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Neologismos y barbarismos en el español de dos océanos

La Academia parece como si estuviera arrepentida de antiguos imperialismos y hoy acepta casi todos los términos. El resultado es que ni están todos los que son, ni son todos los que están

No hay un español de España, y otro de América Latina, sino numerosas modalidades de la lengua española, aun dentro de un mismo país, tan válidas unas como otras. En los años 60, cuando yo estudiaba en Inglaterra, aparecía un aviso en un importante dominical de una academia de idiomas, que se vanagloriaba de dar clases hasta en 87 lenguas. Y en esa larga lista aparecían dos altamente peculiares: el spanish y el latinoamerican spanish, como si este último fuera uno solo y diferente, tanto que pudiera estudiarse separadamente del spanish, al tiempo que fuera una realidad monolítica. Y claro que hay diferencias, pero no de bloque a bloque, sino que antes que de continentes separados y contrapuestos, hay que hablar de constelación en la que cada uno ocupa el lugar que le corresponde. Así, el español de la meseta colombiana está mucho más próximo al de Castilla la Vieja, que al venezolano usual, y el costeño colombiano sí que se parece, en cambio, al venezolano caribeño: en ambos casos, chévere; el porteño y lo que se habla en Montevideo son primos hermanos, y el chileno es un producto genuino e inimitable por el resto del universo lingüístico del español.

Todo ello predica la necesidad de un canon común, que establezca lo que es correcto, sin perjuicio de que por fuera de la norma, pero no contradiciéndola, siga siendo ese castellano local plenamente legítimo. Ese canon ha de tener como una de sus bases un procedimiento de inclusión y naturalización de vocablos nuevos, bien sean castizos o foráneos. Nacionalizamos palabras cuando las incluimos en el diccionario, tanto el general de la RAE, que contiene unos 90.000 vocablos, como las recopilaciones de americanismos, que todos sumados agregan bastantes más, y son tan correctos como los primeros en sus respectivos dominios. Pero la gran cuestión reside en resolver qué entra, cómo entra, y qué no en el acervo de la lengua, lo que, por añadidura, resulta de importancia capital para el español periodístico.

En esta querella entre antiguos y modernos, parece que compiten los partidarios de la renovación lingüística permanente, como ocurre con el inglés, incesante devorador de lenguas, y los apegados a la tradición que, como el ingenioso ensayista español Eugenio D’Ors sostienen que “todo lo que no es tradición es plagio”. Pues, ni una cosa ni otra. La inmovilidad es mala; pero el baile de san Vito, un disparate.

Mi posición es ecléctica. La Academia parece como si estuviera arrepentida de antiguos imperialismos y hoy lo acepta casi todo. Demasiado, en mi opinión, con lo que yo no añado términos por mi cuenta a los que la Academia recoge, pero tampoco utilizo todo lo que recoge. Ni están todos los que son, ni son todos los que están.

En esta querella parece que compiten los partidarios de la renovación lingüística permanente y los apegados a la tradición. Pues, ni una cosa ni otra. La inmovilidad es mala; pero el baile de san Vito, un disparate

Cada área lingüística tiene idéntico derecho a inventar a partir del acervo de cada una de las variantes del español. Si en Colombia dicen le provoca por el peninsular le apetece, igual de bien está una fórmula que otra; si en vez de tomar el pelo como se dice en España, creamos una expresión tan estupenda como mamar gallo, a mamar gallo, todos de inmediato. Y, por cierto, que la traductora de García Márquez al griego, que es greco-colombiana, me contó que en una versión anterior a la suya se había traducido la expresión literalmente, como si los gallos tuvieran algún sitio del que mamar.

Si hablamos de idiomas extranjeros, mayormente el inglés, cuando el término que adoptamos o adaptamos viene a colmar un vacío en nuestra lengua, santo y bueno. Así, chip, chat y otros cuantos de esa misma laya, procedentes de un mundo tecnológico en el que la lengua inglesa le da ciento y raya al resto del planeta, bien está que les demos la cédula de habitabilidad lingüística. Pero la cosa cambia cuando nos encontramos ante lo innecesario, aquello que está perfectamente documentado en español; así, abomino de contendor (inglés, contender) cuando tenemos contendiente, aunque figure en alguna recopilación de la Academia; rechazo, aunque me dicen que la RAE lo tiene por americanismo, aplicar o aplicación —a una beca, por ejemplo— cuando existe solicitar, solicitud, pedir, hacer o presentar una instancia. De todas formas, no nos alborotemos porque en Argentina han trazado ya surcos —castizos, en cuanto porteños— que se apartan más del español normativo que ninguna otra correría lingüística precedente: decime, sentate, vení son argentinismos que están ahí para quedarse. Una vez discutí el asunto con Martín Caparrós, pero con el tiempo me he convencido: cuando no puedas con tu interlocutor, únete a él.

En la primera mitad del siglo XIX el gran polígrafo latinoamericano Andrés Bello escribía: “Un descuido en esa vigilancia —la de la integridad de la lengua— podría dar pie, como ya se había visto en América, a que el castellano degenerara en un dialecto plagado de galicismos”. Sustituyamos galicismo por anglicismo y queda expresada la idea mejor de lo que yo lo habría hecho en varias vidas. Y eso es todo lo que quería decir.

@MABastenier

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