Los hombres más ricos de la galaxia quieren llevar el capitalismo al espacio
Autores de ciencia ficción como Isaac Asimov o Robert Heinlein han inspirado a Jeff Bezos o Elon Musk que, disfrazados de hombres fuertes, fantasean con salvar la humanidad
La canica azul. Así se llamó a la primera foto completa de la Tierra tomada desde la nave Apolo 17 en 1972. Por fin, la humanidad podía contemplarse a sí misma desde el espacio como un cuerpo común. Una postal inocente en comparación con la que nos ofrecía hace tres meses el multimillonario Jared Isaacman, comandante de la misión Polaris Dawn de SpaceX, con la que Elon Musk quiere acelerar su conquista espacial. Su selfi con un planeta en llamas de fondo representa todo un cambio de paradigma que ha analizado el escritor argentino Michel Nieva en su ensayo Ciencia ficción capitalista. Cómo los multimillonarios nos salvarán del fin del mundo (Anagrama).
El autor parte de redefinir la famosa frase atribuida a Fredric Jameson que popularizó Mark Fisher: “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Y en este caso, apunta Nieva, quienes lo proyectan son esos emprendedores de Silicon Valley que se han apropiado de la retórica de la ciencia ficción dura (la que tiene base más científica) para convencernos de que solo ellos pueden socorrer a la humanidad. “Les importa más la narrativa épica de un discurso utópico que su realismo”, dice Nieva por videoconferencia desde Nueva York. “Bajo este disfraz de machos fuertes y únicos salvadores posibles, empresarios como Richard Branson, Jeff Bezos o Elon Musk han comercializado el espacio. Camuflando su codicia especulativa ante la amenaza urgente del cambio climático, enarbolan planes ambientalistas para rescatar a esta sociedad llevándola a otros planetas y, con ello, perpetuar los mecanismos de la especulación financiera. Estamos ante la edad de oro de la ciencia ficción capitalista”.
El turista espacial originario, el ingeniero y empresario Dennis Tito, pagó 20 millones de dólares en 2001 por esta particular tarjeta de embarque a Eric Anderson, cofundador de Space Adventures, la compañía comercial galáctica inaugural. Branson, con Virgin Galactic, mandó en 2023 a sus tres primeros turistas a orbitar durante unos minutos a 80 kilómetros de la superficie terrestre por 200.000 dólares cada uno. Tras el éxito, el precio subió a 400.000 dólares por un viaje de 90 minutos, según Business Insider. Bezos no ha públicado su lista de precios con Blue Origin; SpaceX, tampoco, pero con su cohete Falcon 9 quiere embarcar a civiles (léase, millonarios) en trayectos de 72 horas a más de 500 kilómetros de altitud. El investigador Tim Fernholz, autor de Rocket Billionaires: Elon Musk, Jeff Bezos and the New Space Race, explica por videoconferencia desde Oakland que “las tarifas son tan opacas porque hoy sigue siendo muy caro mandar un cohete al espacio, aunque con los reutilizables se ha dado un gran paso para abaratarlo. El lanzamiento hace unos días del Starship de SpaceX, el más preparado para llevarnos a la Luna, costó 40 millones de dólares. Haz cuentas de qué debería pagar cada tripulante civil para hacerlo rentable”.
“La escenificación promocional de esta carrera en ocasiones es grotesca, ya sea Bezos con sombrero de cowboy posando ante un desproporcionado cohete con forma fálica o Musk celebrando la victoria electoral junto a Trump con su camiseta de Occupy Mars [que se mofa de Occupy Wall Street]”, dice Nieva. El hombre más rico del mundo, que donó casi 200 millones de dólares a la campaña del presidente y ya es uno de sus cargos de confianza, proclama que va a participar en la primera expedición a Marte —para 2029, dice— y morir allí, si es preciso. Fernholz lo duda: “Podemos empezar a ver bases lunares en unos 10 años, pero faltan décadas para llegar a Marte”. El filósofo Yuk Hui, analista de las derivas tecnológicas de las megacorporaciones, dice por correo electrónico: “Los grandes gestos de estos emprendedores son una campaña empresarial de transformación de otros planetas en lugares habitables con la que evitar preocuparse por la destrucción de la Tierra, a la que ellos mismos contribuyen en gran medida”.
Estos empresarios “perpetúan los mecanismos de la especulación financiera”, dice el ensayista Michel Nieva
En la apropiación del capitalismo tecnológico del lenguaje de la ciencia ficción, una estética hiperfuturista (y, por tanto, capitalizable) lo es todo. José Fernández, diseñador de vestuario en películas de superhéroes y de los cascos de Daft Punk, ha concebido la estética de SpaceX. Y Jeff Bezos fichó en el diseño de su rama astronáutica al escritor Neal Stephenson, oráculo para Silicon Valley con su libro Snow Crash (1992), dice Nieva. Todo vale en la carrera por acelerar el futuro neoliberal anunciado por la ciencia ficción.
Siempre fue así. Cuando Galileo Galilei miró por un telescopio por primera vez a Marte, en 1610, ya imaginó ciudades allí. Julio Verne apuntó en su artículo de 1903 El fin de las guerras navales que el autor de ciencia ficción “escribe en papel lo que otros esculpirán en acero”. No en vano, el primer submarino de propulsión atómica, encargado por el ejército estadounidense en 1954, que superó las 20.000 leguas que aventuró Verne, se llamó también Nautilus. Los grandes ideólogos de la ciencia ficción dura provienen del ámbito científico: Isaac Asimov (de formación, químico), Arthur C. Clarke (físico y matemático), Hal Clement (astrónomo) o Robert Heinlin (ingeniero aeronáutico).
Los lazos de muchos de ellos se estrechan con gobiernos, militares y, en la actualidad, megacorporaciones. Han servido de ideólogos, asesores o, directamente, asalariados. Wernher von Braun, el ingeniero nazi que llegó a ser uno de los fundadores de la NASA, le daba a leer a Kennedy libros de Arthur C. Clarke para convencerle en el desarrollo de una agencia aeronáutica. Clarke acabó colaborando con la NASA en la puesta en órbita del primer satélite comercial en 1963. Paul Allen, cofundador de Microsoft junto a Bill Gates, era devoto de Robert Heinlein, uno de los escritores que cimentó la imagen del viril emprendedor intergaláctico. De crío, Allen leyó Rocket Ship Galileo, novelita de juventud de Heinlein sobre unos chavales que conciben con su tío científico una firma de viajes lunares que alimentó a su yo adulto, el que creó Teledesic, primera empresa de internet satelital. Fue además pionero en proyectar viajes low cost al espacio.
El propio Stanley Robinson se burla de Musk y dice que “Marte es irrelevante si no somos capaces de conservar la Tierra”
Jeff Bezos, fan de Douglas Adams, quiere bautizar The Heart of Gold a su primer cohete a Marte, en homenaje a la nave homónima que aparece en Guía del autoestopista galáctico. Musk tiene como motores fundamentales para colonizar el planeta rojo la Trilogía marciana, de Kim Stanley Robinson —reivindicado también por Obama, por cierto—, y al héroe filantrópico de Fundación (1951), de Asimov, que predice el irremediable declive de su imperio y opta por fundar colonias intergalácticas. El propio Stanley Robinson considera que “Marte es irrelevante si no somos capaces de conservar la Tierra”, y se burlaba así en Bloomberg de los delirios que ha desatado su obra: “El plan de Musk es una especie de cliché de la ciencia ficción de los años veinte del niño que construye un cohete a la Luna en el patio trasero de su casa”.
La película resultante pinta menos naíf. Según Nieva, la ciencia ficción habilita al capitalismo de las más extraordinarias fantasías. “Terraformación y colonización de otros planetas, minería extraterrestre, expectativa de vida de 1.000 años, turismo intergaláctico, inteligencia artificial que automatiza el trabajo asalariado. Mercancías futuristas que emanciparán al humano de los límites planetarios y de sus propios límites biológicos, pero que solo disfrutará el 1% millonario de la población”. Y completa Yuk Hui: “No seré yo quien reniegue de la ciencia ficción. Me encanta. Pero en la última década hemos hecho de ella una herramienta indispensable para comprender hacia dónde nos dirigimos. Me inquieta. Más allá de que los multimillonarios fomenten eso para sustentar su discurso, delata la debilidad de las discusiones intelectuales que mantenemos para resolver los problemas más próximos y reales. ¿Qué tipo de futuro es el deseable para la humanidad como comunidad? La respuesta solo la podemos encontrar si mantenemos los pies en la tierra”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.