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Columna
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Santos II

El Gobierno colombiano debe valorar cuánta impunidad de las FARC puede soportar el pueblo

Llega la hora de la verdad. Colombia tiene una gran variedad de problemas, algunos de ellos seguramente más graves que una insurrección armada, algo de capa caída, en la montaña. Pero Juan Manuel Santos ha iniciado su segundo mandato el pasado día 7 con la opinión polarizada en torno a la paz o la guerra con las FARC, en un conflicto que arrastra el país desde hace medio siglo.

Las partes, que comenzaron a negociar públicamente en La Habana en noviembre de 2012, necesitan desesperadamente llegar a un acuerdo; el Gobierno, porque Santos lo ha apostado todo al fin de las hostilidades, y la guerrilla porque ha comprendido que ya no puede ganar la guerra. La gran dificultad es el precio, relativamente mínimo que pretende pagar el poder para conseguirlo, y audazmente máximo que exigen los insurrectos. Pero el relato oficial sostiene que la paz negociada es la llave que abrirá el camino a una imparable revolución modernizadora de Colombia.

En las alas del proceso aguarda, sin embargo, un tercero sumamente en discordia, el expresidente Álvaro Uribe, que apuesta por el fracaso de la negociación, fiando su suerte política a un eventual referéndum por el que la nación debería ratificar lo que, eventualmente, se firme en la capital cubana. Pero casi siete millones que votaron por el candidato de Uribe —contra menos de ocho millones que obtuvo el presidente— aborrecen a Santos, tildando cualquier acuerdo de traición al país, engaño a la ciudadanía e impunidad para los asesinos de la jungla. Colombia se encuentra, según la versión más optimista, en el punto culminante del proceso, o contrariamente, en cuidados intensivos.

La guerrilla, como si no supiera que juega con fuego, ha prolongado en julio su largo historial de atentados contra la población civil, dando, así, argumentos a los enemigos de la paz negociada, tanto como sembrando el nerviosismo en el Gobierno. Todo ello puede obedecer, según el periodista Álvaro Sierra, a muy distintas concepciones del tiempo. Para el poder, pero sobre todo para la opinión, 20 meses son muchos meses de una negociación que amenaza con alargarse hasta 2015, mientras que las FARC prefieren creer que tienen a la opinión de su parte y que las repetidas encuestas, que arrojan un nivel de apoyo francamente exiguo a lo que llaman su causa, son manipulaciones del liberal-capitalismo; la guerrilla negocia inspirándose en el chavismo venezolano, que antes de obtener la presidencia por la vía electoral, probó la insurrección del golpe de Estado, en el convencimiento de que en unos 15 años habrán repetido la jugada del difunto Chávez. Y, aunque no sea así, para el establecimiento colombiano sería la píldora más amarga contemplar instalados en el Parlamento a asesinos confesos y orgullosos de serlo, los jefes de la revuelta.

El arquitecto intelectual de la negociación, Sergio Jaramillo, y el jefe de los negociadores de Bogotá, Humberto de la Calle, saben que no puede haber paz sin algún grado de impunidad, porque la guerrilla difícilmente va a aceptar ni siquiera el castigo de penas dejadas en suspenso. Pero lo que tiene que valorar el Gobierno es cuánta impunidad es capaz de soportar el pueblo colombiano.

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