Colombia: así que pasen 20 años
Hay un proceso negociador que puede ser el principio del fin para un país que hace unos años parecía abocado a la derrota
En las dos últimas décadas Colombia no ha resuelto aún los grandes problemas que le aquejan, pero sí ha recorrido un importante trecho en esa dirección. El país en el que en diciembre de 1993 caía abatido el zar de la cocaína, el narco de todos los narcos, Pablo Escobar, es en muchos aspectos distinto y mejor a esta conclusión de 2013. Y, quizá, los colombianos del exterior, los que vuelven periódicamente para estancias prolongadas, capten más fácilmente esos cambios en toda su rotundidad.
La presidencia de Ernesto Samper (1994-98), en mi opinión el mejor presidente que nunca pudo tener Colombia, reunía todos los elementos necesarios para el éxito: un líder del partido liberal virado a la socialdemocracia, en el marco de un centro-izquierda posibilista de un hombre inmensamente bien preparado para el cargo. Las cosas no discurrieron de esa manera, y el ingreso de millones de dólares del narco a su campaña, unido a la inquina que despertaba en quienes temían que hiciera zozobrar el bote de una dominación histórica, lastraron mortalmente su mandato con la inestimable colaboración del presidente norteamericano Bill Clinton, que, al quedarse sin enemigo exterior, tras la defección planetaria de la Unión Soviética, dio en sustituirla por la lucha contra el tráfico de la droga. Y el hombre de la Casa Blanca remachó el clavo del descrédito personal y de la presidencia colombiana retirándole a Samper la visa, lo que jamás habría osado hacerle a un dignatario europeo. El expresidente siempre ha sostenido que nunca supo de esa ingestión de dólares mal habidos, pero la ignorancia no excusa del cumplimiento de la ley.
Andrés Pastrana (1998-2002), líder conservador, del que cuando aún no había llegado a la presidencia, escribí en EL PAÍS, que había nacido para ministro…español, se jugó el todo por el todo a la buena voluntad de Manuel Marulanda, el líder histórico de las FARC, y lo perdió. Estoy convencido de que el jefe guerrillero no se presentó a las pre-negociaciones del Caguán, enero de 1999, allí donde el presidente le había concedido una zona de cuasi dominio de 42.000 kilómetros cuadrados, para que la prensa internacional no se percatara de que apenas sabía leer, pese a que algún biógrafo lo hubiera pintado casi como un genio de las matemáticas. Las FARC habían otorgado la presidencia al líder conservador con la famosa foto del encuentro de Marulanda y Pastrana en la selva, y la hirieron de muerte demostrando durante el mandato que su interés por la paz era virtualmente nulo. Pero Pastrana puso los cimientos para la reconquista por Colombia de sí misma. Fue en su presidencia cuando se activó el Plan Colombia, que puso al Ejército en un pie de guerra que haría posible el éxito de la futura ofensiva de su sucesor, Álvaro Uribe, incrementando su pie de fuerza y, en especial, dotándole del acumen tecnológico con el que se ha convertido en una excepcional máquina de guerra. Si la presidencia Samper tuvo que ser de transición, la de Pastrana era el fin del principio.
Álvaro Uribe (2002-2010), independiente con la escarapela histórica del liberalismo, que, con un retoque constitucional pudo servir dos mandatos consecutivos, fue quien radicalmente cambió la manera en que los colombianos veían su país. El presidente antioqueño, paisa en la parla local, es un hombre que quiso saberlo todo sobre Colombia, escrutar hasta la última vereda, poseer, diríase que casi físicamente, la nación. Un Codazzi de carne y hueso. Y en ese ansia de abrazarlo todo Uribe celebró en Valledupar el primero de sus muchos consejos comunales que califiqué entonces en EL PAÍS de reality agropecuario, no como ironía sino porque el pueblo campesino estaba allí para oír, ver y tocar a su presidente, y esa comunicación fácil, espontánea, sincera seguiría todos esos años con un amplio sector de la opinión. Se habían acabado las pescas milagrosas, las carreteras volvían a ser seguras, aunque para disfrutarlas hiciera falta vehículo propio. La ofensiva uribista devolvió el Estado a casi todos los rincones del país, y muchos que habían desesperado de llevar una existencia normal creyeron de nuevo en que la victoria sobre la insurgencia era posible. El presidente no hizo, sin embargo, demasiado favor a la modernización de las instituciones con su tendencia natural a dirigirse a la opinión por encima de los partidos, en un diálogo inimitable del amante a la amada, que era la nación. Pero en aquel momento esa exaltación era positiva.
Y así es como se inicia la última fase de esta conversión a una incipiente modernidad bajo el mandato –el primero- de otro liberal, Juan Manuel Santos. Es una presunta verdad recibida que Santos traicionó a su antecesor con su aproximación al chavismo y, sobre todo, al entablar un diálogo de iguales con la guerrilla, en el proceso de La Habana. Pero, al margen de lo técnicamente precisas que puedan ser esas afirmaciones, hay, por el contrario, una continuidad Uribe-Santos, porque sin los éxitos de la ofensiva militar y psicológica de su antecesor las FARC nunca habrían aceptado sentarse a negociar, aunque siempre cabe defender la teoría de que las conversaciones son solo una añagaza para ganar tiempo y que únicamente una rendición en debida forma del poder le puede interesar a una guerrilla, hoy todavía terrorista y narcotraficante.
De la presidencia Samper para acá el fenómeno del narco ha experimentado una notable evolución. De los grandes carteles de Cali y Medellín se ha pasado a una democratización del tráfico, que, una vez desaparecidos en combate aquellos dos grandes operadores, se ha reconstruido en una nueva estructura de pymes, o numerosos minoristas del comercio de la droga. Y sobre ese entramado las FARC se han convertido en protectoras y explotadoras de un trasiego, de cuyos pingües peajes obtienen cientos de millones de dólares al año. Todo un mundo ha transcurrido desde los tiempos en que en Medellín –que hoy gobierna un dedicado alcalde como Aníbal Gaviria- un amigo periodista podía decirme, señalando en una mañana soleada la terraza de un bar-restaurante, que allí solía tomar Escobar el aperitivo, mientras formalmente se alojaba en la prisión de cinco estrellas, edificada atendiendo a sus más detalladas instrucciones y caprichos. Medellín y la Bogotá del alcalde Petro son ciudades que pueden ufanarse, como el resto del país, de una reducción apreciable aunque todavía insuficiente de la violencia ciudadana.
La partida se halla, sin embargo, muy lejos de estar ganada. Hay un proceso negociador, que si llega a término sin que se recurra a firmar cualquier clase de papel para decir que aquello es la paz, y que inevitablemente va a enredarse con la campaña de las legislativas en marzo y las presidenciales de mayo de 2014, puede ser el principio del fin para una Colombia que hace apenas unos años parecía exangüe y abocada a la derrota. La apuesta en curso es ya muy diferente: refundar la Colombia del siglo XXI. Nada está decidido, pero por fin cabe la esperanza.
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