Europa sin apócopes
La receptividad de Merkel al cambio que patrocina Hollande ha dejado solo al Gobierno español
Nada más conocerse la victoria del candidato socialista en las elecciones presidenciales francesas, el híbrido Merkozy dejó paso al de Merkollande. Aparte de antipáticas por reiterativas y, reconózcase de una vez, sin ápice de gracia ni de ingenio, ciertas modas lingüísticas como esta de elaborar apócopes con los nombres de los dirigentes alemanes y franceses esconden realidades problemáticas que terminan por normalizarse. El proyecto europeo está, sin duda, en peligro por la política de austeridad a ultranza, que tal vez podría cambiar en los próximos tiempos. Pero también lo está por la flagrante vulneración de los procedimientos de toma de decisión comunitarios que han perpetrado los Gobiernos de las dos mayores economías europeas y la tranquila resignación con la que han aceptado esta situación de hecho los del resto de los países de la eurozona. Hablar ahora de Merkollande en lugar de Merkozy equivale a persistir en esta segunda amenaza para la Unión: los grandes dictan y los pequeños y medianos obedecen. Y a los efectos de la consolidación del proyecto europeo como espacio institucional, poco importa que los grandes cambien el rostro severo de la austeridad por el más amable del crecimiento.
De Hollande en la presidencia de la República Francesa no cabe esperar un titánico Mesías que nos conduzca a la salvación, sino el restablecimiento de los procedimientos de toma de decisión comunitarios en los que todas las voces son legítimas y todas están comprometidas en alcanzar acuerdos beneficiosos para el conjunto. La Unión en la que los supuestos virtuosos deben mandar y los supuestos pecadores obedecer no ha conseguido resolver la crisis del euro, cuyas cíclicas turbulencias se han llevado por delante a Grecia, Irlanda, Portugal y amenazan a España e Italia. Esa Unión ha desencadenado, además, un proceso político en el que las tensiones nacionalistas han adoptado la máscara de un debate ideológico entre derecha e izquierda, una partidaria de la austeridad y la otra del crecimiento. El Gobierno de Angela Merkel no ha defendido la política de austeridad a ultranza por convicción neoconservadora; la convicción neoconservadora le ha servido, si acaso, para no hacer ascos a la política de austeridad a ultranza, pero la razón última que la ha inspirado ha sido la tentación nacionalista de evitar que la crisis del euro exija un esfuerzo económico a Alemania.
Sarkozy tampoco ha sido inmune a la tentación nacionalista, acentuada, además, por el deseo de figurar entre los grandes, de dar curso a la grandeur, aunque sea al precio de adoptar políticas contrarias a los intereses de Francia. Por una paradoja del destino revelada en toda su crudeza por la victoria de Hollande en las presidenciales francesas, el único Gobierno europeo que parece haberse sumado a la política de austeridad a ultranza desde la convicción neoconservadora y no tanto desde la tentación nacionalista ha sido el español. El capital político acumulado por Mariano Rajoy y su partido en los últimos procesos electorales ha sido en buena parte dilapidado por haber interpretado que la crisis del euro, por un lado, y la mayoría absoluta, por el otro, constituían una palanca formidable para llevar a la práctica su programa máximo en relación con los servicios sociales. No así con la política fiscal, en la que, acuciados por las necesidades de financiación, han debido abandonar el dogma de aumentar los ingresos públicos mediante bajadas de impuestos y sustituirlo por el descaro de apretar las clavijas a las clases medias y desfavorecidas. La obligada receptividad de Merkel al cambio que patrocina Hollande ha dejado solo al Gobierno español, aunque no tardará en adaptarse. Mejor para todos que lo haga, pero eso no debería eximirle de explicar por qué ha tomado las decisiones que ha tomado sobre la base de una ortodoxia que está dejando de serlo.
La victoria de Hollande ha permitido quebrar el principio que parecía inamovible de la política de austeridad a ultranza, que ha supuesto un fracaso económico y que, como ha quedado de manifiesto en las elecciones generales celebradas en Grecia, representa un extraordinario peligro político porque centrifuga el voto hacia opciones radicales capaces de arrasar el proyecto europeo e, incluso, los sistemas democráticos.
El pacto por el crecimiento ha sido la punta de lanza de la que se ha valido Hollande para corregir el rumbo de Europa, pero solo eso. Ahora falta por concretar la nueva estrategia contra la crisis del euro. La Unión no dispone de demasiados instrumentos porque las turbulencias financieras que comenzaron en el verano de 2007 le sorprendieron con una moneda única a medio construir. Pero el absurdo en el que la Unión ha vivido hasta las elecciones presidenciales francesas es que los pocos instrumentos de los que disponía se han reducido deliberadamente a uno, la política de austeridad a ultranza. Los resultados están a la vista: recesión, paro, exclusión social y el futuro comprometido para varios años y quién sabe si para varias décadas. Y todo ello, sin resolver la crisis del euro.
Merkozy no debe dar paso a Merkollande, sino a una Europa sin apócopes. Una Europa sin virtuosos y sin pecadores, una Europa en la que todos hablan y todos deciden. Una Europa, en definitiva, en la que la moneda común es un estímulo para seguir avanzando y no un factor de parálisis y regresión.
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