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Tribuna
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El peor de los racismos es el del color del alma

El mundo seguirá siendo violento y desgarrado mientras pensemos que nuestra alma de privilegiados es más noble que la de los desposeídos

Juan Arias

Existe un racismo del color de la piel y otro del color del alma: el de los que admiten que no todos los seres humanos tienen el mismo derecho a la felicidad. ¿Cuál de los dos es más peligroso y atroz?

En el fondo, ambos afectan al mismo sujeto: a los que disponen de menos recursos, siempre los más machacados. Quizás porque, a fin de cuentas, consideramos que se trata de humanos inferiores, a los que el poder les tiene menos miedo, hasta que un día se cansan de ser humillados, se despiertan y lo ponen todo patas arriba.

Digo esto porque me he sentido tocado con unas declaraciones de Joseph Blatter, presidente de la FIFA, con motivo de las manifestaciones de protesta contra los despilfarros de la Copa del Mundo que empieza a disputarse en Brasil. “Es imposible hacer a todos felices”, dijo, y añadió: “El mundo ha cambiado y hay siempre alguien que no está feliz”.

¿Qué quiso decir Blatter? ¿Que hay quienes tienen derecho a ser felices y quienes no? ¿Y cuáles son esos a los que según él “es imposible hacer felices”? Ciertamente no se refería a los privilegiados que podrán disfrutar en vivo de los partidos y con derecho a una pasarela de lujo, como en Río de Janeiro, que ha costado más de cien millones de reales y que podrán usar solo ellos.

Los que, según el dirigente de la FIFA, deberían abandonar la idea de hacer manifestaciones durante la Copa para pedir mejoras de vida son, claro, los más desposeídos, los que necesitan luchar para que aumenten sus salarios porque se los está comiendo la inflación. O los que pretenden tener unos servicios públicos dignos de humanos.

Los señores de la FIFA -alguno de los cuales ha llegado a pedir con descaro que la Copa sea una gran fiesta pues “lo robado, robado está”- deberían tener más memoria histórica cuando arremeten contras las manifestaciones de protesta y de reivindicaciones de los ciudadanos de a pie.

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Los señores de la FIFA deberían tener más memoria histórica cuando arremeten contra las protestas

Quizás han olvidado que, sin esa presión de la calle, muchas dictaduras y muchos tiranos no hubiesen caído nunca del pedestal. Ni hubiese sido derrotada la esclavitud o el apartheid y tendríamos aún hoy autobuses y retretes diferentes para blancos y negros.

Sin las manifestaciones de protesta, las mujeres no habrían conseguido nunca el derecho al trabajo, al voto o al estudio. Ni los sexualmente diferentes serían sujetos de derechos.

Sin la presión de los trabajadores, hoy en el mundo laboral seguirían sin vacaciones, trabajando 20 horas y sin amparo legal.

Todas las grandes conquistas de las minorías y de los desposeídos se llevaron a cabo históricamente con la rebelión contra los que se empeñaban en considerarles humanos de segunda clase.

Alguien podría decir que todo eso ya ha sido conquistado y que, como piensa el dirigente de FIFA, aún así no todos pueden ser felices. O sea, que debemos aceptar que existen quienes deberán ser siempre menos que los otros.

He leído también que el Gobierno de Brasil ha empezado a tasar algunos productos para recaudar más. Prueben a imaginar de qué productos se trata: ¿quizás el lujo de los que más tienen? ¿las grandes fortunas? ¿bebidas y alimentos importados? ¿joyas preciosas?

No, han decidido tasar el “lujo de los pobres”, como la cerveza y los refrescos, es decir una de las pocas satisfacciones que aún pueden permitirse los que ganan unos mil reales (unos 400 dólares).

Los millones de pobres salidos de la miseria, a los que ahora la FIFA les pide que se queden tranquilos en casa viendo los partidos, sin hacer ruido en la calle, habían hasta empezado a soñar con algunos productos generalmente consumidos por los que están bien, como el yogur, un filete de buey y hasta un champú. O una botella de vino de 20 reales .

Hoy el huracán de la inflación les ha devuelto a la realidad y están volviendo al arroz y frijol, a la harina de mandioca con huevo cocido, y alguna carne de tercera o embutidos baratos para la típica parrillada entre amigos donde no pueden faltar la cerveza o un refresco. ¿Y ahora?

Si les tasan la lata de cerveza y la botella de refresco, ¿qué les van a dejar? ¿el agua? Ni siquiera eso, porque también está en la mira de los aumentos próximos.

Los pobres que antes bebían cualquier agua que encontraban para no tener que pagarla, lo que suponía un crecimiento de enfermedades intestinales al estar muchas veces contaminada, habían empezado a comprar, como un lujo (sobre todo para sus niños) garrafones de 20 litros a cuatro reales. Hoy la están ya pagando en el mercado a ocho y aún piensan en aumentarla y tendrán así que volver a beber la que encuentren gratis en el primer pozo artesano, esté o no contaminada. Falta agua en un país que cuenta con el 20% de agua potable del planeta.

Es increíble, para los pobres todo parece mucho. Para la FIFA hasta su felicidad es demasiado.

“¿Para qué quieren comprar yogur si a ellos ni les gusta?”, escuché en un mercado a una señora bien, al ver a una mujer de la limpieza examinando los precios de los yogures.

Igual podrían decir del agua: “¿No la han bebido toda la vida del pozo?”. Y hasta justifican que les aumenten el lujo de la cerveza: “así se emborracharán menos” ¿Es que la borrachera de whisky escocés es más noble?

A veces nos parece un lujo en los pobres lo que en nosotros es visto como normal. He leído que otra señora se escandalizó porque una de sus empleadas había comprado un perfume que ella consideraba exagerado para su categoría. Debía pensar: "¿para qué deben perfumarse los pobres?" Quizás sea por ello que entre lo que piensan tasar productos figuran también los cosméticos en general. Así, los pobres volverán a su “agua y jabón”, que es lo que pensamos que les pertenece. ¿Para qué quieren ellos usar champú?

Si a los aficionados les tasan la lata de cerveza y la botella de refresco, ¿qué les van a dejar? ¿el agua?

Hoy los gobiernos hacen esfuerzos para ofrecer recetas contra la desigualdad para que los pobres puedan también entrar en la rueda mágica del consumo. Es justo, pero no basta.

Lo que tenemos que ir cambiando es el chip de nuestro cerebro, porque no existen seres humanos considerados de primera y de segunda clase; no es cierto que los que menos han estudiado, por ejemplo, presenten mayor inclinación a la violencia o sean menos sensibles a la belleza o al lujo. O que tengan menor sentido de la honradez y de la dignidad. Las peores violencias y deshonestidades se esconden en los palacios del poder.

Mientras mantengamos abierta esa brecha de desigualdad sentida como algo casi genético entre los de la clase de encima y la de abajo, entre los que tenemos el derecho de saborear ciertos manjares y de apreciar ciertos lujos y los que “no entienden de esas cosas”, seguiremos alimentando el peor de los racismos, que ya no es solo el del color de la piel, sino el del color del alma. Santo Tomás llegó a dudar de que las mujeres tuvieran alma. De igual modo hay quien le gustaría pensar eso de los pobres, que en la práctica, acaban siendo considerados humanos inferiores que no pueden pretender disfrutar y sentir como los que han tenido el privilegio de nacer en mejor cuna.

Y sin embargo, como decía el carnavalesco de Beija Flor, de las favelas de Río, Joâzinho Trinta: “A quienes les gusta la miseria (ajena) es a los intelectuales. A los pobres les gusta el lujo y la riqueza”. Y apostillaba su afirmación recordando que las novelas brasileñas presentan siempre un escenario de riqueza y lujo y son seguidas con fruición por los pobres. Y los disfraces carnavalescos son una exhibición de dorados y de lujo artístico.

Siempre me ha parecido morbosa esa pasión de algunos europeos o norteamericanos por visitar, al llegar a Brasil, una favela que, además, debe ser lo más pobre y violenta posible. Es como si fueran a visitar a las fieras en un zoológico.

Llevamos una vez a unos españoles a visitar una favela pacificada de Río, pero les pareció que tenía poco morbo y se fueron a conocer una de emociones más fuertes.

Nuestro mundo seguirá siendo violento y desgarrado mientras pensemos que nuestra alma de privilegiados es más noble y refinada que la de los desposeídos. Nos duele incluso cuando les vemos ser capaces de disfrutar de una dosis de mayor felicidad que nosotros y con menos recursos.

Nunca olvidaré una escena que observé, desde la calle, por casualidad, en un restaurante de lujo de uno de los cafés de la mítica y fascinante plaza de San Marcos, en Venecia. Una pareja ya entrada en años, con todos los atuendos visibles de a quien le sobra el dinero, estaban pegados a la ventana, cenando con aire de aburrimiento y en silencio en uno de los lugares más especiales, más románticos y más caros del mundo.

Dejaron en seguida el restaurante y el camarero retiró los platos casi intactos de langosta y caviar y los vasos de cristal de Murano aún llenos de champagne, mientras la señora se enfundaba en un abrigo de piel de visón. Era invierno.

En aquel momento me vinieron a la memoria las parrilladas bulliciosas de mis amigos pobres brasileños donde, al final de la fiesta, con derecho a baile, solo quedan los huesos limpios de los muslos de pollo. Y con los huesos, un clima de fiesta y amistad.

Parece, sin embargo, que hasta la alegría y la camaradería -que es el mayor lujo de los pobres- acaba por molestarnos. “¿De qué se reirán tanto?”, he escuchado decir a algunas personas comentando una fiesta alegre de gente sencilla, pero feliz, en la pequeña ciudad de pescadores cerca de Río, donde vivo.

Quizás ignoremos que se ríen y divierten muchas veces con lo poco que tienen también para no llorar. ¿O es que consideramos también un lujo las lágrimas de los pobres derramadas en el silencio anónimo de sus vidas?

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