Santiago de Chile, 1970) es escritor. Su último libro es Mi abuela, Marta Rivas González (Universidad Diego Portales).

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