El aborto en la hoguera electoral
La transformación de vidas humanas en moneda electoral muestra cuánto se ha rebajado el debate político en Brasil
Ocurrió de nuevo. Y pronto. Después de asistir a la Misa de Pascua en el santuario nacional de Aparecida, en el interior de São Paulo, Eduardo Campos, futuro candidato a la presidencia de la República por el Partido Socialista Brasileño (PSB), tuvo que enfrentarse a la pregunta sobre el aborto. ¿A favor o en contra? A su lado estaba el cardenal Raymundo Damasceno, presidente de la Conferencia Episcopal Brasileña (CNBB), que tenía el alzacuello estrecho, pero fue Campos el que tuvo que contestar una exprimida respuesta: “Creo que la legislación brasileña es la adecuada y, como ciudadano, mi posición es la de todos. No conozco a nadie que esté a favor del aborto”. Y añadió: “Como cristiano, ciudadano y padre de cinco hijos, mi vida ya responde a esa pregunta”.
Días después, en rueda de prensa, Campos aseguró que “su punto de vista estaba muy claro”, pero que “respetaba las opiniones ajenas”. Dijo, además, que su posición sobre el aborto es conocida porque ha sido candidato otras veces y sugirió que los periodistas buscaran en Google sus declaraciones, lo que no deja de resultar un tanto extraordinario.
En los últimos años, la cuestión del aborto se ha convertido en moneda de cambio electoral. Todos los días mujeres de todas las religiones abortan en Brasil. Una de cada cinco brasileñas de 40 años ha abortado. Cada 48 horas, una muere por esta causa. Muchas dejan huérfanos, en un ciclo de dolor y miseria que, si requeriría la atención de cualquier ciudadano, mucho más la de alguien que pretende gobernar el país. Pero, de hecho, ningún candidato parece dispuesto a debatir sobre este asunto con la seriedad y la honestidad que serían exigibles. Solo aparece como instrumento de chantaje en la búsqueda del voto a cualquier precio, en este caso el religioso. Otro de los presentes en la misa en Aparecida fue el exministro de Salud, Alexandre Padilha, aspirante al Gobierno del Estado de Sao Paulo por el gobernante Partido de los Trabajadores (PT).
Queda abierta la temporada del beso al anillo del cardenal o del obispo. Luego, les tocará a los famosos pastores mediáticos. El Estado brasileño es laico, pero las últimas campañas han mostrado que la mayoría de los candidatos impone las manos, se postra para rezar y rompe principios según el número de altares a conquistar. La transformación de vidas humanas en moneda electoral muestra cuánto se ha rebajado el debate político en Brasil. Revela también la fragilidad del Estado frente a la presión religiosa. Las diferentes Iglesias pueden imponer comportamientos morales a sus fieles, pero no al resto de los ciudadanos. Es responsabilidad del Estado que no se traspasen esos límites, algo que se pierde cuando los derechos fundamentales se convierten en instrumentos de chantaje.
Las declaraciones de Campos- “no conozco a nadie que esté a favor del aborto”- provocaron protestas en las redes sociales. Se crearon páginas en Facebook en las que los internautas se presentaban irónicamente: “Encantado, Eduardo Campos, estoy a favor de la despenalización del aborto y existo”. La frase usada por Campos es un conocido truco retórico, como bien ha apuntado la periodista Carla Rodríguez en su blog. Evoca la idea de que nadie estaría a favor de eliminar embriones como método anticonceptivo. Pero la verdadera cuestión, como sabe muy bien Campos, es estar en favor de las mujeres que abortan, asegurándoles el derecho a decidir su propia maternidad y protegiendo su salud, para que no se mueran durante procedimientos clandestinos. Hay que abordar el tema, como bien sabe Campos, de cómo amparar a esas mujeres que están muriendo por falta de amparo, incluso en los casos en los que el aborto está permitido: grave riesgo para la vida de la madre, violación y feto anencefálico.
La decisión de llevar adelante o no un embarazo es privada y pertenece a cada mujer. Es una elección íntima y en general, difícil. Esa dimensión individual solo adquiere dimensión pública cuando el Estado deja de poner los medios para que su decisión se respete. Así, la cuestión del aborto en Brasil no corresponde solamente a la salud pública, sino que es salud pública. Y una de las más serias, ya que afecta a las brasileñas más pobres, que arriesgan su vida en la bañera de su casa, mientras las más ricas lo hacen en clínicas privadas con una seguridad razonable. El derecho, o no, al aborto en Brasil, como cualquiera que no sea un cínico lo sabe, así como el derecho a sobrevivir o no a ello, es una cuestión de tener o no el dinero para hacerlo en condiciones seguras. Es así porque negociar con la vida de las mujeres pobres, que dependen del sistema publico de Salud, sigue siendo un deporte lucrativo tanto en las elecciones como en los pasillos del Congreso.
En 2013, grupos evangélicos y católicos, como Pro- Vida y Pro-Familia, amenazaron a la presidenta Dilma Rousseff con retirarle su apoyo en la reelección, alegando que estaría en la práctica “legalizando el aborto en Brasil”. Rousseff acababa de sancionar sin vetos una ley, aprobada por las dos cámaras, que obliga a los hospitales a prestar asistencia integral y multidisciplinar a las víctimas de violencia sexual. Entre otros derechos, la mujer violada puede obtener en la red pública la llamada píldora del día siguiente para no correr el riesgo de quedarse embarazada del violador. Por eso, protestaban los grupos religiosos.
En esa época, escribí un artículo titulado “El aborto y la mala fe”, en el que apuntaba que el nivel de la campaña de 2014 podría ser incluso más bajo que el de 2010. Es curioso, pero también triste, que la línea de salida la haya dado quien se presenta como protagonista de una “nueva política” y también como ‘socialista”. De hecho, la novedad sería enfrentarse al problema del aborto con la profundidad que el tema exige. Y muy lejos de la simplificación del plebiscito, defendida en la campaña anterior por Marina Silva (Rede), ahora número dos de Eduardo Campos en las presidenciales de este año, que es evangélica.
Proponer que el aborto sea materia de plebiscito es usar la mala fe, al intentar dar una apariencia democrática a un pensamiento autoritario. En democracia, cabe respetar la voluntad de la mayoría para elegir a un presidente de la República, a los gobernadores o a los legisladores, pero también cabe respetar los derechos de las minorías. Cuestiones de ética privada como el aborto y la unión de personas del mismo sexo no son objeto de plebiscito. Se refieren a los derechos fundamentales de cada ciudadano. En un debate político es menos importante saber lo que cada candidato hará frente a una elección privada y moral en su vida que saber claramente cómo va a cuidar a las brasileñas que mueren porque el aborto es un crimen. La creencia o no creencia religiosa de cada candidato solo dice respecto a los electores si esta creencia o no creencia interfiere en la garantía de los derechos fundamentales de quienes tomarán decisiones diferentes en el ámbito de su vida privada. Hombres o mujeres públicos gobiernan para asegurar los derechos fundamentales de todos, los que harían la misma elección moral que ellos y también los que no lo harían. Al transformar el aborto en un trueque para capturar el voto religioso, la democracia se va por la alcantarilla.
En las primeras campañas después de la dictadura, los políticos acostumbraban a eludir el tema. Pero al percibir el potencial crecimiento electoral de los evangélicos de Brasil, algunos oportunistas comenzaron a percibir que jugar al aborto en los medios y en las tribunas podía ser conveniente. Tanto para ganar el voto religioso como para derrotar a los oponentes con escrúpulos (cada vez más raros) para ponerse medallas de última hora. Recientemente, el caso más truculento fue el de José Serra (del PSDB) en la campaña de 2010.
Para recordar, porque es importante mantener la memoria viva. En el final de la primera vuelta, Internet y las calles fueron invadidos por una campaña que aseguraba que Dilma era una “abortista”y una “asesina de fetos". Dilma comenzó a perder votos entre los evangélicos y parte de los obispos, y de los sacerdotes comenzó a exhortar a los fieles a no votarla. Serra se empeñó en sacar provecho del ataque proveniente de las catacumbas y determinó el rumbo la campaña de allí en adelante. Dilma corrió en búsqueda de apoyo de los religiosos, llegando a escribir una carta en la que se declaraba “personalmente contra el aborto”. En el texto, se comprometía a no tomar ninguna medida, en caso de vencer, para alterar la legislación. Luego, tanto Serra como ella, despuntaron en el espectáculo electoral como devotos imbuidos de un fervor religioso hasta entonces desconocido en sus respectivas trayectorias. Serra dijo que “llevaba a Dios en su corazón” y Dilma agradeció la “doble gracia de Dios” y, utilizando el lema de los católicos más radicales, afirmó que hacia, ante todo, “una campaña en defensa de la vida”.
En ese sentido, quizá la campaña de 2010 representó el punto más bajo desde la vuelta a la democracia del país. Todo lo que pasó abrió las puertas para todas las perversiones y retrocesos que vinieron después en lo relativo a la salud de la mujer y al respeto a la diversidad sexual. Basta con recordar la cancelación del kit antihomofobia, que sería utilizado en las escuelas públicas, y la retirada de un video de una campaña de prevención de enfermedades de transmisión sexual en el que una prostituta afirmaba “ser feliz”. El hecho de que una mujer sea feliz y ejerza la prostitución parece haber herido más la sensibilidad de los hipócritas oportunistas y del Gobierno que el hecho de que las personas se pongan enfermas o incluso se pierdan vidas por dolencias evitables.
Nunca debe olvidarse a los protagonistas de esta degeneración del debate político. La coherencia de los candidatos, así como su comportamiento en temas espinosos, pero de extrema importancia, revelan cómo se comportarán cuando lleguen al poder. Si la campaña de 2014 supera a la de hace cuatro años en el chantaje con temas sobre el respeto a la vida humana- y eso en un momento en el que los brasileños exigen en las calles una mayor participación política y mayor responsabilidad a quienes fueron elegidos para cargos públicos, será asombroso. Cuando Eduardo Campos afirma que no conoce a “nadie que esté a favor del aborto”, refuerza la suposición de que, en vez de una alternativa a la “vieja política”, como sus publicistas aseguran, sería un representante de la política viciada y permeable a los chantajes de ocasión.
Es importante pensar por qué el aborto, una vez más, amenaza con despuntar en una elección presidencial como moneda de cambio para el apoyo religioso, y no otro de los muchos temas morales. Por qué, de nuevo, una disputa rastrera se hace sobre la topografía femenina. ¿Qué oculta eso? ¿O qué revela? La cuestión es quizá menos el aborto, pero sí en qué medida la religión puede controlar, vía Estado, la reproducción de las mujeres y, especialmente, la sexualidad femenina. La pregunta es por qué, aún hoy, en pleno siglo XXI, es tan crucial mantener el control sobre el cuerpo femenino.
Parece que la visión medieval que localiza en el cuerpo de las mujeres todos los peligros sigue siendo actual. Incluso para políticos en campaña. Mientras tanto, las mujeres reales mueren porque, quien tiene que debatir y promover políticas públicas para asegurar sus derechos fundamentales, chantajean con sus vidas. Los ciudadanos son los que tienen que impedir que la elección de 2014 se convierta en una trágica repetición de la indignidad de 2010, en la que los votos se negociaron sobre cadáveres femeninos.
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