La iniciativa sobre Internet de Dilma Rousseff enfrenta a industria y usuarios
Los especialistas advierten sobre el posible 'efecto boomerang' en el sector de la informática y en la privacidad de los internautas brasileños
Tras el escándalo de las revelaciones del espionaje de EE UU a sus aliados desatado por el caso Snowden, Brasil ha enarbolado la bandera del cibernacionalismo para garantizar la protección de datos y la transparencia en Internet. Además de las desavenencias públicas con Barack Obama después de conocerse que Washington espió las comunicaciones de la presidenta y a empresas como Petrobras, el Gobierno de Dilma Rousseff desempolvó con urgencia un viejo proyecto de ley - el llamado Marco Civil -, una especie de Constitución de Internet para intentar salvar a Brasil del radar estadounidense o de los tentáculos de Google o Microsoft, algunas de las compañías que colaboraron con la NSA.
El aspecto más polémico de la ley, cuya idea surgió hace seis años y que se debate estos días en el Congreso brasileño, es el que podría obligar a los grandes provedores de internet que operan en el país a nacionalizar sus bases de datos y a guardar los registros al menos durante un año. Un miembro del Gobierno hizo público, además, un plan para crear un cable submarino alternativo que evitaría el territorio de Estados Unidos, pero que enlazaría el país con Europa, Asia y África. E incluso Rousseff anunció en su Twitter la creación de un correo electrónico encriptado, dependiente de una red local que no atravesara suelo estadounidense.
La polémica ha estallado porque estos pasos apuntan de lleno a lo que será, según los especialistas, la próxima batalla de la Red: libertad o control, gobiernos o ciudadanos, sobreexposición o derecho al olvido digital. De hecho, varios gigantes de la informática y algunos medios de comunicación anglosajones han acusado a Rousseff de querer aislar a su país. La han llegado a comparar con los dirigentes chinos e iraníes y han alertado sobre los efectos indeseados de la ley como ahuyentar la inversión extranjera en este sector y condenar a los internautas brasileños a la segregación digital, pese a que en algunos países europeos existe una legislación parecida que protege cierta información sensible.
“Me preocupa más la balcanización de la Red que el caso Snowden”, llegó a decir el presidente de Google, Eric Schmidt. La iniciativa también ha dividido a los provedores brasileños. ABRINT (siglas de la Asociación Brasileña de Proveedores de Internet) ha mostrado su apoyo al Marco Civil y apuesta por la neutralidad de la Red, mientras otra asociación del sector, ABRANET, se ha mostrado en contra de las algunas modificaciones que, según ellos, ponen en riesgo la libertad de expresión.
“Tiene muchos aspectos positivos, pero puntos negativos”, dice Ronaldo Lemos, uno de los abogados que redactó el primer borrador del proyecto de ley que era, en sus orígenes, mucho menos controvertido, según sus palabras. “La obligación de instalar los centros de procesamiento de datos en Brasil puede disuadir a las empresas extranjeras de ofrecer sus servicios, ante el temor de aumentar sus costes, y ser un obstáculo para las compañías brasileñas que pretendan instalarse en el mercado local o global”, asegura.
“Y además”, añade Lemos, “paradójicamente podría conseguirse el efecto contrario al que dice perseguir el Gobierno: que los internautas queden desprotegidos y sus datos salgan a la luz pública. El texto original establecía que, para proteger la privacidad, el almacenamiento de los registros sería facultativo y no obligatorio (aunque podía ser requerido de forma oficial). Sin embargo, ahora existe la posibilidad de que esos dispositivos puedan alterarse y los datos de acceso de todos los brasileños tengan que ser obligatoriamente almacenados lo que sería negativo para su privacidad, que es lo que se debería proteger˜.
Lemos no es el único especialista que piensa así. Otros ven en esta medida un componente económico y proteccionista, continuación de la llamada reserva informática (las restricciones impuestas por Brasilia a este sector entre durante 20 años, hasta 1992) que pretendía crear una industria nacional con la ayuda de un férreo sistema impositivo. Instalar un centro de almacenamiento cuesta en Brasil unos 60,9 millones de dólares, comparados con los 48,7 que cuesta en México y los 43 en Estados Unidos, y según un informe de la consultora Cushman & Wakefield en 2012, Brasil está clasificado en el último lugar de 30 países analizados con respecto a la seguridad digital, debido a las altas tarifas eléctricas, al bajo nivel educativo y a la dificultad para crear un negocio, pese a que la población es muy activa en las redes sociales y hay más de cien millones de internautas.
“Se trata de una operación complicada tecnológicamente”, dice Carlos Eduardo Lins da Silva, periodista y analista del Wilson Center Institute de Brasil, que también subraya los teóricos perjuicios para el consumidor, mientras que para Joanna Varon, de la Fundación Getulio Vargas, hay infraestructuras mucho más importantes, costosas y a largo plazo que sí diversificarían las rutas de tránsito de datos y que “no empezarían por ahí y mucho menos en una carta de principios como el Marco Civil”.
Según los expertos, tampoco parece que estas medidas logren disuadir a la NSA a dejar de controlar las redes brasileñas, uno de los más importantes nudos de comunicaciones del planeta como mostró un reciente reportaje de la revista New Yorker. La mayoría del tráfico de Internet en Sudamérica y América Central pasa por un edificio, situado en Miami, llamado Network Access Point of the Americas, y la construcción de un cable alternativo costaría miles de millones de dólares y no impediría que Washington siguiera teniendo la facultad de obligar a Google o a Facebook a suministrarles los datos almacenados en Brasil. “De hecho, por la arquitectura actual de la Red, gran parte del trasiego de datos en Internet pasa por Estados Unidos, o sea, siguen sujetos a espionaje. Por eso, en el escenario al que nos enfrentamos ahora muestra como es cada vez más importante tener otras rutas”, dice Varon, para quien lo urgente es que se apruebe el proyecto de ley de protección de datos personales.
Mientras, los esfuerzos brasileños, escenificados en un alegato de Dilma Rousseff en septiembre ante la Asamblea General de Naciones Unidas en el que se pronunció a favor de la neutralidad y la gobernanza de la Red para evitar lo que llamó “una guerra virtual” han sido muy bien recibidos por la población, en especial por la izquierda, que recuerda la aquiescencia de Washington hacia la dictadura militar entre 1964 y 1985. “Si no hubiera sido por la NSA, este asunto se hubiera postergado hasta 2014. Sin embargo, el tema tiene ahora un gran impacto electoral y se ve con simpatía esa posición de desafío con respecto a Estados Unidos”, asegura Carlos Eduardo Linz da Silva. “Al contrario que sus predecesores, Fernando Henrique Cardoso y Lula da Silva, Dilma Rousseff no tiene las banderas internacionales que tenían ellos. Así que la presidenta aprovechó bien la oportunidad que le brindó el asunto del espionaje. Al contrario que Angela Merkel, congeló o paralizó la relación con Estados Unidos, y eso no es bueno para Brasil”, concluye.
“Rousseff ha tenido el valor de liderar el debate internacional sobre la privacidad en la Red”, asegura, por su parte, Camille François, investigadora de la Universidad de Harvard (EE UU) que ha trabajado, entre otros, para Google y la Agencia estadounidense de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa (DARPA, en sus siglas en ingles). “Es lo que dijo ante la ONU y lo que podemos leer en el borrador presentado por Alemania y Brasil. Parece dispuesta a buscar un debate internacional constructivo sobre lo que los países pueden esperar y acordar para proteger la libertad individual en la era digital, no un escenario en el que cada uno se refugie en su jardin vallado. Es una conversación abierta en la que han participado expertos, abogados y empresas de Internet, no una serie de anuncios inesperados que no se sabe de dónde salen”.
Controlar la información es una obsesión de todos los Gobiernos y más en el siglo XXI, en el que el avance de las comunicaciones hace casi ingobernable el tráfico de datos, cuyos fines pueden ser o no benéficos. La iniciativa de Dilma Rousseff parece necesaria para regular fenómenos impensables hasta hace poco, pero también es un intento de poner puertas al campo que podría volverse contra ella.
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