La Dilma que conocí en persona
La fama de dura desaparece en diez minutos de charla. Rousseff se ríe, se divierte con los hombres guapos y se emociona con algunos proyectos
Lo primero que hice cuando me presentaron a Dilma Rousseff, en junio de este año, fue fijarme en sus zapatos. Bailarinas de cuero, casi planas y redondeadas en la punta, me ha quedado claro que necesita calzado muy cómodo para lidiar con la rutina cargante de una presidencia de la república. El encuentro se celebró de forma inesperada. La presidenta quería reunir a los corresponsales internacionales para hablar sobre los preparativos para el Mundial de Fútbol. Al confirmar mi asistencia en la cena en el Palacio da Alvorada, temblé. Por más años de profesión que se tenga, ver a un jefe de Estado en directo siempre da un cierto nerviosismo. Pues así llegué el 3 de junio a Brasilia, para cubrir el encuentro en el Palacio da Esplanada en vísperas del mundial.
Los periodistas esperábamos fuera de la casa, mirando el bello jardín del Palacio, mientras conversábamos con algunos ministros, hasta que Rousseff llegó saludando con dos besitos a quienes no se intimidaron. Empezó entonces la conversación: “¿Y el Mundial?”. Enseguida surgieron las preguntas sobre los fantasmas que cercaban el evento —el retraso de las obras, el brote de dengue, entre otras—. Mientras apuntaba discretamente lo que decía —la regla establecida por la presidencia era no grabar el encuentro— pasé a notar algunos detalles. Miraba de cerca el rostro de la presidenta que tiene fama de colérica, seria, borde y todo tipo de apodos que la alejan del estereotipo de la feminidad. Quería fijarme en las arrugas —muchas menos de las que yo imaginaba— mientras sonreía. Sí, la presidenta sonríe. Y mucho. Se partió de risa y mostró entusiasmo, porque todo estaba listo para el inicio del Mundial.
Llamé su atención cuando le pregunté sobre infraestructura y las carreteras que se estaba construyendo en el Centro Oeste del país. Sabía que era un asunto del que a la presidenta le gusta hablar, por haber creado un programa de concesiones multimillonario para mejorar la logística del país. Y, efectivamente, se echó a hablar con una naturalidad que me sorprendió. En nada recordaba el "dilmês", como se apodó su modo de hablar que, a veces, repite palabras y dificulta la comprensión inmediata. Ella tiene inteligencia abstracta, absorbe números, y dibujaba en el aire el trazado de algunas de las autopistas que harían en el país.
Pero el momento de ver a la Dilma más humana llegó cuando el asunto se encaminó hacia las obras de infraestructura del Noreste. En ese momento, los ojos de la presidenta brillaron y pude ver bien, de cerca, que quien hablaba no era la economista e ingeniera, sino el corazón de la madre de Paula y abuela de Gabriel. Ella explicó el programa de cisternas, que llevó cerca de un millón de depósitos de agua a casas que no tenían. "Antes se intercambiaba el agua por el voto", dijo Rousseff mientras tomaba mi cuaderno para dibujar las cisternas. Ella recordó los camiones cisterna, coches con agua que llegaban a esas regiones en víspera de elecciones, para hacer un 'trueque' de votos. Los depósitos, sin embargo, quedarán para siempre, independientemente del gobernante que maneje la ciudad o Estado en cuestión.
Después de algún tiempo, la figura formal de la presidenta había desaparecido. Ya era una persona normal, una profesional en su oficio como los periodistas que la rodeaban. Seguimos entonces hacia la bonita mesa para la cena, y yo tenía curiosidad por saber quién se sentaría al lado de la presidenta. Quedó el ministro de la Casa Civil, Aloizio Mercadante, a su izquierda, y un periodista bien parecido a la derecha. Pensé: "¡Dilma no tiene nada de boba... ministro y periodista guapetones, uno a cada lado!".
Recordé ese detalle cuando, un mes después, ella recibió al actor Cauã Reymond en el Palacio de Planalto, y lo saludó antes que al vicepresidente, Michel Temer, como manda el protocolo. "Disculpe Temer, pero no todos los días tenemos un Cauã en Planalto", dijo ella, para el deleite de la audiencia, que estalló en carcajadas.
Dilma vive con su madre en la residencia oficial, y no se tiene noticias de amores o novios. "No me da tiempo", respondió una vez en una entrevista. Por eso, ese detalle de quien se sentaría a su lado en la cena, que posiblemente era solo una coincidencia, me despertó la curiosidad sobre cómo debe ser abrirse a una relación, y estar cercada por hombres poderosos todo el tiempo. La presidenta tiene algo de seductora que el día a día no capta.
En algunos momentos, pasaba por mi cabeza que Dilma fue torturada brutalmente con descargas eléctricas durante la dictadura. ¿Quién consigue sobrevivir sin amargura a eso? Quise preguntarle al respecto, pero no vi oportunidad. Seguía reparando en la Dilma humana, que evitó el postre para no engordar, aunque no se haya resistido a un poquito de helado, si no me falla la memoria.
Tras tanta informalidad, ya se había hecho las preguntas duras y hubo espacio para matar las pequeñas curiosidades. ¿Cuántas horas duerme? —Seis por noche— ¿Le gustan las series? —Me encantan las series de época de BBC, y Dowtown Abbey—. ¿Cuáles libros está leyendo? —El libro de Thomas Pikkety, Capital del siglo XXI. Y me gustó El hombre que amaba los perros (de Leonardo Padura)—.
Enseguida, ella mostró el resto de la casa, los cuadros, y los detalles de obras del arquitecto Oscar Niemeyer en la residencia oficial. Al final, antes de despedirse, reunió a los periodistas para una foto oficial. Sin darme cuenta estaba a su lado, y ella colocó las dos manos en mis hombros, en una proximidad inesperada. Llegué de la cena pensando: "¿Por qué se sacó una foto a mi lado? ¿Le habré agradado con las preguntas?". Al cambiarme la ropa, me di cuenta de un detalle. Yo llevaba una chaqueta roja, el color del PT, lo que debe explicar por qué me escogió para salir a su lado. Esa presidenta no tiene nada de boba...
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