La política y el posconflicto
Lo extraordinario de este proceso es que despierta los sentimientos más primarios, pero requiere de la más fría y sutil racionalidad para transitar por un verdadero camino de cornisa
Poco después de iniciado el segundo periodo de Juan Manuel Santos, el Tribunal Constitucional colombiano anunció que los combatientes desmovilizados podrán ocupar cargos públicos. Esto excluyendo a aquellos condenados por delitos de lesa humanidad y una vez que el proceso de paz concluya satisfactoriamente.
Más allá de las reacciones que provocó, casi todas predecibles en función de la afiliación política, el anuncio del Constitucional no podría haber sido más oportuno. Le dio un marco propicio para la participación de los familiares de las víctimas en el diálogo de paz, donde aparentemente prevaleció un espíritu de reconciliación. Y sirvió también para finalmente remover el tema de la agenda de la mera coyuntura electoral, donde lo había colocado el mismo Santos aun a riesgo de descarrilarlo por completo.
El ingreso del Tribunal en la discusión, con el prestigio y la autoridad que proyecta, le da al proceso de paz la jerarquía institucional necesaria, una extraordinaria tarea de construcción estatal equivalente a un amplio acuerdo constitucional. Y este es el meollo de la cuestión, porque los acuerdos no podrán prosperar si la mitad de la sociedad se opone. Es que la justicia transicional muchas veces supone un sacrificio a cambio de una promesa creíble de paz y estabilidad futura. Como Constanza Turbay, que perdonó a las FARC, y José Antequera, que aceptó la reconciliación con los paramilitares, ambos haciéndolo en referencia al futuro. Para que el diálogo finalmente tenga éxito, todo ese andamiaje discursivo debe estar anclado en acuerdos institucionales profundos.
En definitiva el posconflicto es una tarea política, un proceso de negociaciones que siempre suponen conceder algo para obtener algo a cambio, y cuyo resultado no es más, ni menos, que el reflejo de la correlación de fuerzas existente. Lo que algunos llaman “impunidad”—que la habrá—en otros contextos ha sido “amnistía”. Lo que muchos valoran como “reconciliación”—que es necesaria—otros la han llamado “ausencia de reparación”. Y “la verdad”, el otro ingrediente imprescindible, no necesariamente conlleva justicia. Lo extraordinario de este proceso, único hasta en su vocabulario, es que despierta los sentimientos más primarios—miedo, dolor, resentimiento—pero requiere de la más fría y sutil racionalidad para transitar por un verdadero camino de cornisa.
Precisamente, la experiencia histórica muestra que el abanico de posibilidades para alcanzar la paz es amplio y que en muchos de estos procesos el éxito dependió de la muy racional voluntad de aceptar soluciones de segundo orden, es decir, menos justicia que la que uno desearía. Ese es el caso de Uruguay con su amplia ley de amnistía, aceptada hasta por los ex Tupamaros, varios de ellos gobernando hoy. Y muy parecido es Sudáfrica post Apartheid, donde el propio Mandela usó su enorme estatura para encabezar un proceso de verdad y reconciliación marcado por un limitado número de juicios y un aún más limitado número de sentencias. De hecho, una amplia amnistía fue otorgada a quienes aceptaron participar en las audiencias de reconciliación, por momentos reducidas al pavoroso espectáculo de un torturador y su víctima llorando juntos, en un tribunal y frente a las cámaras.
En el otro extremo se sitúa la experiencia de Argentina, donde 38 años más tarde continúan las investigaciones, los juicios y las condenas por violaciones de derechos humanos. Desde la amenaza de golpe contra Alfonsin a fines de los 80, que lo obligó a retroceder en su política de derechos humanos, pasando por la amnistía de Menem en los 90 y el reinicio de los juicios durante los Kirchner, allí también la manera de resolver el conflicto y reparar a las víctimas han sido reflejo de las cambiantes condiciones políticas. Si este es el modelo de transición, la pregunta para Colombia es si su sistema político y su sociedad resistirían, luego de cinco décadas de violencia, otras tantas de investigación y juicios sobre esa violencia.
Otros ejemplos relevantes son la experiencia de “desnazificación,” con una reducida cantidad de juicios a los altos jerarcas en Núremberg y, según la historiografía, un lento y poco efectivo proceso de depuración de una burocracia estatal penetrada por organizaciones e ideologías totalitarias. Chile también se sitúa en este punto medio, con un proceso político que todavía hoy conserva la Constitución de 1980. Al inicio de la transición, el cálculo de la dirigencia fue aceptar las reglas de Pinochet y su amnistía para poder elegir un gobierno por el voto, o no aceptar esas reglas y continuar siendo gobernados por Pinochet. También es útil Irlanda, donde la cúpula del IRA se integró a la política por medio de un partido, Sinn Féin, a pesar de las varias células armadas que no se acogieron al esquema de paz. El ejemplo es relevante para Colombia, donde queda por ver si todas las unidades de las FARC aceptarán un arreglo que tampoco para ellos será el ideal.
La moraleja del posconflicto es que no hay una fórmula universal, no hay verdad revelada para superar la violencia y el horror. Es una búsqueda y una oportunidad única para una saludable y necesaria introspección de la sociedad.
Una interpretación sobre la tragedia argentina de los setenta hacía referencia a dos demonios—las organizaciones guerrilleras y los militares—que libraron aquella guerra sucia, una guerra de desaparecidos. En realidad era una lectura limitada, porque cuando la violencia se sostiene en el tiempo, se expande y se profundiza a tal grado, rara vez es producto de un demonio o de dos, sino de muchos más que habitan en el seno de su sociedad.
Reconocer esa realidad es el verdadero plan de paz. Aún hoy, 38 años más tarde, Argentina lo hace a medias. Para Colombia, recién comienza.
Twitter @hectorschamis
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