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Columna
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Desastres institucionales

Se mire donde se mire, a Europa o a EE UU, ese mecanismo representativo esencial de la vida democrática se nos antoja desbordado por la complejidad de la realidad

Usted, yo, todos nosotros somos víctimas de algún diseño institucional defectuoso. En esto no hay diferencias entre lo global y lo local. Vean, por ejemplo, los 14 representantes públicos que se retrataron esta semana inaugurando una rotonda en Alhendín, un municipio de la provincia de Granada, en una fotografía que constituye en sí misma una guía para la reforma de las administraciones públicas en España. U observen el G20, una institución cuyos miembros acumulan el 86% de la riqueza mundial pero que carecen de un mecanismo de toma de decisiones que les permita abordar eficazmente problemas clave como el cambio climático o la regulación de los mercados financieros. Entre lo global y lo local pululan viejos Estados-nación, atrapados entre una descentralización territorial que impulsa la fragmentación, la integración supranacional, que presiona hacia la recentralización y el efecto centrifugador de la lógica de la globalización económica.

Las cosas no tienen mejor pinta en la esfera supranacional: a lo largo de esta crisis, la Unión Europea ha mostrado una y otra vez hasta qué punto su sistema de gobernanza sufre a la hora de adoptar decisiones que sean a la vez eficaces desde el punto de vista técnico y legítimas desde el punto de vista ciudadano. Pero sin duda que la palma de todos estos problemas se la ha llevado estos días el sistema político estadounidense. Quienes lamentan hasta qué punto el desgobierno europeo se ha convertido en un riesgo político para algunos países y, también, para la economía mundial, pueden fijarse en el sistema de división de poderes de EE UU, originalmente diseñado para evitar las tentaciones autoritarias y cesaristas en las que toda república presidencial ha caído desde la noche de los tiempos griegos y romanos, y convertido ahora en un riesgo global.

Resulta tentador, especialmente a la luz del contexto europeo, señalar la ironía que encierra el hecho de que un pretendido instrumento de estabilidad (el techo de deuda) se haya convertido en un arma de destrucción masiva, tanto por la inestabilidad financiera que genera como por la desestabilización política que ampara. Pero lo que quizá resulta más paradójico es que el asalto de los republicanos a la ley de sanidad de Obama, llevado a cabo mediante un chantaje constitucional basado en una ley como la del techo de la deuda (que, recuérdese, también tiene rango constitucional, y de Tratado internacional, en España), no habría sido posible si EE UU tuviera un sistema de partidos fuerte.

En el contexto español, que es también el típicamente europeo, muchos añoran un sistema electoral que rompiera la férrea disciplina de los partidos, liberando a los representantes electos del corsé impuesto por las cúpulas. Introducir más democracia dentro de los partidos, se dice, permitiría que los candidatos fueran elegidos en primarias abiertas a militantes o simpatizantes que previamente se hubieran registrado. Si, además, las listas electorales se abrieran y desbloquearan o, incluso, yendo más allá, pasáramos a un sistema basado en circunscripciones uninominales, los representantes deberían sus escaños a los ciudadanos, no a patronos políticos o barones territoriales. En lugar de fomentarse la servidumbre personal y la lealtad acrítica, tendríamos políticos independientes, innovadores y con capacidad de liderazgo.

El problema es que, como muestra el caso estadounidense, pero también las reformas introducidas en Italia en la década de los noventa, los diseños institucionales tienen consecuencias no intencionadas difíciles de prever cuando no, como en Italia, resultados exactamente contrarios a los previstos. En EE UU, la combinación de elecciones primarias y distritos uninominales ha debilitado a las cúpulas de los partidos hasta tal extremo que, como hemos visto en el caso de los republicanos, han quedado en manos de los extremistas del Tea Party. Si en el pasado, los candidatos necesitaban el apoyo del partido para recaudar fondos y grandes medios de comunicación para ser conocidos, hoy, los miembros del Tea Party financian sus campañas de forma autónoma y tienen a su alcance medios de comunicación digitales que les permiten llegar a sus electores a un coste muy bajo. En definitiva, no necesitan al partido para llegar a las listas, ser elegidos o aspirar a la reelección. Como lo único que cuenta es ganar en su distrito, si el distrito es de extrema derecha, los republicanos moderados que no se plieguen a ellos no ganarán las primarias o no serán reelegidos.

El problema es, por tanto, más amplio. Miremos donde miremos, ese mecanismo representativo esencial de la vida democrática, que se articula mediante la competición electoral de una serie de partidos políticos con vistas a ocupar el Parlamento y el Gobierno, se nos antoja desbordado por la complejidad de la realidad. A todos nos gustaría cambiar el sistema. Eso sí, como todas las alternativas son mucho peores, nos resignamos a mantenerlo en pie y, periódicamente, limpiar la grasa acumulada en las tuberías. Las instituciones son tanto la solución como el problema.

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