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Ensayos
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Vivimos saturados de imágenes. Pero hay que dejar que algunas nos atraviesen

Consumimos tantas fotos que ya ninguna nos afecta. Las sobreabundancia genera una anestesia colectiva

Dana Catarroja Valencia
Vehículos destrozados tras el paso de la dana por Catarroja, Valencia, el pasado 31 de octubre.Ahmed Abbasi (Anadolu / Getty Images)

Estamos saturados de imágenes. Hemos consumido tantas que ninguna ya nos afecta, ninguna ya nos conmueve. Ni siquiera las más violentas. Tragedias, catástrofes, horrores, rostros de sufrimiento y agonía se suceden en nuestras pantallas con tal frecuencia y naturalidad que, por pura reiteración, apenas consiguen ya alterarnos. Este es el diagnóstico común de la crítica del espectáculo, desde Debord a Virilio, pasando por Baudrillard y Byung-Chul Han: las imágenes han suplantado lo real, se han convertido en pura exterioridad y se han vuelto pornográficas, en una suerte de “obscena hipervisibilidad” incapaz ya de transmitir nada de lo mostrado. La aceleración de la información reemplaza la experiencia profunda y deja al individuo insensible y en un estado de absoluta indiferencia. O lo que es lo mismo: la sobreabundancia de imágenes genera una anestesia colectiva.

Susan Sontag ya mencionaba este argumento en Ante el dolor de los demás (2003): “Saturados de imágenes de una especie que antaño solía impresionar y concitar la indignación, estamos perdiendo nuestra capacidad reactiva. La compasión, extendida hasta sus límites, se está adormeciendo”. ¿Es la saturación lo que adormece nuestra compasión? Si continuamos comiendo como si nada después de contemplar imágenes de un bombardeo en Gaza, ¿es porque estamos inmunizados y ya nada nos impresiona?

Aunque no descarto del todo la idea del exceso de anestesia, creo que ese argumento debe matizarse. Porque algunas imágenes sí atraviesan la pantalla y logran tambalearnos. Lo hemos comprobado estas semanas a raíz de la terrible catástrofe que ha asolado tantos pueblos de Valencia. De repente, una serie de imágenes nos han encogido el alma y nos han helado el corazón: las casas destrozadas, los coches amontonados en la calle, el agua marrón, el fango viscoso, los gestos abatidos, los rostros desolados, los llantos de quienes lo han perdido todo… Imágenes que han despertado la compasión y la solidaridad de miles de personas.

En mi caso, estas escenas han avivado algunos temores de mi infancia en la Vega Baja del Segura: el pánico al río desbordado, los avisos de Protección Civil, el rumor de los helicópteros, el agua dentro de casa, el tono marrón de la huerta tras cada riada… Esa memoria del miedo que tan bien capturó Elena López Riera en su película El agua. Todo ha regresado de golpe. Pero también, durante estos días, no he podido dejar de preguntarme por qué estas imágenes nos han aguijoneado de ese modo mientras que las de otras tragedias apenas nos inquietan, por qué esos rostros desencajados nos han conmovido así, y, sin embargo, otros sufrimientos no logran alterarnos. La respuesta, creo, es de sentido común: estas imágenes nos hablan de lo cercano, de algo que consideramos propio —nuestro pueblo, nuestra región, nuestro país…—; las otras, en cambio, nos informan de un mundo ajeno al nuestro. En un caso, la tragedia podría habernos sucedido a nosotros; en el otro, estamos a salvo de ella.

El problema, si volvemos al argumento del principio, tal vez no resida tanto en la saturación de imágenes, sino en la proximidad o lejanía de lo que muestran. La cuestión no es que ya no nos afecte lo que vemos, sino que no nos concierne lo que sucede a los otros. No es que ya no veamos nada, sino que no todos los sufrimientos nos merecen la misma compasión.

Dejemos que la distancia entre “los otros” y “los demás” se disuelva

En Vida precaria (2006) y Marcos de guerra (2010), dos libros excepcionales para entender el presente, Judith Butler lo expresa de modo claro: no todas las vidas importan por igual. Solo las vidas que pueden ser lloradas importan realmente. Y esa importancia se construye socioculturalmente mediante “marcos” que delimitan quiénes forman parte de nosotros, marcos que definen quiénes son los otros y quiénes son los demás.

En este punto, es importante aclarar que, aunque parezcan sinónimos, “los otros” y “los demás” no son conceptos equivalentes. Cuando hablamos de “los otros” nos referimos a quienes están lejos, aquellos frente a los cuales construimos nuestro “nosotros”. Por su parte, “los demás” forman parte de ese “nosotros” incompleto; son quienes habitan nuestra esfera emocional, aquellos que consideramos dignos de empatía y atención, merecedores de duelo.

Es significativo que Aurelio Major, el traductor al castellano de Regarding the Pain of Others, optara por el título Ante el dolor de los demás. Aunque el original de Sontag sugiere distancia, la traducción, más allá de la eufonía, introduce un matiz afectivo que refuerza el argumento final del libro: para con-padecer, para acompañar el sufrimiento, es necesario transformar al otro en prójimo, convertir a “los otros” en “los demás”.

La cuestión, entonces, no es solo qué imágenes nos afectan, sino a quiénes nos permitimos sentir como los demás, quiénes pertenecen a esa intimidad emocional que despierta nuestra compasión y nos mueve a la acción. Como observa Butler, existen marcos que determinan quiénes son los demás y quiénes son los otros. Marcos culturales y mediáticos que determinan qué imágenes circulan, cómo se muestran y qué vidas consideramos dignas de duelo. Pero esos marcos, como cualquier construcción, también pueden derribarse.

A veces, algo se filtra a través de sus grietas: un detalle, un gesto, un accidente que rompe la distancia. Barthes lo llamaba punctum: ese elemento de la imagen que nos atraviesa y nos conmueve más allá de su significado evidente. Allí nos podemos reconocer: en el gesto de indefensión de una mujer caída que nos recuerda a nuestra madre o en el llanto del padre que carga el cadáver de su hijo en el que intuimos a nuestro hermano. Allí estamos en la imagen, entendemos al otro como prójimo. Y su dolor nos espolea.

Esos accidentes momentáneos nos revelan que la capacidad de conmovernos sigue viva. Pero esta conmoción no es un acto espontáneo ni automático; exige algo de nosotros: una mirada dispuesta a detenerse, a atravesar el ruido y el exceso, a buscar un rastro de humanidad que nos vincule con lo que vemos. Porque mirar no es solo un gesto pasivo, es aceptar que en cada imagen, por distante que parezca, hay una conexión posible, un eco de nuestra propia experiencia.

No es suficiente con culpar al sistema por saturarnos de imágenes, por aturdirnos o anestesiarnos. Es preciso también atender a la parte del espectador. Pedirle cuentas. Exigir su responsabilidad —nuestra responsabilidad—. Porque si somos responsables, y no solo víctimas mudas, también somos capaces de transformar nuestra relación con las imágenes. Pero para que eso suceda es necesario dejar que nos atraviesen. Permitirles encontrar un lugar donde resonar. Aunque esa formar de mirar duela. Porque mirar es asumir nuestra fragilidad frente al dolor del otro, compartir nuestra vulnerabilidad, dejar que la distancia entre “los otros” y “los demás” se disuelva, que el muro que separa lo lejano de lo próximo termine por agrietarse.

Mirar con atención es una forma de habitar el mundo. De recuperar nuestra capacidad de conmovernos y, a través de ello, conmover. Porque al final, lo que vemos —y cómo lo vemos— nos define. Y si nos dejamos tocar por las imágenes, si permitimos que nos transformen, quizás podamos aprender de nuevo a acompañar, a sentir, a actuar. Porque mirar, en última instancia, es también una forma de cuidar.

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