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Jorge Semprún, en la espiral del siglo XX

El escritor, cuyo centenario se celebra este año, se automitificó con brillantez literaria para convertirse en un referente central de la cultura europea

Jorge Semprun
Los reyes Juan Carlos y Sofía y el entonces ministro de Cultura, Jorge Semprún, visitan a María Zambrano en su domicilio, tras el acto de entrega del Premio Cervantes a la escritora en 1988.MARISA FLÓREZ (EL PAÍS)
Jordi Amat

Vueltas y más vueltas. La obra de Jorge Semprún realiza este movimiento obsesivamente. Vueltas y más vueltas alrededor de un mismo asunto: su experiencia. Una apuesta narrativa que no marea, sino que hipnotiza. Escena tras escena, digresión tras digresión, el lector, sin darse cuenta, se desposesiona de la conciencia con la que había interpretado el mundo para asumir la conciencia del autor e interiorizar así su interpretación del siglo: Semprún se automitificó, disimulando sus claroscuros, como el sujeto prototípico de la era atravesada por los totalitarismos. Este propósito, en cuyo núcleo están siempre fundidos él y la política, sigue parpadeando ahora que se conmemora el centenario de su nacimiento, como si al releerlo contempláramos la fatigada luz de un faro antiguo proyectarse sobre nuestro pasado trágico como españoles y europeos.

Este proyecto empezó con su segunda vida, cuando el resistente y deportado empezaba a dejar de ser un revolucionario profesional. Tenía 40 años. En mayo de 1963 ya no es dirigente clandestino del Partido Comunista en Madrid, pero aún miembro destacado del partido en el París donde vivía exiliado. Allí una pareja de compañeros de viaje —Juan Goytisolo y Monique Lange— apostaron por que la delegación francesa en los Formentor defendiese Le grand voyage. La experimentación formal de aquella novela concentracionaria encajaba con la vanguardia narrativa que defendía esa élite literaria. Al comunicarse la concesión, el jurado recibió un telegrama firmado por Salvador de Madariaga (alguien suplantó su identidad) caracterizando a Semprún como “un estalinista notorio y enemigo del pueblo español”. Aquel verano Sánchez Dragó era detenido y durante el interrogatorio identificó al novelista premiado con el Federico Sánchez que la Brigada Político Social no había conseguido detener.

Lo que ocurrió es paradójico. El descubrimiento de la identidad coincidió con el acelerado proceso de revisión ideológica junto a Fernando Claudín que desembocó en su expulsión del partido. Semprún dejaba de ser Federico Sánchez para metamorfosearse en un disidente que ayudó a construir “la República de las Letras del siglo XX”, para decirlo con Tony Judt: un espacio de libertad intelectual donde conviviría con Camus, Koestler o Sperber, el lugar donde un grupo de excomunistas escribirían “algunas de las mejores descripciones del siglo XX”.

La relevancia de ese ejercicio cívico, que lo convirtió en figura de la cultura francesa, era desconocida en España, aunque España seguía siendo una obsesión. Este desajuste es clave para entender la disfunción que ha dificultado la consideración de su figura.

La reubicación española de Semprún tardó en producirse. El primer paso destacado fue su nombramiento como ministro de Cultura de Felipe González

Aquí no se autorizó la traducción de El largo viaje hasta la Transición. Tampoco se proyectó La guerre est finie, de 1966, cuyo guion escribió y ya era primer autorretrato de su frustración como militante al constatar la incapacidad de la dirección del PC para leer la mutación de la sociedad española. “Pobre, infeliz España. Heroica, galante España. ¡Me pone enfermo!”, declama Yves Montand en el monólogo que es el centro de la película. “Un mito para los veteranos de guerras pasadas. Y mientras, 14 millones de turistas van de vacaciones a España cada año”. Solo se estrenó pocos días después de las elecciones de 1977. Tampoco se proyectó el documental Les deux mémoires, dirigido por él en 1972, donde daba voz a la oposición y recuperaba al personaje de Montand que dialogaba con Semprún mismo. Ni tuvo repercusión la angustiosa La confesión, dirigida por Costa-Gavras en 1970, a partir de la adaptación que Semprún hizo del testimonio de Artur London sobre la inhumanidad estalinista.

Nadie sabía quién era. Y entonces, el escándalo. “Es la primera vez que lo digo”. Mayo de 1976. “El primer libro que voy a publicar en castellano —y cuando digo publicar es que ya está muy avanzado— se llamará Autobiografía de Federico Sánchez”. Rafael Borrás —director literario de Planeta— se plantó en París. En 1977 ganaría el premio más comercial. El libro político más polémico de la Transición, pero desenfocó la consideración intelectual de Semprún en España. Inscrita como una obra de esa República de las Letras, su Autobiografía de Federico Sánchez tenía todo el sentido del mundo. Pero esa República aquí no existía, difícilmente podía interpretarse desde ese lugar.

La reubicación española de Semprún tardó en producirse. El primer paso destacado fue su nombramiento como ministro de Cultura de Felipe González. Pero seguramente más relevante que su afán de actuar como un Jack Lang azañista fue lo que ocurrió durante ese periodo. Con el hundimiento del bloque soviético, la gran aventura de su vida —el comunismo— desapareció. Pero entonces, gracias a su capacidad hipnótica, revisó de nuevo su biografía y volvió a colocarse en el corazón de la historia como conciencia europea. Porque el lugar de memoria ya no era la revolución, sino los campos de concentración. La escritura o la vida, definitivamente, llevando hasta el límite ético la práctica del testimonio, lo llevó al panteón cultural donde siempre consideró que debía permanecer.

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Sobre la firma

Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Escribe en la sección de 'Opinión' y coordina 'Babelia', el suplemento cultural de EL PAÍS.

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