En la cuna de la civilización
En esta segunda entrega, el grupo, fuertemente custodiado, se adentra en el sur de Irak, lleno de desiertos y marismas y donde se desvela un pasado que busca alcanzar el presente
Kish, 25 de octubre de 2011
El coche arrancó a las seis y media de la mañana, con un tráfico de entrada en Bagdad agobiante. Una explosión, no muy lejos, sorda y grave, nos sorprendió. A nadie más: ocurre casi cada día en Bagdad. El cielo gris parecía anunciar una tormenta de polvo; chispeó -hacía un año que no llovía-. A la altura de Babilonia, un coche militar nos esperaba para acompañarnos al yacimiento de Kish, en la provincia de Babilonia, considerada insegura.
Se trata de uno de los principales yacimientos del que no existen imágenes recientes, si bien, próximamente, una misión de la Universidad de Chicago volverá tras decenas de años de ausencia y procederá a una primera toma de contacto de unos quince días. No lejos, una misión japonesa ya opera.
Kish es conocido por tener uno de los pocos palacios sumerios reconocibles; sin embargo, después de noventa años de las primeras misiones, ya solo quedan los restos -aún imponentes- de un templo neobabilónico, y un hermoso zigurat, nítidamente recortado en medio de campos cultivados y líneas de palmeras a lo lejos.
Los restos del templo presentan muros de una decena de metros de alto. El conjunto se asemeja a una enorme ballena varada y descompuesta, un monstruo informe y extenso que se extiende por la tierra reseca. Algunos tentáculos deben de corresponder a muros que ya no delimitan estancia alguna.
Los montículos que corresponden al gigantesco templo, tras exhalar un último hálito y deshacerse blandamente, están cubiertos de innumerables fragmentos cerámicos, y de casquillos de bala. Varios campamentos norteamericanos rodeaban el yacimiento. En la parte más alta de lo que fue el templo, los soldados abrieron un hondo boquete para dominar toda la zona bien parapetados. El daño es irreversible. Madrigueras horadan los muros, en los que es fácil caerse. Los muros, o las masas de lo que fueron muros, se hunden o flaquean, como un globo mal hinchado, al caminar sobre ellos. Sin embargo, aún destacan filas de ladrillos perfectamente conservados, la entrada del templo con el que se inicia un recorrido procesional, y paramentos exteriores con "pilastras" o redientes bien conservados, como si de la descomposición, algunos órganos se mantuvieran tenaz, extrañamente enteros.
Desde lo alto de los muros se divisa, a unos pocos kilómetros el zigurat. A medida que uno se acerca va ganando importancia. Tiene una forma piramidal perfecta, pero en su tiempo fue una estructura escalonada. En lo alto destacan bien filas de ladrillos de lo que quizá fue un altar, o tan solo el interior del zigurat. En los lados se divisan bien las juntas de las capas de cal que, cada metro de altura, recubrían el zigurat a medida que se alzaba, para impermeabilizarse y evitar que las aguas freáticas lo desmonten. Hoy, aún se conserva casi como una aparición, pese a no ser más que un montículo de finísima arcilla, fruto de la disolución de los adobes. Un breve chaparrón nos hizo volver a los coches.
Lo que tenía que ser un viaje de estudios privado, se ha convertido en una expedición. Veintiocho personas nos acompañaron esta mañana en Kish, entre las cuales dieciséis militares armados con metralletas, con las que nos ayudaban a ascender a las partes más altas de los muros, y jeques locales.
Las medidas de seguridad son extremas. El Gobierno iraquí paga al Ejército, a los técnicos y los directores de los yacimientos para que nos den todas las facilidades, y nos vigilen o nos defiendan de no sabemos -o no sabíamos aún- de qué peligros.
Camino de Nasiriyia, en el sur, en la entrada a la zona de marismas, un largo convoy militar norteamericano, compuesto por las máquinas más extrañas y pardas, atestadas de antenas y cañones, retrocede lentamente, como una manada, hacia Kuwait, impidiendo que se les adelante.
En el último checkpoint, a veinticinco kilómetros de Nasiriyia, nos detuvieron. Pensaba que seríamos invisibles. Tras una larga espera, pudimos entrar en la ciudad más segura del sur, a orillas del Éufrates
Nasiriyia, 24-31 de octubre de 2011
Nasiriya es una ciudad de provincias del sur de Irak, en el centro de la mayor concentración de asentamientos arqueológicos de la historia. Desde ella, se accede a Ur, Uruk, Eridu, Tello, Obaid, Larsa, Lagash, es decir a los restos de las principales ciudades sumerias, todas ellas situadas al borde de unas marismas que han retrocedido centenares de kilómetros a causa de la bajada de las aguas del golfo Pérsico, desde hace cuatro mil años.
Nasiriyia es considerada una ciudad segura, hoy. Pensábamos que podríamos movernos libremente. Pero las autoridades iraquíes, al igual que las personas que nos acompañan, tienen demasiado miedo que algo nos ocurra, aunque tratan de darnos la sensación que podemos actuar como queremos.
Hasta 2003 fue una ciudad donde las mujeres tenían plena libertad, y vestían como querían. Hoy, desde la invasión, la presión de los clérigos obliga a las mujeres a llevar el chador. La tela es sintética. En verano hace cincuenta y cuatro grados. Ahora, en noviembre, unos treinta y cinco aún. Operación Libertad.
Una rama extremista del chiísmo controla la ciudad. Milicias del temible clérigo Al-Sáder velan armadas. La cerveza, incluso sin alcohol, está prohibida, y su venta y consumición pueden convertir a uno en un blanco.
La infraestructura de la ciudad quedó muy dañada. La central eléctrica, que funciona, es un inmenso complejo destartalado, humeante y oxidado. Fue ocupada por el Ejército italiano que trató de proteger los yacimientos arqueológicos.
Pero el museo, un edificio modesto, agradable y digno, compuesto por salas bien proporcionadas que giran alrededor de un pequeño patio arbolado -y del que las mejores piezas fueron llevadas a Bagdad cuando el inicio de la invasión de 2003-, está devastado interiormente. Las salas, vacías, solo acogen algunas vitrinas sucias y rotas, cubiertas de telarañas, entre las que se alzan dos de las cuatro obras originales que permanecen en pie: unas estatuas de piedra, de tamaño natural, que representan reyes partos, del siglo III d. C., hallados en Hatra, y que hoy parecen ejercer su poder sobre nada. Un hermoso ladrillo estampillado neosumerio, cubierto de polvo sobresale de una vitrina que ha perdido los cristales.
Sin embargo, todos los iraquíes con los que hemos hablado comentan una noticia hecha pública: el presidente de Irak pidió y obtuvo dos millones de euros para desplazarse a Nueva York durante unos pocos días para asistir a la inauguración de la asamblea de la ONU; un millón para billetes de avión, y medio millón para pequeñas compras, regalos, etc.; devolvió el último medio, añaden sarcásticamente. Todo perfectamente contabilizado.
El hotel en el que nos alojamos tiene la orden de no dejarnos salir sin enunciar detalladamente adónde queremos ir. Salimos acompañados; el jefe de policía de la ciudad, junto con cinco soldados armados hasta los dientes, con cascos que parecen de astronauta y extrañas gafas amarillas, nos siguen en un vehículo militar, con las sirenas luminosas encendidas, que circula a nuestro paso. Un policía habla de cortar la calle central comercial, que se adentra en el zoco, para que paseemos, sin que circule ningún vehículo. Nos impiden alejarnos. Cualquier compra es efectuada por los miembros de la Universidad de Bagdad que han decidido, lo queramos o no, acompañarnos. Es cierto, sin embargo, que el zoco, que bulle de compradoras enlutadas, nos mira de reojo, con aspecto muy serio. Hace decenas de años que los únicos extranjeros que han permanecido en la ciudad sin recorrerla andando son soldados norteamericanos e italianos, y personal de las refinerías de petróleo cercanas.
El 90% de la población está más o menos enferma. Las bombas de uranio empobrecido (las llamadas bombas sucias), que el presidente Sadam Husein utilizó contra las moradores de las marismas, en pleno embargo -bombas vendidas por industriales norteamericanos con el consentimiento de su Gobierno, violando el embargo- y, durante la segunda guerra del Golfo, en 2003-2004, por la coalición encabezada por el Ejército norteamericano, han disparado la tasa de cánceres mortales. Los enfermos suelen fallecer a los seis meses. Desde hace un par de años, un pequeño hospital especializado trata a los enfermos de la ciudad y de los alrededores. Un gran número de consultorios médicos, con colas en la puerta, están abiertos de par en par entre los comercios del zoco. Hay momentos en que uno tiene la sensación de que se ahoga, y querría llorar.
Una velada en una terraza cerca el Éufrates, de noche, frente a la otra ribera festoneada de luces de colores, para fumar una pipa de agua y tomar un té, mientras hablamos con los profesores de Bagdad que nos acompañan, revela algunas verdades, que no se perciben a primera vista, si bien cuando uno observa con cierto detenimiento descubre que mucha gente en la calle presenta insólitas marcas de heridas.
Uno de los profesores que nos acompañan ya no vive en Bagdad. Partió apresuradamente en 2007, después de que, en medio año, fuera secuestrado y su chófer asesinado, cumpliera tres meses de cárcel en el sur, acusado por la familia del chófer de ser el causante indirecto de la muerte de éste, y fuera herido, con secuelas físicas, en una devastadora explosión en un puente metálico.
El otro profesor también presenta heridas. Fue tiroteado por 16 hombres armados en su casa. Tuvo suerte: varios colegas suyos fueron asesinados horas antes por la misma banda. Hoy saben que no verán nunca el nuevo Irak, aunque solo tengan unos cuarenta años.
Eridu, 25 de octubre de 2011
Dos fundas plásticas de bombas, a lado y lado de la borrosa senda en la arena del desierto, presiden el acceso a Eridu. El yacimiento aún está minado. Las minas están sepultadas, por lo que se tiene que andar con cuidado, sin adentrarse en el desierto.
Eridu: la primera ciudad de la historia en la mitología sumeria. Descendida del cielo y posada a orillas de la laguna de las divinas aguas primordiales, de las que surgieron todos los dioses: el Abzu, las Aguas (o el Pozo) de la Sabiduría, sobre las que flotaba el templo del dios de las artes y la arquitectura, el artero Enki.
Las primeras misiones arqueológicas, a principios del siglo XX, desenterraron los sucesivos niveles de los templos de esta divinidad, que se fueron sucediendo en el tiempo desde el cuarto milenio a. C.; no lejos, una estructura arquitectónica, quizá un templo o una capilla, remonta al sexto milenio.
Mas hoy, solo queda el volumen desdibujado del zigurat en medio del desierto. No hay nada y está todo. El yacimiento está enteramente cubierto de fragmentos de cerámica y de miles de diminutas conchas marinas blancas que centellean bajo el sol como las arremolinadas aguas de una laguna. El recuerdo de las aguas no se ha borrado, y el viento fresco -se acerca el mes de noviembre-, al caer la tarde, que sacude la cumbre del zigurat, levanta las olas de las dunas y remueve los últimos restos informes que se hinchan sobre la arena como cuerpos reblandecidos a punto de expirar. Innumerables ladrillos se desparraman sobre una ladera del zigurat, recordando que allí se hallaba uno de los principales santuarios de la remota antigüedad dedicado al dios de las aguas fértiles. Las ruinas sumerias dan una lección moral. Eridu es, un verdadero centro, en el centro del mundo. Desde lo alto, se domina el mar de arena. Las aguas del cielo han abierto canales en el zigurat, y lo han disuelto, provocando ríos de piedra líquida y hondonadas.
El zigurat está herido y, sin embargo, aún destaca poderosamente desde lejos sobre la incierta superficie, cuyo finísimo polvo dibuja aguas que baten los últimos restos desperdigados de los santuarios.
De vuelta, una nueva (noticia) "bomba": intacto, en la superficie del desierto, a los pies del zigurat, un pequeño cono de terracota coloreado que, hundido en los muros de adobe de un templo, junto con otros miles de figuras troncocónicas con diminutas testas coloradas, formaba parte de las cenefas geométricas de los mosaicos de teselas circulares que moteaban y animaban las fachadas de los templos, y recordaban las esteras tendidas que cubrían los muros exteriores de las casas de adobe, o las tornasoladas aguas del Abzu.
Tello, 26 de Octubre de 2011
Breve y seria reunión en la que se nos advirtió de que no habláramos con nadie acerca de nuestros planes y visitas. Al parecer, un posible incidente habría ocurrido la tarde anterior: nos podrían haber seguido, y habríamos tenido que cambiar de dirección sin que nos hubiéramos dado cuenta. Los responsables de seguridad hablan de manera poco clara, seguramente para no inquietarnos ni darnos pistas que podamos contar. Hace un rato, en el salón del hotel, alguien, sin duda un loco al que han expulsado, se ha dirigido hacia nosotros, nos ha besado las rodillas, y ha pedido insistentemente lo que suponemos era dinero (los responsables de la seguridad del hotel no nos han traducido qué había ocurrido). Partimos hacia Girsu. El yacimiento parecía poco prometedor. Una parte yacería bajo las marismas.
Girsu ha entrado en la historia por dos motivos: fue el primer yacimiento sumerio excavado, hacia 1880, por una misión francesa (con tan poca fortuna, a la búsqueda de piezas de "museo", que se trata de ruinas irrecuperables, saqueadas), y fue la ciudad del rey neosumerio Gudea (2100 a. C.), que edificó un templo para su dios personal y dios de la ciudad, Ningirsu, el relato de cuya construcción, redactado supuestamente por el mismo rey, se ha conservado (en los célebres Cilindros A y B, dos cilindros de terracota de gran tamaño, cuya superficie está enteramente escrita, hoy en el museo del Louvre en París).
De lejos, se divisan varias colinas, sin duda artificiales. La tierra está embarrada. El nivel freático está casi en la superficie. La sal, como en todos los yacimientos sumerios, forma una fina capa, seca y quebradiza en todos los sitios, menos en Girsu. Se diría que hubiera estado lloviendo a mares recientemente.
La imagen no se desmarca demasiado de la de la mayoría de los yacimientos (Obaid, Eridu, etc.). Sin embargo, de cerca, se revela como el yacimiento más apasionante.
La Dirección General de Antigüedades iraquí ha ofrecido al Museo del Louvre la posibilidad de reemprender una excavación; no parece que vaya a acontecer próximamente, lo que tendría que lamentarse.
El yacimiento es tan extenso, empero, que las dudas son comprensibles. Se pueden estar días admirando cada ladrillo, cada resto desperdigado. Pero, la primera misión, en 1880, documentó mal el yacimiento, y no trazó un plano preciso de los restos de la ciudad.
Una de las mayores sorpresas la constituye la llamada Puerta de Gudea. Una gran estructura de ladrillo de terracota, compuesta de murallas, contrafuertes y bastiones, de varios metros de altura, que dibujan un embudo, a fin de recoger a los visitantes, y conducirles, de manera desviada, hacia el palacio. El conjunto está casi intacto.
Sin embargo, la estructura no es sumeria. Pero quisiera haberla sido. Un monarca helenístico local, Adad-nadin-ahhe (s. II a. C.), dos mil años más tarde, reanimó la ciudad. Agrupó estatuas de Gudea, sin duda esparcidas por el yacimiento, y las dispuso, ordenadas por tamaños y tipologías, en un patio del palacio, como si de un coleccionista o anticuario se tratara. Fue así como se hallaron juntas tantas efigies de Gudea a finales del siglo XIX. Quizá las considerara como imágenes de sus antepasados, a fin de legitimar su dominio sobre la ciudad. Por otra parte, buscó ladrillos y piedras fundacionales –no se sabe si fue capaz de leer las inscripciones en sumerio de los ladrillos que aún hoy yacen esparcidos entre las ruinas de la ciudad- y restauró las murallas y las puertas de la ciudad.
El palacio... Se diría que hubiera reventado interiormente y que hubiera esparcido por todo el yacimiento centenares o miles de ladrillos de terracota. Muchos están estampillados, en perfectas condiciones, depositados sobre la arcilla, con un texto estampado legible, dedicado al dios Ningirsu, patrón de la ciudad. Por doquier aparecen ladrillos sin erosionar. Es como si el palacio se hubiera hundido, como un castillo de naipes, y se tuviera la sensación que pudiera volverse a levantar. Colinas y colinas cubiertas de ladrillos, entre los que también se encuentran conos fundacionales de terracota.
En algunos casos, para protegerlos de la codicia, les damos la vuelta para esconder la cara inscrita, y en un caso, enterramos en un hoyo y recubrimos un ladrillo fragmentado pero con una inscripción incompleta pero perfecta, como si se hubiera acabado de marcar. Ningún museo español posee una pieza tan perfecta, abandonada en el yacimiento, al aire libre. En el sitio que le pertenece, empero. Son la memoria aún viva de la ciudad. Venimos a verla, porque son los últimos testimonios de la que Tello (Girsu) fue. Son lo primero que se depositó en la tierra, y lo último en desaparecer. Toda la historia de la ciudad está recogida, acogida entre los trazos de la breve plegaria inscrita en una de las caras de los ladrillos. Juntas, extendidas sobre la tierra, se asemejan a las trazas de una ciudad.
La muerte preside Girsu. Las colinas que resultan del estallido del palacio (y, sin duda, otros edificios, levantados durante un milenio en el mismo emplazamiento), vierten abruptamente, como si se tratara de acantilados marcados verticalmente por las aguas, sobre una profunda sima: la necrópolis, situada al lado de un taller cerámico. Miles de vasijas, algunas casi enteras, depositadas en jarras, hoy reventadas, están incrustadas en las paredes verticales que rodean la sima. Forman capas cortantes en medio de la arcilla endurecida. Algunos huesos y grandes fragmentos de calaveras destacan sobre el fondo terroso. La tierra ha hundido las tumbas. Los restos y las ofrendas están íntimamente unidos a la tierra. Las aguas y el hundimiento de las tierras han dejado parcialmente al descubierto los restos, como si un tajo en la colina hubiera mostrado las galerías por donde deambulaban los espíritus, convertidos en seres de ultratumba. Con la ayuda del arqueólogo iraquí que nos acompaña, escarbamos una pequeña y hermosa vasija que parece entera. Al poco rato, retrocedemos. Es como si estuviéramos faltando a un espacio silencioso y recluido, que da la espalda a la ciudad; sagrado, posiblemente. Un colgante en forma de lágrima, de bronce o cobre oxidado, despunta en la ladera vecina.
La ciudad desvanecida parecía extenderse hasta casi el horizonte. Mas la tarde caía en un páramo desierto. Los guardias cargaron las metralletas.
Uruk, 27 de octubre de 2011
Además del ingente número de fragmentos cerámicos, la tierra de cada yacimiento sumerio está salpicada de un tipo particular de objeto: conchas marinas y astillas de alabastro en Eridu, ladrillos estampillados en Tello, y alquitrán en Ur.
En la tierra arcillosa de Uruk sobresalen, sin estar ni siquiera enterrados, conos y troncoconos de terracota, casi todos ocres, de distinto tamaño (desde unos seis hasta unos treinta centímetros), la mayoría enteros. Estos, en su día, se hundían por la punta en las húmedas paredes de adobe de las fachadas de los templos, dejando visible la base circular, lo que permitía crear cenefas decorativas a base de pequeñas circunferencias coloreadas: franjas con un cierto aire pop. Algunos están aún en su sitio, especialmente en la base de uno de los muros del santuario dedicado a Inanna, al pie del zigurat, en el área sagrada del Eanna, queda aún un fragmento in situ bien conservado, que ha escapado a los primeros arqueólogos y a los saqueadores. Después de que lo hubiéramos descubierto y fotografiado, ha vuelto a ser enterrado.
Los arqueólogos discuten acerca de la primera ciudad de la historia. Desde finales de los años noventa, se piensa que Tell Brak, en la ribera del río Éufrates, en lo que es hoy el norte de Siria, podría ser anterior a la que, desde hace un siglo, se ha considerado la ciudad más antigua, y más extensa y poblada (hasta la Roma imperial) de la Antigüedad: Uruk. Mas Uruk ha marcado duraderamente la historia de Mesopotamia,y del mundo. Fundó incluso colonias situadas en Anatolia. Organizó el primer "imperio" de la historia. Ha dado nombre a una era o una cultura.Tell Brak solo ha dejado amuletos contra el mal de ojo.
Los edificios más antiguos se remontan al sexto milenio a. C.; las primeras tablillas escritas, halladas precisamente en Uruk, hacia el 3500 a. C.
Se trata de una de las primeras ciudades, si no la primera, de la que queda una descripción antigua (del segundo milenio a. C., al menos), aunque sea breve. Según el Poema de Gilgamesh, Uruk fue construida por orden del legendario rey Gilgamesh. Destacaban las murallas, aun perceptibles, en cuyos cimientos fueron depositadas tablillas que relataban la construcción de las mismas murallas, fundamentadas sobre estas tablillas, sobre el relato de su fundación.
El Poema de Gilgamesh es un relato dentro de un relato: narra su propia narración. Gilgamesh, en efecto, destacó la importancia de las tablillas fundacionales que cuentan las andanzas que el lector está a punto de descubrir. Uruk fue una ciudad tan compleja como su relato fundacional. Una ciudad literaria. Gilgamesh, quizá solo una figura literaria, embarga Uruk.
Uruk era una ciudad fluvial o un puerto marítimo, abierto directamente al mar, o indirectamente a través de las marismas. Los ríos Tigris y Éufrates han cambiado el curso y, debido al aporte de aluviones, la tierra firme ha ganado espacio al mar, que se ha retirado; la costa se halla hoy a unos doscientos kilómetros más al sur. Los restos de Uruk se ubican en medio de un desierto de arena y arcilla que se extiende hasta el horizonte, sin apenas algún arbusto (plantado).
Desde lejos, tres montículos unidos se recortan sobre el horizonte. Forman una especia de cadena montañosa, o un temblor en el horizonte, algo así como un espejismo. Se intuye que el yacimiento es extensísimo. La ciudad, en su momento, tenía varios kilómetros cuadrados. Es casi imposible recorrer todo el yacimiento a pie.
La ciudad comprendía dos áreas sagradas: el Eanna, dedicado inicialmente al dios del cielo, An, y, posteriormente, a la diosa del deseo y de la destrucción, que regía las lluvias y los cataclismos, la diosa Inanna, y un segundo sector, llamado Kullab, al servicio del dios An.
Los numerosos templos o "templos" se ubicaban al pie del zigurat: en efecto, sorprende que esas estructuras tan grandes, sin capillas para las estatuas de culto, no tuvieran entradas que condujeran, de manera desviada, hacia la sala central; si los restos fueron correctamente excavados, se entraba y se salía sin dificultad de los supuestos templos; éstos daban directamente al exterior, por lo que podrían ser más bien salas comunales. Fueran templos, espacios rituales o lugares donde la ciudad se representaba a sí misma a través de asambleas, estas estructuras, hoy reducidas a muretes casi imperceptibles cubiertos de arena, son muy anteriores al zigurat, construido hacia el 2050 a. C.
Este destaca poderosamente sobre la ciudad fantasmagórica. Desde lo alto, se domina toda la planicie. Fue construido alternando adobes con esteras de juncos situadas cada metro y medio. Supongo que absorbían los empujes: servían de armadura. Al mismo tiempo, no es descartable una función simbólica: evocaban la vida de las aguas primordiales, a través de los juncos, un símbolo de rectitud y justicia.
El Kullab es una montaña mágica. Se asemeja a un zigurat; la imagen es casual: se trata de un falso zigurat; no fue concebido como tal: consiste en sucesivas terrazas apiladas a lo largo de siglos.
En lo alto, el Templo Blanco: todo el volumen y el enlosado del templo estaban cubiertos de cal o de losas de cal, de las que quedan numerosos testimonios. En los años veinte, la estructura del templo, así como una rampa y una escalinata laterales, se reconocían perfectamente. Hoy, noventa años más tarde, la rampa y la escalera se han desvanecido casi enteramente por la erosión y las lluvias, al igual que la mayoría de los muros, reducidos a muñones, patéticamente alzados, como ramas descarnadas de un arbusto reseco; mas no así el lugar. Desde el umbral invisible del templo, la vista se pierde en la planicie, y el sol deslumbra en este preciso espacio. Aún se percibe su presencia ausente.
Los restos arqueológicos son como los recuerdos proustianos. En cuando se exponen a la luz, se descubren y se viven plenamente, se desvanecen. Y ya nunca podrían ser reconstituidos.Todos los intentos para reconstruir la arquitectura del pasado, o las propias ruinas, son letra muerta, o papel mojado. Literalmente. Solo cabe la imaginación. Y el poder del Templo Blanco todavía se impone aunque esté casi desaparecido.
A los pies de la base aterrazada del Templo Blanco, una estructura admirable: el Giparu, también conocido como el Templo de Piedra: una perfecta estructura laberíntica, intacta, que evoca los meandros de un río, y que quizá simbolizara el curso del río de la vida (río y marisma se decían del mismo modo en sumerio). Estaba dedicado a Ningal,la diosa de los juncos, símbolos de vida recta, esposa de la Luna y madre del Sol. El Giparu aparece como el santuario que articula todo el conjunto y le da sentido.
Lo que se descubre hoy, sin embargo, no es el templo, sino un templo subterráneo, lo que explica su perfecto estado de conservación: los cimientos, que reproducían la planta y el volumen del santuario, y aseguraban su permanencia física y espiritual.
Al pie de una de las laderas que mira al Giparu, no lejos de la base de un templo posterior, de época kasita (mitad del segundo milenio a. C.), un bulto diminuto, entre innumerables fragmentos cerámicos aprisionados en la tierra, despuntaba. Rascamos. Dos pequeños toros de terracota, casi enteros, posiblemente de unos seis mil años de antigüedad, aparecieron. Los entregamos al arqueólogo iraquí que venía con nosotros, y serán depositados en el Museo Nacional de Bagdad. Toros: animales lógicamente asociados con los juncos que crecían -y crecen- en las marismas que eran las Aguas de la Sabiduría, gracias a la presencia indestructible del Giparu, a su enraizamiento.
Volvimos a ascender a la cumbre del zigurat del Eanna. De pronto, un rayo, seguido de un trueno desgarrador. Sobrecogidos. Hasta los helicópteros que sobrevolaban el yacimiento parecieron desvanecerse. El aire se detuvo, y un silencio atronador se impuso. Nuevos truenos, ya amortiguados. El cielo era el mismo de cada día, sin embargo: una pizarra gris emborronada con las ondas de manchas de tiza. Nada hacía prever esta violencia. Caían las primeras gotas. Corrimos a la casa de la misión arqueológica. Inanna seguía viva.
Decenas de personas han muerto fulminadas por esos rayos inesperados, en medio del desierto.
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