Jorge Semprún, aquel “rojo español” insuficientemente reconocido
Gran figura política, pensador y narrador, el que fuera ministro de Cultura con González hubiera cumplido hoy 100 años. Las autoridades no le han rendido el reconocimiento merecido
Jorge Semprún hubiera cumplido hoy 100 años. Entre su muerte, en junio de 2011, y la desaparición de uno de sus mejores amigos, Javier Pradera, en noviembre de ese año, este último escribe un extenso artículo (“La extraterritorialidad de Jorge Semprún”, Claves de Razón Práctica, número 214) en el que desvela las principales características de quien fuera figura política, pensador y narrador, y un gran europeísta, y concentra sus páginas (uno de los mejores textos escritos sobre Semprún) en esa doble alma, francesa y española, que lo acompañó siempre.
Recordemos: exiliado en la República, miembro del Partido Comunista francés; participante en la Resistencia y en el maquis; detenido, torturado y deportado durante 16 meses en el campo de concentración nazi de Buchenwald; dirigente del Partido Comunista de España en la clandestinidad franquista, de donde fue expulsado; ministro de Cultura con Felipe González…, y novelista, ensayista de éxito, guionista de cine y hasta autor de una obra de teatro. Una continua reinvención. ¿No hubiera sido necesaria, en este centenario, mayor atención de las autoridades públicas a la figura multiforme de Semprún, más allá de los interesantes debates en la Residencia de Estudiantes, el pase de sus películas en la cinemateca y algún humilde esfuerzo en alguna universidad y en alguna revista, etcétera? En Francia se editaron sus obras escogidas (Le fer rouge de la mémoire, Gallimard; el fuego rojo de la memoria).
Semprún dejó escrita su última voluntad sobre el lugar y la forma en la que deseaba ser enterrado, expresando así la doble contradicción entre la identidad española y la identidad francesa, entre el recuerdo del exilio y la reconciliación posfranquista. Bien se ocupó Pradera y un grupo de amigos (entre ellos el pintor Eduardo Arroyo) de que se cumpliesen esos deseos, aunque al primero no le dio tiempo de verlo. Biriatu es un pueblecito vasco-francés emplazado a orillas del Bidasoa, que hace de frontera fluvial entre los dos países, que a Semprún le servía de punto de descanso en sus viajes clandestinos durante algunos de los años más duros de la dictadura franquista. Elige esa línea de la frontera, “patria imposible de los apátridas”, como el lugar más adecuado para perpetuar su ausencia y dar testimonio de su doble pertenencia, española de nacimiento y francesa de elección. También mostró el asentimiento para que su cuerpo fuese amortajado con la bandera republicana. Siempre se consideró a sí mismo como “un rojo español”.
De todos los acontecimientos citados, hay dos que le marcan por encima de los demás y que están continuamente presentes en su obra: el paso por Buchenwald, donde volverá con sus nietos. En uno de sus libros escribe que en 1945, tan solo unos meses después de la liquidación del campo nazi, los soviéticos lo abrieron otra vez. Buchenwald se convirtió de nuevo, bajo el control del KGB, en un campo de concentración. ¿Cómo fue posible? Y hasta el final siguió haciéndose esta pregunta: el deportado número 44.904 en los campos nazis ¿había soñado su vida en Buchenwald o por el contrario su vida no era sino un sueño desde que regresara de Buchenwald?
Fueron sus dos décadas de militancia comunista en España (de los que fue expulsado por Pasionaria junto con Fernando Claudín, su otro gran amigo y cómplice, al grito de “intelectuales cabeza de chorlito”) las que más tiene en cuenta. Semprún, a diferencia de tantos excomunistas, no se hizo anticomunista porque su obra recuerda continuamente no solo los tiempos sombríos de esa militancia y de su expulsión, sino también a los comunistas de carne y hueso, la fraternidad comunista de los combatientes en los maquis, los deportados de Buchenwald, o los desconocidos que le abrían la puerta pese a que, al hacerlo, introducían en su vida el riesgo de la cárcel por muchos años.
Tiene razón Pradera cuando escribe que la sociedad española nunca terminó de entender del todo, ni política ni culturalmente, a un hombre público y a un escritor que volvió del frío de un exilio inclemente, aunque enriquecido por los mejores valores de la Europa democrática.
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