Gilles Clément, el jardinero filosófico que deja a las plantas en paz
El paisajista francés es el padre de las teorías más revolucionarias del jardín contemporáneo, deja que hierbas y arbustos se expresen libremente
Aunque sea a través del vidrio del ordenador, y al otro lado de una videoconferencia, en los ojos azules como planetas de Gilles Clément se consigue ver la sorpresa y la ilusión, la curiosidad y el desengaño, lo posible y su contrario. Clément (Argenton-sur-Creuse, Francia, 80 años) dice que ha dejado atrás la misantropía y se acerca a algo parecido a la tranquilidad. En él, grandes dosis de sabiduría y una capacidad de asombro intacta. Este paisajista, jardinero filosófico y ensayista es el padre de las teorías más revolucionarias del jardín contemporáneo. Sus conceptos del jardín en movimiento y planetario le han dado la vuelta a ese espacio de tierra donde cultivar y proteger. Para él, lo vivo ha de estar por encima de la arquitectura y propone una reconciliación del hombre con su ansia de dominar la naturaleza, dando voz a los eternamente silenciados: los insectos y las plantas vagabundas.
Premio Mundial de Arquitectura Sostenible en 2022, hace tiempo que ha dejado de hacer “jardines para ricos” y entrega su tiempo a proyectos públicos, como el jardín del Centre Pompidou-Metz junto a su antiguo alumno Christophe Ponceau. Y trabaja en un libro sobre encuentros con las personas que le han influido en su carrera, que espera publicar en 2024.
Ingeniero hortícola y profesor en la Escuela Nacional Superior de Paisajismo de Versalles, ha desarrollado, sin buscarlo, un pensamiento capital en varias entregas que obligan a entender el jardín con ojos nuevos. La historia del paisajismo, tal y como la conocemos, tiene un antes y un después en este hombre que dice que todo el planeta es un único jardín limitado por la biosfera y el ser humano no es otra cosa que el jardinero a su cuidado. De sus padres, dice, no aprendió mucho. En su infancia en Argelia le desconcertaron los paisajes desiertos, pero en el jardín familiar, sin embargo, se maravilló al preguntarse cómo aquella oruga que acababa de encontrar entre la hierba se transformaría en una mariposa. Y fue también allí donde, manipulando venenos para matar los pulgones que invadían los rosales, enfermó a causa de un pesticida. Aquel accidente le hizo pensar en toda la artillería de guerra que se manejaba en el campo, venenos diseñados para matar insectos pero también al jardinero.
Cuando comenzó a diseñar jardines sospechaba que había alguna manera alternativa para relacionarse con la naturaleza, pero no podía poner en práctica sus ideas sin un jardín propio. A finales de los años setenta pudo tener un espacio donde probar a no hacer nada para entender cómo reaccionaban los arbustos y las hierbas, sin necesidad de eliminar las fastidiosas aliagas ni envenenar los suelos ni las aguas. Poco a poco fue comprendiendo las interrelaciones entre las especies y elaborando su teoría: las plantas, señores, se mueven. El jardín debe cambiar. Debe caminar. Y permanecer intocado, como su famosa isla en el parque Henri Matisse en Lille. El paisajista vasco Iñigo Segurola, autor del aclamado jardín-laboratorio de Guipuzcoa Lur Garden, reconoce en los postulados de Clément los ejes de su práctica y de su pensamiento. Recuerda la cara que le puso cuando le llamó “gurú” al presentarlo en unas jornadas de paisajismo en Irun en los noventa. “Es tan humilde que no le gusta destacar y que le llamase así lo desbordó”.
En los años setenta logró un espacio en el que no hacer nada para ver la reacción de hierbas y arbustos
Viudo desde hace unos años, el jardinero ensayista escribe desde un corazón conmovido por la naturaleza y una sensibilidad de poeta. Reparte su día en una actividad ágil, la misma que lleva haciendo los últimos 40 años. Por la mañana escribe en su casa y, por la tarde, después de una siesta importantísima, baja caminando a su jardín. Allí le esperan unas hectáreas de naturaleza que ha ido guiando desde la escucha y el respeto, dejando expresarse a las especies locales e interviniendo someramente. Su jardín es todos los jardines; allí, poda, escucha, dirige, excava con las manos, observa, quizá pone algún tutor o permite que tal o cual especie se agarre a la tierra si así lo han decidido. Trabaja hasta que se cansa. Después, aún en los primeros días de otoño, antes de que lleguen los fríos, se baña en el lago con una pastilla de jabón biodegradable y regresa a casa con la satisfacción de haber vivido con plenitud. Como esos monjes jainistas que barren el suelo que pisan para no aplastar ningún insecto, Clément tampoco se considera con autoridad como para matar a ninguna criatura. Su propia casa es un nidal. En su tejado conviven algunas serpientes y una rata-nutria a la que ha apodado Grisonné, a la que tiene a veces que llamar la atención subiéndose al piano para que deje de hacer ruidos (y pueda dormir).
Elita Acosta, directora editorial de Verde es Vida, destaca su plano espiritual: “Clément trasciende el genius loci, el espíritu del lugar; habla de un animismo del siglo XXI, donde todo lo que forma parte de la naturaleza, incluso lo inanimado, es igual de importante y hay que atenderlo, cuidarlo, respetarlo y preservarlo”. Clément, jardinero universal, dice que debemos dejar a la naturaleza en paz para que se exprese libremente. A pesar del cambio climático, cree en una reconciliación con la naturaleza. Habla de los jóvenes que llegan a lo rural y tratan de producir plantas y legumbres con nuevos métodos. “Lo han entendido todo”, dice por videoconferencia. “Nosotros, acostumbrados a vivir lujosamente derrochamos electricidad, agua… No estamos a la altura. Pero creo en ellos. Tengo esperanza en este jardín llamado Tierra”.
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