Israel destruye el cuartel principal de Hamás en la franja de Gaza
La población palestina en la Franja se prepara para lo peor tras el bombardeo El Estado hebreo intercepta un cohete gracias a su sistema antimisil 'Cúpula de Acero' La aviación israelí ha identificado hasta 950 objetivos en el territorio palestino, mientras que las milicias palestinas han disparado al menos 760 cohetes
Zakariah Salah, con una herida abierta en la cabeza y la cara amoratada, corona la montaña de escombros que hasta hace tres horas era su casa. A las 6.15 de la mañana del sábado un F-16 israelí lanzó su carga explosiva sobre el edificio-objetivo: la residencia de un activista local de Hamás. Salah, de 18 años, dormía cuando salió disparado por la explosión.
Decenas de niños escudriñan en chanclas entre los hierros y los bloques de cemento, que dejaron semienterradas a 30 personas y que sobreviven en los hospitales de la franja. Los pequeños curiosos están sucios, desconcertados y alguno hasta se ríe. Todo sabe a pobreza en esta calle polvorienta del campo de refugiados de Yabalia al norte de la franja de Gaza y uno de los cientos de objetivos (unos 950) que el Ejército israelí ha bombardeado desde el inicio el pasado miércoles de la operación Pilar Defensivo. Las milicias palestinas disparan sin tregua cohetes de corto, medio y hasta largo alcance, hasta ahora unos 760, sembrando el pánico entre los israelíes del sur, pero cada vez más también en el resto del país, a medida que se amplía el radio de los ataques. El Ejército israelí anunció ayer que había interceptado uno de ellos gracias a su sistema de defensa antimisil Cúpula de Acero.
Un estruendo corta el relato del joven Salah. Un cohete palestino acaba de salir zumbando rumbo a Israel. Parece que desde muy cerca. Ahora los lanzan de casi cualquier parte. “¡Allahu Akbar! ¡Allahu Akbar! [Alá es grande]” gritan encendidos los vecinos. Cada cohete es para ellos una victoria contra el enemigo israelí. La moral está por las nubes desde que llegaron las noticias de que algunos proyectiles han alcanzado Tel Aviv e incluso las afueras de Jerusalén, por primera vez desde 1970. A los pocos minutos cae el bombazo israelí que responde al cohete, pero aquí casi ni se inmutan, lo dan por descontado.
La noche del viernes al sábado, a las cinco de la mañana, una tremenda explosión hizo temblar —literal— la Franja. Por la mañana, fueron llegando las noticias de que la aviación israelí había destrozado el cuartel general de Hamás, la oficina del primer ministro Ismail Haniyeh, en pleno centro de la ciudad de Gaza. Comisarías, ministerios, arsenales, depósitos de cohetes… en total han sido cientos los objetivos destrozados y que más allá de la retórica triunfalista, que se respira en la Franja, suponen un duro golpe a la capacidad militar de Hamás.
Han sufrido en lo que va de ofensiva daños muy importantes, aun así, según Mukheimar Abu Saada, politólogo de la universidad de Al Azhar, la moral sigue alta en el seno del grupo islamista. Andan envalentonados. El primer ministro egipcio se presentó en Gaza. Catar, Túnez y Turquía parecen también estar de su lado. Los líderes de los cuatro países han mantenido reuniones con el líder de Hamás en el exilio, Jaled Meshal en El Cairo para revisar la situación. “[Los líderes de Hamás] piensan que Egipto no va a consentir una operación como la de Plomo Fundido. Que Oriente Próximo ha cambiado con las primaveras árabes y que algún país árabe saldrá al rescate. Creen incluso que el final de la contienda supondrá también el fin del embargo. Pero yo creo que se equivocan, que Egipto tiene sus propios intereses y desde luego no va a intervenir militarmente”, afirma.
Aquí, la gente hace piña con lo que llaman “la resistencia”, es decir, los ataques al enemigo israelí. “Cada vez que hay un rumor sobre un proyectil que ha alcanzado un objetivo israelí, rezamos para que sea verdad”, dice una joven licenciada que no quiere dar su nombre. Hay también quien piensa que si los grupos armados de la Franja dejaran de lanzar cohetes igual la situación mejoraría, pero son los menos. O en cualquier caso, a los que menos se escucha en voz alta. En general, da la sensación de que más de cinco años de bloqueo que mantienen al millón y medio de palestinos de Gaza confinados en este estrecho pedazo de territorio, ha tatuado en las vidas de sus habitantes un rencor hacia Israel difícil de borrar. La mayoría no puede entrar ni salir, aunque ahora la salida por Egipto resulte algo más fácil. El comercio con el mundo exterior más allá de la economía subterránea de los túneles es casi anecdótico.
Detrás del pulso militar que mantienen Israel y las milicias palestinas de Gaza se encuentran casos como el de Zakariah Salah, el drama humano. Hasta 45 palestinos y tres israelíes han muerto en lo que va de ofensiva. El número de heridos es mucho más elevado —más de 400— y según las fuentes hospitalarias la inmensa mayoría son civiles, incluidos decenas de niños. El Ejército israelí insiste en que sus objetivos son estrictamente militares, que la idea es destruir las infraestructuras de Hamás, el movimiento islamista que ostenta el poder absoluto en la Franja desde 2007. El problema es que la desorbitada densidad de población de Gaza, donde la gente vive casi amontonada, convierte prácticamente en imposible cualquier operación de precisión.
Fares Ahmad Basyani (de 8 años) y Oudai Yamal Nasser (15) forman parte de la galería de rostros con nombres y apellidos ajenos al conflicto, pero que han acabado bajo tierra a causa de él. Vivían en Beit Hanún, una zona la norte de la Franja especialmente castigada. Un paseo por esa población permite ver la dimensión del conflicto. En las calles no hay un alma. Los que pasan van a toda prisa. Incluso los burros que tiran de los carros van a galope. A ratos parece un paisaje de ciencia ficción. La gente ha huido a lugares que considera más seguros. Por la carretera aparecen unos hombres que caminan medio cabizbajos. Vienen de dar el pésame a una de las familias “de mártires” como los llaman aquí. Explican que las mujeres y los niños han abandonado Beit Hanún porque tienen miedo, que se han ido a la ciudad de Gaza, pero que algún otro familiar se ha quedado para recibir las condolencias. Indican el camino.
En un callejón, los hombres comparten dolor. El padre de Oudai, con una venda en la cabeza y una kefiya —el típico pañuelo palestino—, cuenta que el jueves por la noche toda la familia decidió dormir juntos en el salón porque así se sentían más seguros. “Un misil gigante dio en la casa y empezó a arder. Corrí a ver a los niños. No podía ver. Todo estaba lleno de humo. Los zarandeé, pero uno de ellos no se movió. Con la luz del móvil vi que tenía sangre en la boca. El cuerpo lo tenía lleno de metralla”. A Oudai, como a muchos chicos en Gaza le chiflaba el fútbol y era un entusiasta del Barcelona. La única explicación que el padre de Oudai encuentra es que su casa está cerca de un campo que hace tiempo se utilizó para lanzar cohetes. Eso dice. Así intenta poner orden en su cabeza.
En Israel, la lluvia de cohetes alcanza ahora distancias impensables hace solamente unas semanas. Tel Aviv, pero sobre todo Jerusalén, son palabras mayores. Las sirenas que advierten de la caída inminente de un proyectil palestino suenan ya por buena parte del país. El Ejecutivo israelí ha autorizado al movilización de hasta 75.000 reservistas y cunde la sensación de que una incursión terrestre está al caer. La población mientras trata de digerir las decisiones de unos políticos a los que les piden protección. Las agresiones militares que aspiran a crear ese clima de seguridad son para muchos israelíes amenazados, un mal inevitable.
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