El Tigre Celta sigue en la trampa
Irlanda sale de la recesión y empieza a volver a los mercados, pero apela de nuevo a la solidaridad europea para abandonar el programa de rescate
Polvo, humo, nada: una sensación de fin de los tiempos. Un olor sucio emerge de un terreno baldío junto al que se distingue el esqueleto de una veintena de casas, algunas habitadas y otras muchas a medio construir, en una de las muchas urbanizaciones fantasma que hay en un radio de unos 60 kilómetros desde el centro de Dublín. No muy lejos, una valla impide el acceso a una calle; a derecha e izquierda se levantan como zombis largas hileras de apartamentos sin puertas ni cristales en las ventanas, con ese aire desangelado que recuerda vagamente a Seseña. Dice la versión oficial que Irlanda se recupera, y es cierto que hay signos esperanzadores respecto a la salud del llamado Tigre Celta. Pero puede que fuera mala idea escoger un animal inexistente para denominar el milagro irlandés: un vistazo a alguno de esos fantasmales conjuntos de viviendas basta para sospechar que las heridas del tigre tardan en cicatrizar.
Irlanda recuerda peligrosamente a España: edificios que se levantaban en medio de la nada, aquella especie de delirio con los precios, la aparición misteriosamente omnipresente de Mercedes y BMW y, en fin, la misma fenomenal burbuja (mayor aún en el caso irlandés) que explotó y dejó un reguero de cadáveres económicos por el camino. Irlanda rescató a sus bancos y eso le obligó a pedir un rescate a sus socios europeos. Y desde entonces ha tratado de ser el alumno modélico que demuestra que la medicina aplicada, austeridad a rajatabla, puede funcionar.
Irlanda trata de ser la antítesis de Grecia: el contraejemplo destinado a devolver la esperanza a una eurozona hipnotizada por esa filosofía económica de masoquismo y depresión. La economía irlandesa ha salido oficialmente de la recesión. El sector exterior tira, las multinacionales extranjeras vuelven a crear empleo, la productividad mejora, el Gobierno cumple con el déficit, el país incluso empieza a volver a financiarse en el mercado: el recetario de la Troika (Comisión, BCE y FMI) está dando resultado, siempre según la complaciente versión oficial. Y aun así algo falla: la mismísima Troika —cuyos representantes visten de azul oscuro y no de riguroso negro, al menos en Dublín— reclama que la eurozona tenga “un nuevo gesto de generosidad” para que Irlanda suelte algo del lastre de su abultada deuda pública (en torno al 120% del PIB y subiendo). Bruselas apoya la moción, a la vista de que sin esas medidas no es descartable que Dublín siga sine die bajo el programa de rescate.
Michael Noonan, ministro de Finanzas, describe con realismo ante un grupo de corresponsales invitados por el Gobierno un país “que ha hecho progresos” pero que se enfrenta a “grandes desafíos, a tiempos extraordinarios”. Y reconoce que para salir del lodazal hace falta que el BCE aparezca: en marzo vencen pagarés que sirvieron para salvar la banca y cuya factura equivale, ironías del destino, a la misma cifra que debe recaudar Dublín con los consabidos recortes en 2013.
Y hasta aquí la versión oficial. Porque ni los economistas consultados ni una apresurada miniencuesta en la calle invitan al optimismo. En un bar cercano al Trinity College, el historiador Kevin O’Rourke anima a desconfiar de las estadísticas: “El PIB está plano; pero lo que cuenta en Irlanda es el producto nacional bruto, por el peso de las multinacionales, y ese índice está catatónico. El paro sube poco: lo que nos salva es que los irlandeses vuelven a emigrar”. “Y el consumo está hundido, pese a que un pacto con los sindicatos impidió recortar los salarios públicos, algo que ha evitado protestas pero que ahora se acaba”, añade el economista Philip Lane. “Hay incentivos para dar ese mensaje de éxito”, prosigue O'Rourke, “pero es imposible salir si Europa no hace en Irlanda lo que rechaza en España: cargar con la factura de los bancos. Solo una cosa puede salvarnos: Berlín necesita un logro para salvar la reputación del austericidio. Pero Europa sigue en estado de negación. Visite una de esas urbanizaciones fantasma y se dará cuenta del grado de locura al que llegamos, solo comparable al grado de dogmatismo con el que nos atiza Berlín”. Kenneth, un fotógrafo que carga con tres hipotecas en medio de la crisis y se ríe con sorna del supuesto éxito del rescate, conduce a este diario hasta uno de esos proyectos zombis. Lo que se ve es polvo, humo, nada: aquella sensación de fin de los tiempos tan irlandesa, tan española.
Banville, los ingleses y la troika
“La primera condición para salir de ésta es que los novelistas comprendan la crisis, toda su magnitud y todas sus consecuencias”, escribe Petros Márkaris en La espada de Damocles, un impresionante fresco sobre el derrumbe de Grecia (“los alemanes quieren que bebamos cicuta, como Sócrates, porque hemos desafiado las leyes”). Sentado en un restaurante dublinés junto a una copa de vino, el escritor John Banville asiente al oír esa cita y dice que la novela de la crisis irlandesa está por escribir, aunque si hay un lugar donde pueda darse por seguro que esa novela llegará, ese es Irlanda: “Le das una patada a una piedra y te sale un poeta”. Banville fue muy crítico en 2010, con un durísimo artículo sobre la crisis en The New York Times que le granjeó no pocos enemigos en el Gobierno, alguno de cuyos miembros aún le llama “turista” para desdeñar sus opiniones. Pero el autor de El mar está razonablemente satisfecho con el devenir de los acontecimientos: “Esperaba casi una revolución y mire, aquí estoy, bebiendo un vino estupendo”. “Teníamos a los ingleses y ahora tenemos a la troika: hemos salido ganando. Se han impuesto duras medidas, pero no hay que olvidar que la borrachera duró años. ¿Qué cabía esperar? ¿Una revolución? Ya vivimos décadas de violencia en el Norte, nos acordamos demasiado. ¿Comunismo, nazismo? No me haga reír. La crisis, como en todas partes, la sufre la clase media, y no los ricos ni los banqueros ni los políticos”. ¿Se puede al menos sacar una lección de todo esto? “Aprenderemos algo de responsabilidad. Eso ya se ve en el Gobierno: no cuenta la verdad, porque la verdad da asco. Si lo hiciera nadie compraría nada, y al fin y al cabo Dublín no está como durante el boom, pero tampoco nos va mal del todo”. “El capitalismo es así”, dispara Banville antes ponerse un largo abrigo oscuro y de despedirse con una chispeante sonrisa irónica.
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