El mundo cambió aquel 9 de noviembre
La caída del Muro de Berlín dio paso al colapso del bloque comunista, la reunificación del país y una Alemania con mayor poder en la UE
Este fin de semana, Berlín volverá a ser una ciudad dividida. 8.000 globos dibujarán una frontera luminosa a lo largo de 15 kilómetros, un trayecto que durante la guerra fría formó parte de una de las líneas divisorias más infranqueables del mundo. Pero los que se echen a las calles el 9 de noviembre no encontrarán el muro de 3,6 metros de alto que dividió Alemania –y, en cierta medida, el mundo entero- entre 1961 y 1989. Bajo el lema “valor para la libertad”, los ciudadanos celebrarán el 25 aniversario del día en el que todo cambió. Desde entonces, cualquiera puede viajar de Dresde a Hannover tranquilamente, sin ir a la cárcel o jugarse la vida, como le ocurrió a los cuatro centenares de personas que murieron tratando de abandonar la Alemania socialista.
“Es increíble. Nunca pensamos que podríamos estar aquí”, decía aquella noche imposible de olvidar un joven a unos reporteros de televisión en un vídeo hoy disponible para cualquiera que entre en YouTube. Frente a una Puerta de Brandeburgo a oscuras, los entrevistados aseguraban a quien quisiera escucharles que no tenían pensado quedarse en la parte occidental de la ciudad. Solo querían pasar al otro lado, ver cómo era y volver a casa. 24 horas más tarde y no muy lejos de ahí, Willy Brandt pronunciaría un discurso histórico. “Nada volverá a ser como fue. Siempre supe que la separación de hormigón, alambre de espino y franja de la muerte iba contra la corriente de la historia. Lo dije en verano, sin saber que iba a pasar tan pronto: Berlín vivirá y el Muro caerá”, bramó el antiguo canciller y alcalde de Berlín durante la construcción de la barrera de la vergüenza.
Ya antes de ese 9 de noviembre, algunos acontecimientos –como la elección en Polonia del primer Gobierno no comunista en 40 años o la apertura de la frontera entre Hungría y Austria– habían mostrado la descomposición del bloque comunista. Pero las imágenes de unos ciudadanos pletóricos encaramados sobre la mole de cemento que había marcado sus vidas o de ossis (la palabra con la que los alemanes se refieren coloquialmente a los del Este) con lágrimas en la cara pisando por primera vez el otro lado de su ciudad se han convertido en un icono del siglo XX. “La caída del Muro tuvo una fuerza simbólica incomparable. De una tacada, se mostraba el desgobierno de la RDA, la resistencia de las tropas soviéticas a inmiscuirse en su teórica zona de influencia y el éxito del movimiento popular que reclamaba libertad”, explica el historiador Jürgen Kocka.
Muchos alemanes del Este saludaron en 1961 la construcción del muro como una oportunidad para estabilizar la RDA. Y, en cierto modo, tenían razón: sin él, el régimen socialista resistió tan solo unos meses. El éxito democristiano en las primeras elecciones libres, celebradas el 18 de marzo de 1990, allanó el camino a la integración de los cinco Estados del Este y Berlín oriental en la República Federal, que se produciría el 3 de octubre de ese mismo año.
Pasado el tiempo, parece que el fin del Muro, el desplome de la RDA y de todo el bloque soviético y la reunificación de las dos Alemanias era una secuencia inevitable. Pero en otoño del 89 nada estaba escrito. A un lado y otro de la frontera había mucha gente que no deseaba un solo país. Unos pensaban que el horror del nazismo invalidaba la existencia de una Alemania unida y fuerte, otros temían los costes de la reunificación y en el Este muchos preferían una RDA reformada que no fuera absorbida por Occidente.
Las reticencias no venían solo de dentro. Líderes como la británica Margaret Thatcher hicieron todo lo posible para mantener el equilibrio establecido en el Continente tras la victoria aliada sobre Adolf Hitler por temor a un excesivo poder del país que había protagonizado dos guerras mundiales en los últimos 75 años. Pero la reunificación finalmente salió adelante. Dos factores fueron decisivos: el reconocimiento por parte del Gobierno de Helmut Kohl de la frontera con Polonia trazada tras la derrota del nazismo y el apoyo soviético a una Alemania unificada miembro de la OTAN.
“Las dudas eran comprensibles, pero los temores a un renacimiento del nacionalismo alemán no se han cumplido”, añade Kocka, presidente emérito del Centro de Investigación Social de Berlín. “El cambio salió bien, pero no hay que olvidar a los perdedores de la reunificación. Las generaciones que se quedaron sin trabajo y que tuvieron que reorientar su vida laboral con muchos esfuerzos”, añade el politólogo Gero Neugebauer.
La nueva Alemania se enorgullece de su pasado más reciente. “Casi todos los jóvenes del Este piensan que se han beneficiado de la reunificación. Eso demuestra que en estos 24 años no lo hemos hecho todo mal, sino todo lo contrario”, aseguró la canciller Angela Merkel el pasado 3 de octubre, durante los festejos para conmemorar los 24 años de unidad.
Fuera de sus fronteras, este cuarto de siglo ha servido a Alemania para afianzar su poder en la Unión Europea, un club que se construyó con un equilibrio entre el eje París-Bonn. El primero aportaba una mayor autonomía política, mientras que el segundo gozaba de una superioridad industrial y económica. Pero hace tiempo ya que este reparto de poderes no funciona.
La reunificación, la ampliación de la UE al Este -donde Berlín goza de una influencia creciente- y la crisis económica del sur del Continente han apuntalado el poderío germano. No es solo que Merkel influya más que nadie en la toma de decisiones en Bruselas. Es que además quiere ejercer su poder. Los líderes del país insisten en que ha llegado el momento de asumir una mayor responsabilidad internacional. La política exterior alemana ya no tiene complejos. Un primer aviso fue la intervención en Kosovo aprobada en 1999 por el Gobierno de socialdemócratas y verdes que encabezó Gerhard Schröder, la primera tras la II Guerra Mundial. Quince años más tarde, Berlín quiere ser parte activa en la resolución de conflictos como el de Ucrania o el del yihadismo en Siria e Irak.
“Alemania está en un dilema. Es indudable su mayor poder político y económico. Pero al mismo tiempo no quiere una posición de liderazgo en la UE. Rechaza mostrarse como líder por razones históricas, después de sus intentos de dominación militar en el siglo XX. Pero también por motivos económicos, porque entonces tendría que estar dispuesto a renunciar a parte de su riqueza para ayudar a los socios con más problemas”, resume Neugebauer, profesor en la Universidad Libre de Berlín. Esa Alemania ambivalente es la que este fin de semana festejará los 25 años de reconciliación con 8.000 globos que iluminarán una ciudad que ya se ha acostumbrado a ser solo una.
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