Todos los dramas de la dana en una sola calle: “Algunas muertes se podrían haber evitado”
La riada destrozó la casa de Nuria, la tienda de Sarai, el cole de María. En los 300 metros de la avenida Blasco Ibáñez de Catarroja murieron cinco vecinos. Reconstruimos la catástrofe a través de lo que ocurrió aquí: el fallo de las alertas, las casas y negocios perdidos, los servicios de emergencia, la marea de voluntarios. Y el futuro.
Los coches pitaban y los perros empezaron a ladrar. Es lo primero que recuerdan Laura Jiménez y Vicente Cantador. Después escucharon el sonido del agua. Pero no caía del cielo, porque esa tarde no cayó una gota. Venía del suelo. “Es el barranco que se ha desbordado”, pensaron. Vieron cómo una lengua de agua, pequeña al principio, avanzaba desde el comienzo de la calle hacia su portal. Bajaron corriendo del primer piso en el que viven y trataron de sacar uno de los coches del garaje. Llegó una tromba de agua. En dos minutos, el caos. Con algunos vecinos, Vicente hizo un dique improvisado en la puerta del garaje con bolsas de basura. Se fue la luz en el número 7 de la avenida Blasco Ibáñez de Catarroja. Subió a tranquilizar a su hijo, que estaba llorando. Se escuchaban gritos y golpes. Todo estaba oscuro.
Calmó al niño y bajó de nuevo. El agua corría con una fuerza imparable. Bueno, en realidad, no era agua. Era una masa marrón viscosa con piedras, árboles, residuos, maderas, objetos de todo tipo. En ese momento a algunos de los que estaban haciendo el dique se los llevó la ola hacia dentro del aparcamiento sin que nadie pudiera hacer nada para impedirlo. Dos días después, la Unidad Militar de Emergencias (UME) sacó de allí cuatro cuerpos sin vida. Muchos vecinos aún no pueden hablar de lo que pasó. “No quiero recordar esa noche nunca más en la vida”, dice uno de ellos.
Catarroja, a ocho kilómetros de Valencia, tiene casi 30.000 habitantes. Es uno de los municipios más perjudicados por las riadas del 29 de octubre, que han provocado al menos 215 muertes en la provincia y destruido decenas de pueblos. Es una zona de huerta y marjal entre Paiporta, Benetússer, Albal y Massanassa, los cuatro tristemente famosos estos días como parte de la zona cero de la dana. Están todos pegados. Si no conoces la zona, no sabes bien dónde termina uno y empieza el siguiente.
El nivel de devastación en todos ellos deja sin respiración. En muchas calles solo hay barro y seres humanos con muchas historias por contar. Cada persona tiene una. Lo que ha pasado es tan brutal que los propios periodistas reflexionamos sobre si es posible transmitir en toda su dimensión la tragedia que se está viviendo aquí. A veces es útil mirar con el microscopio, así que este reportaje se centra en una única calle de Catarroja, la de Vicente y Laura, la de los cuatro fallecidos en ese garaje. La avenida Blasco Ibáñez.
Se llama avenida, pero en realidad es una calle no muy grande. Apenas 300 metros. Tiene unas 200 viviendas construidas, el colegio Larrodé al fondo, el instituto Berenguer Dalmau, la peluquería Azabache, de Pili, la tienda de ropa Lola Guarch, de Sarai y su madre, una manzana de casitas blancas de tres pisos, un parque para que jueguen los niños, el restaurante Pasta nostra, el 11 de calle, el bar Marjal, la casa de Laura y Vicente, la de Pedro, la de José, la de Nuria... Y al comienzo, aunque formalmente pertenece a otra calle, la funeraria San Vicente Mártir. Justo detrás, a un minuto andando, aparece el barranco del Poyo. Cuando está bajo, parece el cauce inofensivo de un río tranquilo. Pero fue uno de los que se desbordó torrencialmente y esta calle una de las primeras en recibir su violenta marea marrón.
Ahora, todo está arrasado. El pabellón deportivo del colegio Larrodé se ha convertido en un punto de entrega de comida y productos de primera necesidad que organizan profesores y padres en la única parte que ha quedado en buen estado. El comedor es un amasijo de barro y mesas. Las aulas de infantil quedaron anegadas. Las mochilitas con las mudas y los percheros con fotos de los nenes entre abejas o hipopótamos están llenos de fango. El instituto Berenguer Dalmau está cerrado a cal y canto y su patio lleno de escombros y de coches enterrados. Alguien ha entrado en el edificio y ha arrasado uno de los despachos, dejando papeles y orlas de antiguos alumnos tiradas por el suelo.
Nuria, su marido y sus hijos, que viven frente al instituto, no tienen casa. Pili no tiene peluquería. Sarai y su madre se han quedado sin tienda. Tras la funeraria asoma un ataúd lleno de lodo. Laura y Vicente sienten una angustia que no se les va. Todos en la calle están en shock. Pero tiran para delante y llevan 12 días trabajando día y noche, con la ayuda de una marea de voluntarios, para recuperar su vida en mitad del lodo y de un olor pútrido que lo impregna todo, que se te queda dentro y no sale. La historia de la dana se contiene entera en esta calle de Catarroja.
1-LA RIADA: “Una noche de horror y gritos en la oscuridad”
“Fue espeluznante”. “Nunca había pasado tanto miedo”. Los recuerdos de los vecinos de la avenida Blasco Ibáñez coinciden en que el martes 29 de octubre fue el peor día de sus vidas. “Los de fuera habéis visto luego en imágenes la destrucción, el fango, pero no os podéis imaginar el miedo que pasamos aquella noche”, dice Sarai Gil, de 29 años, que estaba ese día en su tienda de ropa, en el número 32 de la calle, trabajando entre telas y vestidos. Todos relatan lo mismo, que fue muy rápido, que estaban tan tranquilos, que vieron un poco de agua, y que de repente esa agua les llegaba al cuello. A Sarai, literalmente. Salió como pudo del local y se la llevaron los vecinos al primer piso.
“Las palabras no alcanzan a expresar el horror de aquella noche de gritos en la oscuridad”, recuerda. “Imagínate: sin luz ni posibilidad de llamar a nadie. Incomunicados. Se iban reventando todas las persianas. La riada sonaba muy muy fuerte. Desde los balcones veíamos los coches flotando como si nuestra calle fuera un río. Pero lo peor eran los gritos constantes de gente pidiendo auxilio. Es algo que no olvidaremos jamás. Los escuchabas impotente sin saber si les estaban ayudando o se estaban muriendo”.
“Fue, sin duda, la noche más angustiosa de mi vida”, dice también Nuria Cabezas, de 35 años. Ella estaba fumando un cigarrillo en el balcón y escribiendo en el ordenador. Vive en un bajo en el número 36. Su marido había salido y sus tres hijos adolescentes estaban dentro de la casa cuando notó el agua llegar “con una fuerza tremenda”: “Era una animalada, les dije a los chiquillos que nos fuéramos corriendo a casa de los vecinos. A partir de ahí fue todo horrible. Los cristales del patio empezaron a reventarse. Aquí abajo había un cadáver que se llevó la corriente. Hasta el jueves no supe si mi marido estaba vivo o muerto. He llorado tanto que ya no tengo ni lágrimas”.
A partir del día siguiente los vecinos se enfrentaron a los daños en las casas, los negocios, las empresas, los coches, las calles… pero esa noche lo que estaba en juego era la vida. Mucha gente luchó por agarrarse a lo que fuese, una verja o una sábana que le lanzaban. Otros se quedaron en equilibrios imposibles durante horas encima de cualquier cosa estable, como la puerta de un garaje. Desde los balcones, madres y padres iluminaban las calles para que sus hijos pudieran aferrarse a algo e intentaran entrar en sus casas como fuera.
Los menos afortunados, como los vecinos de Vicente y Laura, murieron. Los bomberos aún siguen estos días achicando el agua del garaje porque hay una parte que todavía está inundada, aunque han entrado con las lanchas y en principio creen que no encontrarán más fallecidos. “Ojalá sea así”, dice Vicente. “Pero aparte de las cuatro personas que hallaron, yo vi a dos chicos jóvenes en la rampa del garaje. Ella debía tener unos 20 años, iba en pantalón corto y me miraba con unos ojos que me acompañarán toda la vida. Yo los iluminaba con el móvil, pero no podía ayudarlos. Se fueron para dentro. Quiero creer que de algún modo lograron salvarse”.
“Lo más absurdo de todo es que cuando ya había gente ahogada y estábamos todos viendo cómo salvar la vida, entonces nos llegó a los móviles la alerta diciendo que evitáramos desplazamientos por las fuertes lluvias”, recuerda. “La puta alerta”.
La alerta decía así: “Alerta de Protección Civil por las fuertes lluvias y como medida preventiva se debe evitar cualquier tipo de desplazamiento en la provincia de Valencia. Estén atentos a futuros avisos a través de este canal y fuentes oficiales, en X@GVA112 y en À Punt”.
Todo estaba mal en esa alerta. La cadena À Punt no se podía ver ni escuchar ya: no había luz, ni cobertura de teléfono, ni, a esas alturas, nada de nada. En la calle de Vicente y Laura no había habido lluvias, ni fuertes ni flojas: se desbordó un barranco, que es bien distinto. Y las cuatro personas que después aparecieron muertas en ese garaje no se estaban desplazando a ningún sitio. Solo trataban de proteger sus coches porque no tenían ni idea de la magnitud de lo que se avecinaba y pensaban que se trataría de un desbordamiento pequeño, como tantos otros que habían vivido en unas casas que están construidas en zona inundable. Nadie les había avisado de nada. No arriesgaron su vida por un coche. Carecían de información y todo pasó en cuestión de minutos.
Tampoco se desplazó a ningún sitio Luis, que vivía en la misma calle, a unos pocos metros. Era un señor mayor que residía solo en una casita blanca de tres plantas. Había sufrido un ictus, tenía problemas de movilidad, caminaba con un andador y hacía su vida en la planta baja. Estaba en casa tranquilamente, sintiéndose seguro, cuando llegó el agua. Cuando todo empezó, un matrimonio vecino llamó al 112 para avisar de que había una persona sola que podía estar en peligro. “Lo hicimos varias veces, pero nadie nos cogió el teléfono”, recuerda Pedro Díaz. Y ellos no podían hacer mucho más. Pedro tiene 71 años. Su esposa, 70. Bastante tenían con intentar salvarse a sí mismos. Al día siguiente, la hija de Luis encontró su cadáver en la casa.
Al menos cinco personas fallecieron esa noche en la avenida Blasco Ibáñez. En la provincia de Valencia han muerto por los efectos de la Dana, según los últimos datos disponibles, 214 personas (se han practicado las mismas autopsias). La principal causa de muerte, según señala uno de los forenses que trabajan en las zonas afectadas, es la asfixia por agua y lodo. Aparte de en casas y en garajes, se han encontrado cuerpos sin vida en calles, campos y carreteras. Algunas víctimas fallecieron por traumatismos provocados por una riada que arrastraba con muchísima fuerza todo lo que encontraba a su paso.
La hora de las alertas es algo que enciende los ánimos de todos los vecinos. No hay quien no diga enfurecido que desde la Generalitat valenciana se minimizó el riesgo, que tenían información y no la dieron, que los más de 200 muertos, o al menos algunos de ellos, se podían haber evitado. En esta calle, es un hecho que llegaron tarde y que no sirvieron para nada. Si esas cinco personas hubieran sabido que había riesgo de inundaciones y que podían tener esa magnitud, Luis podría haber subido a un piso superior y los fallecidos del garaje no se habrían metido en esa ratonera. Aunque para que eso sucediera, las alertas deberían haber sido mucho más contundentes y haber indicado que la gravedad era máxima.
“Lo que desde luego tenían que haber dicho es que el riesgo era por desbordamiento del barranco, no por lluvias”, opina Vicente. “Porque claro, nosotros mirábamos al cielo y aquí no caía ni una gota. Pensábamos que la dana no estaba llegando a Catarroja. Y vaya que si lo hizo”. “El destrozo en los edificios y en las cosas no se podía evitar, pero muchas muertes sí”, coincide Nuria. “Mucha gente se podía haber salvado con información. La obligación de las autoridades era tenerla y dársela a la población. No entiendo cómo ha podido pasar. ¿Qué clase de gestión es esta?”.
“Deberían haber pasado con altavoces desde el Ayuntamiento avisando, diciéndonos que el barranco se podía desbordar, que era todo muy peligroso”, añade Juanma de la Cámara, un vecino del número 32, de 59 años. El problema es que los Ayuntamientos tampoco tenían información. “La Generalitat no nos pasó avisos de nada en todo el día”, dice Lorena Silvent, la alcaldesa de Catarroja, del PSOE. Este es su relato de lo que ocurrió ese día:
— Sabíamos desde el sábado que estábamos en zona que podía verse afectada por la dana, pero nada más. Yo activé al grupo de trabajos de emergencias para revisar alcantarillas, vigilar filtraciones... Esa mañana supimos que había llovido por la Ribera y empezamos a hablar entre los alcaldes de la comarca para ver si suspendíamos las clases. Nosotros lo hicimos. Suspendimos a partir de las 3 de la tarde, pero de forma preventiva y por los desplazamientos que implican las clases. No teníamos ningún aviso de ningún tipo por parte de la Generalitat sobre la evolución de la dana y aquí no llovía. Íbamos a ciegas. Yo no sé lo que llueve ni lo que pasa en otras zonas porque no estoy en contacto con la Confederación Hidrográfica. De todas formas, por si acaso, mandé a una patrulla de la Policía Local cerca de los barrancos. A las 17.30 estaba todo muy tranquilo. En ese momento, el agua no tenía ni un metro de altura. Pero poco después alguien de una empresa llamó a la policía: “Oye, que aquí hay agua”. Y a partir de ahí fue todo tan rápido que no dio tiempo a nada. Sobre las 18.30 se empezó a desbordar el barranco y a las 19 empezó el caos y la destrucción.
Esa frase, “fue todo tan rápido que no dio tiempo a nada”, la repiten todos en la avenida Blasco Ibáñez. José Maestre estaba haciendo la compra en el Mercadona que tiene a la vuelta de la esquina. “José, vete que aquí pasa algo raro”, le dijo la cajera. Cuando salió, el agua apenas llegaba a los bordillos de la calle. Cuando llegó a su portal, a apenas 140 metros, estaban ya los vecinos intentando hacer el dique en la puerta del garaje en el que luego murieron cuatro personas.
A Rosa Manzanares, la mujer de Juanma, sí le pilló todo en la calle. Estaba yendo a pilates en coche cuando alguien le gritó: “Date la vuelta, que viene la ola”. Acabaron dejando los coches donde pudieron y se marcharon corriendo. “El agua venía hacia nosotros con contenedores, con coches, lo arrastraba todo... La gente se subía encima de los capós. Cada uno hizo lo que pudo. Por suerte yo logré llegar al Ayuntamiento, avisé a Juanma antes de que nos quedáramos incomunicados, y dormí allí con varias decenas de personas”. La alcaldesa Silvent lo recuerda bien: “Rescatamos a la gente que pudimos y la refugiamos aquí. Había una chica embarazada, gente mayor, personas con ataques de pánico. No había luz ni comunicaciones. Nadie podía llamar a su familia. Fue un drama”.
Mientras tanto, durante esas horas clave de comienzo de la tarde, cuando había ya una patrulla de la policía local de Catarroja observando el barranco del Poyo, y a punto de que empezara el desastre, ¿qué pasaba en la Generalitat valenciana? A las cinco de la tarde había comenzado la reunión del Centro de emergencias, el Cecopi, pero allí no estaba el presidente de la comunidad autónoma, Carlos Mazón, que estuvo comiendo hasta alrededor de las seis con una periodista, supuestamente para ofrecerle ser la directora de la cadena de televisión autonómica, À Punt. Ya se habían inundado Utiel y otros pueblos, la UME había salido a las cinco hacia allí, los alcaldes estaban muy nerviosos y sin saber qué hacer, la Aemet había lanzado horas antes una alerta roja por riesgo de dana en toda la zona y la Confederación Hidrológica del Júcar había enviado ya correos a Emergencias (Generalitat) alertando de la situación en los ríos Magro y Júcar. Pero Mazón seguía comiendo. Se incorporó a la reunión casi a las siete y media, cuando, según se puede ver con las imágenes de los vecinos, la avenida Blasco Ibáñez estaba ya completamente inundada y destruida, al igual que muchas otras de los 65 municipios de la provincia de Valencia afectados por la dana. Cuando a partir de las ocho se empezaron a mandar alertas, ya era tarde para todo.
Construcciones
dañadas
Rastro
de inundación
Colegio
Larrodé
Barranco del Poyo
Ronda Nord
36
32
IES
Berenguer
Dalmau
Av. Blasco Ibáñez
7
CATARROJA
Casa de
Nuria
Cabezas
Peluquería
Azabache
y tienda
de Lola Guarch
Cuatro
muertos
en un
garaje
Fuente: Copernicus y elaboración propia.
Construcciones
dañadas
Rastro
de inundación
Colegio
Larrodé
Barranco del Poyo
Ronda Nord
36
32
IES
Berenguer
Dalmau
Av. Blasco Ibáñez
20
7
CATARROJA
Casa de
Nuria
Cabezas
Peluquería
Azabache
y tienda
de Lola Guarch
Cuatro
muertos
en un
garaje
Un
anciano
ahogado
Fuente: Copernicus y elaboración propia.
Construcciones
dañadas
Barranco del Poyo
Iglesia
Rastro
de inundación
Av. Vicent A. Estellés
Colegio
Larrodé
Ronda Nord
36
50 m
32
Av. Ramón y Cajal
IES
Berenguer
Dalmau
Av. Blasco Ibáñez
20
CATARROJA
7
Casa de
Nuria Cabezas
Peluquería Azabache
y tienda Lola Guarch
Cuatro muertos
en un garaje
Un anciano
ahogado
Fuente: Copernicus y elaboración propia.
Construcciones
dañadas
Barranco del Poyo
Iglesia
Rastro
de inundación
Av. Vicent A. Estellés
Colegio
Larrodé
Ronda Nord
36
50 m
32
Av. Ramón y Cajal
IES
Berenguer
Dalmau
Av. Blasco Ibáñez
20
CATARROJA
7
El colegio se usa
como punto de apoyo
Casa de
Nuria Cabezas
Peluquería Azabache
y tienda Lola Guarch
Cuatro muertos
en un garaje
Un anciano
ahogado
Fuente: Copernicus y elaboración propia.
La magnitud de la catástrofe es brutal. Se inundaron 530 kilómetros cuadrados y se calcula que las riadas han afectado a 190.000 personas y al 7% de los edificios de la provincia. Ya se han dado partes a los seguros de más de 70.000 coches, y de 33.000 casas, según los registradores. Un tercio de las empresas, 54.000, se han visto afectadas en mayor o menor medida: 355.000 trabajadores, 51.000 autónomos y 63 parques empresariales o polígonos industriales, según los datos de la Cámara de Comercio.
2-EL DÍA DESPUÉS: “Mi vida entera se ha ido con esa riada”
Cuando amaneció el miércoles 30 de octubre, nada era igual. Los que consiguieron dormir algo se despertaron y se asomaron a los balcones. La avenida Blasco Ibáñez era un escenario postapocalíptico de coches empotrados, maderas y barro. En el número 7 sabían que había cadáveres en el garaje. Había otro más adelante, en el número 22. No tenían luz, ni agua, ni gas. El instituto y el colegio estaban destruidos, al igual que todos los locales comerciales y los bajos. Esa misma mañana empezaron a quitar barro de los portales para poder salir a la calle y comenzar a limpiarlo todo aunque, miraran donde miraran, aquel desastre parecía imposible de arreglar. A pesar de todo, en esta calle y en muchas otras se repite la misma frase: “Nos salvamos, seguimos con vida, y eso es lo único importante”.
“Nosotros nos hemos tenido que ir a vivir con mis suegros”, explica Nuria. “Por un lado te sientes muy afortunado por haber sobrevivido, pero lo hemos perdido todo. Una casa es un refugio. Yo estoy pasando una depresión, y este era el único lugar en el que me sentía bien. Ahora no queda nada”. Han tenido que tirar la ropa, el sofá nuevo, la mesa de comedor, la impresora, el ordenador, los documentos, las fotos, las habitaciones de los chicos.
Cuando los dueños de los locales comerciales abrieron por primera vez las persianas, el espectáculo era desolador. “Nosotros teníamos aquí metidos unos 100.000 o 150.000 euros”, cuenta Sarai de la tienda de ropa que abrió con su madre hace 12 años, Lola Guarch. Dan casi todo por perdido. En unos barreños negros están intentando salvar los tejidos a los que tienen más cariño, pero no saben si lo lograrán. “Como mucho quizá salvemos el 1% de lo que había”, dice. “Teníamos también tienda online, pero claro, ahora no hay nada que vender”. En el local solo quedan intactas las lámparas de techo a las que el agua no llegó. El suelo está lleno de sombreros, faldas, botas, vestidos o camisas tan sucios que es difícil adivinar los colores que tenían.
Así era la calle antes y después de la dana
En la peluquería de al lado, Azabache, también en el número 32, Pili limpia con su marido, Juan José, y con su hija Noelia, de 17 años. Cree que no podrá salvar nada. Ni los secadores, que como están en la pared pensaba que quizá habrían sobrevivido. “Monté esta peluquería hace 20 años”, dice. “Era mi vida, y ahora no sé si voy a poder abrir de nuevo. Tengo que reponerlo absolutamente todo. Solo podré hacerlo con muchas ayudas”. Lavabos, butacas, tocadores... “Solo ha aguantado el suelo, milagrosamente. Parece todo un sueño, una pesadilla, más bien. Estás aquí pero no estás. Tenemos encima un shock de flipar”.
El ritmo de la calle es frenético. Ha pasado una semana desde la dana y la gente saca a la calle enseres irrecuperables que se van acumulando mientras otros quitan barro y más barro con las palas. Ver esas montañas de escombros da mucha tristeza. Hay lavadoras, cepillos, mesas, sofás, sillas, sillones, estanterías, lámparas, carritos de bebé, zapatos, patucos, mucha ropa, papeles, libros, discos. Vidas enteras sepultadas en el lodo. Pedro, el hombre que llamó al 112 para intentar salvar a su vecino de movilidad reducida sin lograrlo, se pone a llorar al pensar en lo que se ha perdido. Él tenía preparado un pequeño ajuar para cuando su hijo, que tiene ahora 26 años, se fuera de casa. “Eran cosas a las que teníamos mucho cariño, como unas toallas que bordó la abuela, pero ya no hay nada”.
Están todos a flor de piel, recuperándose del trauma mientras trabajan y trabajan. Lloran y ríen y agradecen cualquier ayuda que reciben. Los servicios de emergencias estatales, autonómicos y locales, con los recursos y efectivos que tienen, actúan fijando prioridades: búsqueda de desaparecidos, despejar vías principales para que se pueda acceder a todas partes, achicar el agua de sótanos y garajes y lugares que siguen inundados, quitar los coches destrozados, sacar barro. Mientras hacen todas estas cosas van ayudando en lo que pueden a los vecinos, que los reciben casi con abrazos cuando aparecen.
Catarroja se ha dividido en seis sectores para la emergencia. El punto de mando está en el colegio Jaume I. Ahí se reúnen cada día a las 8.30 y a las 18.30 las siguientes personas: la alcaldesa, la concejala de seguridad, el director de la emergencia (que es un bombero), el representante de los bomberos que está al mando de cada sector y un militar de la UME. Al no haberse declarado el nivel 3, la emergencia nacional, la dirección del operativo en esta catástrofe lo tiene la Comunidad Autónoma, no el Estado. Así que quien manda en estas reuniones son los bomberos.
“En cada sector se hace un reconocimiento”, explica la alcaldesa Silvent. “Luego se liberan vías de acceso y se va avanzando poco a poco por las calles como si fuera todo una tela de araña. Ponemos en común todas las necesidades para tratar de ordenar el caos. Y cada sector tiene una carpa montada para resolver consultas de vecinos y de voluntarios”. Entre los voluntarios que ayudan en la calle Blasco Ibáñez, a algunos sí les han dicho en estos puntos dónde ir. Otros dicen que ellos han llamado por teléfono, que no han obtenido respuesta municipal y que se han ido a colaborar en la primera calle que han visto con problemas.
Sobre el terreno hay unos 8.000 militares. También 2.450 bomberos llegados de todo el país, así como 9.700 agentes de Policía Nacional y Guardia Civil y 130 de Policía Local (en el caso de Catarroja, 32 agentes). Pero no dan abasto. A la calle Blasco Ibáñez apenas han llegado. Hay bomberos achicando el garaje en el que fallecieron cuatro personas, y poco más. Unos guardias civiles de permiso están ayudando a un voluntario con un tractor a retirar los coches de la calle. Los militares de la UME insisten en que se tienen que fijar prioridades para avanzar de forma ordenada, pero que ellos llegarán a todas las casas, a todas las calles.
3-UNA OLA DE SOLIDARIDAD SIN PRECEDENTES: “Los agricultores y los jóvenes nos han salvado”
Mientras tanto, los vecinos van limpiando sin parar y organizándose también para los suministros de comida, productos de limpieza y agua. Cuentan con la ayuda de un ejército de voluntarios llegados de todas partes del país. Con palas y escobas pero también con tractores, camiones o excavadoras.
Esta ola de solidaridad es, probablemente, lo más emocionante que se ha vivido tras esta devastadora dana. En la calle todos piden sin cesar que se escriba sobre ello: “Dilo, por favor, una y mil veces”, dice Pedro Díaz. “Nos hemos sentido solos y abandonados por las instituciones, al menos en esta calle, y ya han pasado 10 días. Si no fuera por esta gente, por los voluntarios, por toda la ayuda desinteresada que nos están dando, no sé qué habría sido de nosotros”. Pedro se pone a llorar cuando recuerda a los desconocidos que han aparecido en su sótano para ayudarle a limpiarlo, ofrecerle comida o agua. “Es de las cosas más bonitas que he vivido, y ha sido en medio de este horror”.
“Los agricultores nos han salvado”, dice Rosa Picó en uno de los puntos de entrega de una calle aledaña. “Empezaron a aparecer desde el primer día para ayudar a quitar barro, a retirar los coches. Ha sido increíble. Y todos esos jóvenes que han caminado kilómetros con sus escobas... para que luego digan que los jóvenes no son solidarios. Y la gente que se ha cruzado el país con sus camiones y sus máquinas, pagándose la gasolina de su bolsillo. Yo no había vivido algo así en mi vida. No puedo dejar de emocionarme con lo que ha pasado”.
La avenida Blasco Ibáñez está llena de voluntarios que no se dan ninguna importancia. “Hemos visto lo que pasaba y hemos venido a ayudar, sin más”, dicen. “¿Cómo no vas a hacer nada ante algo así?”. Como Francisco Oliván, un agricultor de Cariñena. O José Miguel Redondo, de Argamasilla de Calatrava, en Ciudad Real, que se ha venido con su tráiler con bañera contenedora.
El agua, la comida fresca y los productos sanitarios y de limpieza los consiguen en uno de los múltiples puntos de recogida y entrega que hay por el pueblo. Cerca de la calle había tres, y el jueves se abrió uno en la misma avenida. El colegio que hay al final de la calle, el Larrodé, se ha convertido en uno. Es una cooperativa de profesores con alumnos de infantil a Bachillerato. El pabellón deportivo se mantuvo en pie porque estaba más alto, y les llamaron del Ayuntamiento para ver si podían organizar allí un centro de ayuda. A partir de ahí, todo fue autogestión de profesores, familias del centro, vecinos y voluntarios. Un grupo de mujeres atiende fuera en mesas escolares dispuestas a modo de mostrador:
— ¿Tenéis mochos?
— No quedan
— Vale, ¿y jabón de lavar?
— Eso sí.
— Pues dame, por favor. Y unos caquis y unas naranjas.
Todo está organizado y clasificado como si fuera un supermercado. Por un lado las conservas, por otro la leche, las galletas, las lejías, los detergentes, las frutas y verduras frescas, el agua… Por las tardes muchos restaurantes y colegios llevan comida caliente que les sobra. Y hay gente del barrio que cocina cada día para los afectados. Abren de diez a seis de la tarde, aunque en realidad trabajan de siete de la mañana a siete de la tarde porque, como en todas partes, hay muchísimas cosas por hacer. María Muñoz, titular del centro, de 47 años, explica que están desbordados de pañales y ropa de bebé que no necesitan, porque los bebés se han ido casi todos del barrio a zonas no inundadas. También hay un exceso de ropa en general, porque solo la han perdido los que viven en bajos. Pero faltan botas de agua. Y en otros puntos necesitan detergente de ropa y lavavajillas.
A los ancianos o personas con problemas de movilidad siempre les acerca lo que necesitan algún vecino o voluntario. Algunos van con carrito e incluso megáfono en mano ofreciendo cosas: “Compresas, mascarillas, batas”.
Los vecinos de la calle Blasco Ibáñez están tan agradecidos con la solidaridad de los voluntarios como enfadados con los políticos, con todos. Desde luego con el presidente de la Generalitat, Carlos Mazón, por su actuación el día de las riadas, por la falta de previsión, de implicación, por esa alerta de las ocho de la tarde. Pero cuando hablan de la gestión posterior, el enfado va más allá. Todos los que han participado en este reportaje dicen que no están para analizar de quién son las competencias, que esto es una emergencia como no se ha visto otra en décadas y que se han sentido abandonados por los políticos.
“Luego están todos estos bulos circulando que son un peligro”, dice Aitana, estudiante de Administración de Empresas. Si los voluntarios han sido el lado luminoso de la gestión de esta crisis, el oscuro lo han sido los centenares de bulos circulando —como el que aseguraba que en el aparcamiento del centro comercial de Bonaire había centenares de muertos cuando no encontraron ninguno— que solo han añadido confusión e inquietud a una situación dramática.
4-EL FUTURO: Algo de esperanza en medio del horror
Doce días después de las riadas, el trabajo que queda por hacer es ingente. Aún así, se ven pequeños rayos de esperanza en la calle Blasco Ibáñez. Los primeros días los escombros eran montañas que se iban por la noche y reaparecían por la mañana, como la roca de Sísifo. Por suerte la calle es ancha y las máquinas de los voluntarios han podido entrar sin problema, lo que no ha ocurrido en otras vías más estrechas de Paiporta o del propio Catarroja, que siguen llenas de escombros. Aquí se han ido retirando, al igual que los coches destrozados, y en cuestión de días el escenario cambió de forma notable.
No hay gas, pero sí luz y agua, aunque esta última tardó en llegar a una manzana de la calle por una fuga en una cañería. Los vecinos van avanzando con las labores de vaciado y limpieza de bajos y locales. Se van turnando unos aparatos que sueltan agua a presión y hacen magia en los suelos y quitando el lodo de todas partes. “Que manden todas las que puedan”, dice Sarai. Como tantos otros jóvenes, ella va haciendo en Instagram peticiones de ayuda concreta que se va necesitando. Ahora ha dejado de limpiar y está centrada en mirar todas las ayudas que se pueden pedir mientras su madre sigue quitando lodo.
Pili también está haciendo números para ver si puede “salir adelante y volver a abrir”. “El futuro lo veo duro. Arrancar va a ser muy muy difícil, pero pondremos toda la fuerza que tenemos”, asegura. “Necesitamos que las instituciones nos ayuden en todo, que nos ayuden más, dejar de sentirnos solos frente a esta tragedia y poco a poco ir superando el trauma que se nos ha quedado dentro”. María, la profesora del colegio Larrodé, confía en que pronto se pueda trasladar el punto de ayuda a otro sitio para centrarse en rehabilitar la escuela y que los alumnos puedan volver. Ahora, o están en casa o escolarizados en otros sitios. “Los chavales necesitan recuperar la normalidad cuanto antes”, dice.
Nuria quiere regresar a su casa, su refugio, que tiene que montar entera de nuevo. Pero cree que nada volverá a ser lo mismo. Vicente y Laura no piensan más allá “de mañana o pasado”. “Parece un tópico, pero es así”, dice Vicente. “Funcionamos pensando solo en el día siguiente. No tenemos coche y menos mal que mi mujer puede teletrabajar. Lo que sí creo es que estos pueblos han muerto. Tendrán que pasar un par de generaciones para que a la gente se le olvide esto y las familias quieran volver a vivir aquí. Aunque no sé. La verdad es que viendo a toda la gente joven que ha venido a ayudar creo que con ellos sí hay futuro”. Pedro quiere que los políticos, y desde luego los de la Generalitat, asuman sus responsabilidades por los errores que se han cometido y por el desamparo que ha sentido.
Después de varios días en la calle con ellos, la madre de Sarai, María Asencio, nos llama de lejos al fotógrafo y a mí y se acerca corriendo.
— Os quería decir, antes de que os vayáis, que al final hemos decidido volver a abrir la tienda. No sabemos cómo, pero lo haremos en marzo o abril, aunque sea con pocas prendas, para la temporada de verano.
Hoy está hablando, por primera vez, con una sonrisa. Los efectos de esta dana tardarán mucho tiempo en revertirse, hay afectados que aún no han encontrado a sus desaparecidos o enterrado a sus muertos, que lo han perdido todo, que viven en calles diminutas llenas aún de montañas de lodo y basura en las que el barro cubre la bota entera y por las que apenas se puede caminar. Pero muchos buscan, en medio del horror, algo a lo que aferrarse. “Por favor, venid cuando reabramos la tienda”, pide María. Y se despide.