“Desde ahora miraré siempre a mi espalda”
"El día después es el más complicado, cuando surgen la rabia y las preguntas", dice el sacerdote que ofició la vigilia en una iglesia
Al subir la rampa que lleva a la escuela Sandy Hook hay una bandera de barras y estrellas con números colgados, escritos sobre cartas blancas. Contiene los nombres de las víctimas de la masacre del 14 de diciembre que marcará para siempre la vida este esta pequeña localidad de Connecticut. “Siempre representarán su inmortalidad. No debemos olvidar”. Subiendo la cuesta, tras pasar un cementerio, se encuentra la caserna a la que acudieron los padres de los niños buscando refugio.
Está en la misma calle, la Dickinson Drive, que lleva directo al centro de enseñanza. La policía tenía el acceso acordonado porque seguía la investigación. Los bomberos estuvieron muy activos durante toda la mañana. En el cartel que anuncia la dirección al colegio había atados globos blancos. Era otro símbolo de la inocencia robada por los disparos de Adam Lanza, el autor de la masacre, que se sucedían por esta pequeña ciudad de Nueva Inglaterra amortajada por el dolor y la rabia.
Dina Laterman vive en la misma calle de la caserna, a 10 minutos andando de la escuela de primaria. Tiene una hija de 20 meses, Alexandra. “Newtown es el lugar donde quieres que crezcan tus hijos”, cuenta. Por eso vino a vivir desde la frenética Nueva York, a hora y media de distancia en coche. “Pudo haber sido el colegio de mi hija”, añade mientras la abraza. “Lo que ha sucedido es muy desafortunado, pero unirá más a la gente”. Ahora reconoce que tiene miedo.
No muy lejos de ella vive Jimmy Hoti, segunda generación de inmigrantes de Kosovo. “Hemos perdido 27 almas”, dice. En la mano lleva una lata de una marca de bebida energética. La necesita para poder aguantar en pie: “No dormí en toda la noche pensando que podría haber pasado a uno de los míos”. Aunque no vivió la guerra, dice que en Newtown se apareció el mismo diablo. “A quién se le ocurre entrar a un colegio y hacer esto”. Los cuerpos sin vida de los niños fueron retirados antes del amanecer.
Newtown tiene 27.000 habitantes. Entre ellos, la española Roser Calvo, que comenta que “es un lugar muy bueno para vivir”, entre otros motivos por la calidad de sus colegios. La renta media de sus habitantes es de unos 90.000 dólares. Calvo lleva cuatro años en esta localidad. Como otros, cree que lo sucedido no le va a cambiar la percepción que tiene de Newtown y de sus vecinos, que, como señalan otros residentes, forman una comunidad muy integrada a pesar de sus procedencias tan diversas.
Todo el mundo se conoce. Ahora lo que más les preocupa es saber de las familias que no podrán abrazar a sus hijos. Y algunos temen que el miedo que sienten no se les vaya a ir nunca del cuerpo. Hoti dice que a partir de ahora mirará siempre lo que pasa a sus espaldas. Los niños, comenta Dina, saben que está pasando algo, pero no lo entienden muy bien. Ahora les queda arroparlos y contestar a sus preguntas.
Los más optimistas creen que, por cálculo de probabilidades, otro suceso así no debería pasar de nuevo en Newtown. Pero también recuerdan el daño que hizo hace más de una década el ataque terrorista del 11-S contra las Torres Gemelas en Nueva York o la última matanza en Denver, no muy lejos de Columbine. Dina tiene claro que el acceso que se tiene a las armas “da la oportunidad de hacer estas cosas”. “Esto debe cambiar. No puede justificarse”. Connecticut tiene una de las leyes que regula la posesión de armas más restrictivas de EE UU.
La falta de una respuesta racional es motivo de conversación en el Diner Blu Colony, un lugar de paso obligado para sus vecinos en Church Hill Road, la ruta que hay que tomar para ir hacia la escuela desde el centro de Newtown. El despertar fue la vuelta a la realidad. Monseñor Robert Weiss lo dijo en la ceremonia de vigilia. “El día después es el más complicado, porque es cuando surge la rabia con las preguntas”, decía a los pies de su iglesia, que estuvo abierta toda la noche para que los vecinos que lo desearan acudieran buscando refugio o consuelo.
Brenda Lebinski, madre de uno de los niños matriculados en Sandy Hook, dice que fue un momento horrible, lleno de angustia. Las escuelas son un santuario. También pensaba que Newtown era uno de los lugares más seguros del país. Es una zona elegida por varias multinacionales para sus sedes. Ahora viven lo que leyeron en los titulares de prensa de dramas que tuvieron lugar en otras ciudades de EE UU. “Somos fuertes. Lo superaremos”, añade Cathy Masi, agente inmobiliaria.
Pero Masi, que conoce muy bien la localidad, admite que va a ser una prueba brutal para la comunidad. Cuando se instaló el primer Starbucks, al lado de la iglesia de Santa Rosa de Lima, fue todo un evento en la ciudad caracterizada por sus árboles centenarios y sus casas de estilo colonial. Sus vecinos dicen que no se dejan llevar por el sensacionalismo. Ahora, el drama les ha colocado literalmente en el mapa.
Un bombero que se acercó a la ceremonia de duelo por las víctimas lo deja claro: “Esto no es un Columbine o un Virginia Tech, aquí ha pasado en una guardería”. No se recuerda solo a los niños. También a Dawn Hochsprung, directora del centro desde hacía dos años. Tenía 47 años. Quienes la conocen recuerdan su trabajo con 525 alumnos a su cargo y su entusiasmo.
Hochsprung tenía cinco hijas (tres adoptivas) de su último matrimonio. En la comunidad se le reconoce el trabajo que hizo durante años por los centros educativos de la zona. Fue quien impulsó un nuevo sistema de seguridad en el centro, que obligaba a los visitantes a llamar a la puerta e identificarse antes de entrar. Se activaba a las 9.30 de la mañana. Lanza entró forzando la puerta.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.