Un desafío a Obama y a la ‘primavera árabe’
El radicalismo islámico ha vuelto a retar a EE UU, a la política del presidente y a los nuevos gobiernos democráticos surgidos de los levantamientos populares
El radicalismo islámico, oscurecido durante los últimos años por el vigor y la nobleza de la primavera árabe, ha vuelto ahora a desafiar a lo grande a Estados Unidos, muy particularmente a la política del presidente Barack Obama, y, por extensión, a los nuevos y aún débiles gobiernos democráticos surgidos de los levantamientos populares. Ese desafío, cuyo resultado está todavía por decidir, coincide con el momento de mayor vulnerabilidad de Obama, a pocas semanas de las elecciones, y en plena definición del rumbo hacia el que se dirige el mundo árabe.
Los ataques a embajadas y símbolos norteamericanos y occidentales, que empezaron el martes y se extendieron por más de 20 países musulmanes, desde el norte de África a Asia, remitieron ayer después de numerosos actos de violencia que dejaron varios muertos –incluido el embajador estadounidense en Libia-, crearon una sensación de anarquía en algunas grandes capitales, como El Cairo, y desataron la alarma mundial. Si el movimiento de protesta se contiene aquí, sus consecuencias serían limitadas: una perturbación más en una región convulsa por naturaleza. Pero si se reproduce y prolonga durante varios días, puede acabar teniendo efectos considerables, tanto en los países afectados por las protestas como en el proceso electoral en EE UU.
Los ataques comenzaron con le excusa de un vídeo emitido desde junio en YouTube y que pretende ser el trailer de una película inexistente en la que se denigra gravemente la figura de Mahoma. El vídeo procede de un sustrato de la subcultura de este país donde se mueven elementos provocadores de la extrema derecha. Es un producto zafio y semiclandestino que, obviamente, no merece más atención que la quieran prestarle los fanáticos que lo han hecho circular.
Pero ha sido oportunidad suficiente para que, coincidiendo con el aniversario del 11 de septiembre, las fuerzas extremistas del mundo islámico mandaran el mensaje de que no han desaparecido. La muerte de Osama bin Laden, el fin de la guerra de Irak, el comienzo de la retirada de Afganistán y, sobre todo, la toma de las calles árabes en los últimos años por fuerzas mucho más diversas y reformistas, habían creado la ilusión de que el radicalismo estaba enterrado. Las protestas de estos días, simbolizadas en el levantamiento de una bandera de Al Qaeda en el edificio de la embajada norteamericana en Túnez, han servido para recordar que no es así.
Pero ha sido oportunidad suficiente para que las fuerzas extremistas del mundo islámico mandaran el mensaje de que no han desaparecido
Sin embargo, con toda la preocupación que estos sucesos han generado, no todo lo ocurrido estos días es motivo de pesimismo. En primer lugar, hay que tener en cuenta la dimensión de las protestas. Según los relatos de distintos corresponsales, los grupos que atacaron embajadas o quemaron banderas en ningún caso excedían los pocos centenares, nada comparado con los cientos de miles que ocuparon Tahir Square y otras plazas de la región durante semanas o con el prolongado heroísmo de los combatientes de Siria.
Más significativa aún ha sido la reacción de los gobiernos involucrados. Las autoridades libias han detenido ya a los considerados culpables del asesinato de los cuatro funcionarios norteamericanos, evitando, quizá, que la flota de EE UU tenga que hacer justicia por su cuenta. Desde Túnez a Yemen, las fuerzas de seguridad de esos países, que obedecen ahora órdenes de gobernantes democráticos, se emplearon enérgicamente para evitar más violencia, cosa que, por lo general, consiguieron. En Egipto, después de un día de titubeos, el presidente Mohamed Morsi, de los Hermanos Musulmanes, hizo una rotunda condena de las protestas y evitó que éstas fueran a mayores.
El caso de Egipto es particularmente importante, al tratarse del país que ha sido hasta ahora el principal aliado norteamericano en Oriente Próximo y donde gobierna el partido más islamista de toda la primavera árabe. Para Washington es todo un reto el de mantener las relaciones con ese país en el plano de una estrecha colaboración.
Y, por tanto, el radicalismo está ante el reto de impedirlo. El mundo árabe se encuentra en una difícil encrucijada entre avanzar hacia el modelo de Turquía, donde convivan la democracia con una visión moderna del Islam, o del integrismo religioso. En esa apuesta está en juego también la política exterior de EE UU.
Obama apoyó la mayor parte de las revoluciones árabes –con excepción de los brotes surgidos en el Golfo- y ha depositado en los Gobiernos nacidos de ese levantamiento todas sus esperanzas de que EE UU mantenga su influencia en la región. Es una labor mucho más complicada que la de comprar la lealtad de unos cuantos dictadores. Pero también es mucho más rentable a largo plazo.
La democratización del mundo árabe es la única y definitiva garantía de estabilidad en la región. Su construcción es una labor titánica que, seguramente, va a llevar años y va a encontrar múltiples obstáculos. Sucesos como los de esta semana provocan desaliento y dan argumentos al fatalismo o a quienes ven al Islam incompatible con la democracia y la modernidad. Pero sería ilusorio pensar en la transformación de Oriente Próximo como un proceso fluido y tranquilo. Los extremistas, que antes se justificaban en la lucha contra el militarismo de George Bush, tendrán ahora que mostrarse abiertamente contra el progreso de sus propios pueblos, por más películas que cuenten.
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