El retrato de Dorian Gray
Eduardo Arroyo, protagonista del espacio de EL PAÍS en la feria, repasa sus pasiones, sus inspiraciones y otras paradojas partiendo del Dorian Gray de Oscar Wilde
Oscar Wilde afirmaba en el prólogo a su singular novela: “Revelar el arte y ocultar al artista, tal es el objetivo del arte”. Hubiese querido hacer mía esta afirmación. Ahora bien, aunque debo mi reputación al hecho de que decidí ocupar diversos lugares, incluso los que no me pertenecen, siempre he querido ocultarme. Y no ver el pasado.
No vivir con mis obras, como acostumbro a hacer, no volver a leer mis textos, ¿será modestia? ¿o falsa modestia? No lo sé. Lo que sí puedo afirmar es que la única preocupación que me atenaza es la de pasar por okupa a los ojos de quienes me rodean. Esta vez también, siento la tentación de decir con Wilde que “la forma de crítica más alta, como también la más baja, es una especie de autobiografía” o acaso lo contrario. Creo que siempre he trabajado en mi autobiografía, aunque lo haya ignorado durante largo tiempo, olvidado sería la palabra más justa.
Me han gustado mucho El retrato de Dorian Gray y Robinson Crusoe. La primera de estas novelas comienza en el taller de un pintor; la segunda se desarrolla en una isla desierta. Es innegable: me he pasado media vida dentro de unos espacios donde pinto o escribo, en teatros para combatir la soledad y trabajar con los demás, en imprentas de arte, en talleres de cerámica. Esta ha sido mi vida. En el fondo, todo esto me parece trivial. He conservado mis talleres, pero no mis casas. No quería rozarme con nadie en aquellos lugares de trabajo cuyo acceso no permitía ni a los colegas ni a los críticos de arte. Vanidad y orgullo. Tal vez.
Pero también rabia frente a los elogios falsos. Ya he dicho que hoy el mundo del arte no me interesa, que no tiene nada que ver con el que conocí cuando tenía 20 años.
Sin embargo, sigo viviendo dentro de este sistema que me es extraño y que a veces, literalmente, me repugna. Entre otras muchas imperfecciones, tengo un defecto muy importante: mi ausencia de matices. Esta carencia parece estar en el origen de los juicios que emito, es decir, blanco o negro, nunca gris. Cuando reprocho, desapruebo o condeno, quisiera –sin jamás conseguirlo– suavizar con una risa tonta este rostro iracundo, esta voz grave, esta mirada fulminante. Hay un estado de ánimo excesivo, incorregible y doloroso que obstaculiza este deseo mío de deshacerme de esta ira. Ahora bien, hay que reconocer que los que me conocen se ríen de ello y ríen por mí.
Lord Henry comenta el encuentro del pintor Basil Hallward con Dorian Gray, su modelo, en estos términos: “La amistad no puede comenzar de peor manera y no puede terminar mejor que con una risa”. Frente a las dosis de buenismo que nos atenazan, comparto este sentimiento de Wilde cuando pone esta réplica en boca del pintor: “Harry […], usted no entiende lo que son, en este caso, la amistad, el odio. Usted quiere a todo el mundo; dicho de otra manera, usted no quiere a nadie”.
En mi juventud, a partir de unas líneas que había escrito, un grafólogo me había atribuido una personalidad de características poco halagüeñas, lo cual no dejó de sorprenderme. Veo doble. Espero que no sea por vanidad. La ambición sí, la vanidad no. Tengo conciencia de apropiarme esta noción de “ver doble”, por eso la fama de Dolly, la oveja clonada, no me sorprendió para nada.
Los gemelos siempre me han intrigado y cada vez que me pongo una camisa pienso en los gemelos españoles , los gemelli italianos, en los boutons de manchette franceses, uno por manga. Nunca elijo una camisa con botones en el puño.
Pinté un retrato del torero Bocanegra, Bocanegra o el juego de los siete errores (200 × 200 centímetros), al principio de mi actividad pictórica, en 1963, y en 2016 he pintado a Sylvia Beach, gemela de otra Sylvia Beach, en la cocina de Adrienne Monnier en París, el día de la publicación de Ulises.
Si uno mira de cerca los retratos que he producido a lo largo de mi vida, y son muchos, uno se da cuenta de que casi todos son retratos de frente
Si uno mira de cerca los retratos que he producido a lo largo de mi vida, y son muchos, uno se da cuenta de que casi todos son retratos de frente, los retratos de perfil son muy minoritarios. Es decir, que la parte izquierda del rostro está exactamente calcada a la parte derecha. Doblo la hoja transparente y calco una de las partes del dibujo. Desde siempre hago retratos jamás irregulares. Es un ejercicio que se produce cada vez que nace un niño en mi entorno, y nacen muchos. Según el nombre elegido por sus padres, hago un retrato del santo correspondiente. Extraña práctica para un ateo, el hecho de dibujar un retrato de un santo para que le dé suerte al recién nacido.
Quiero reconocer que mis contradicciones son múltiples no por la sana costumbre de mentir, sino porque no las puedo evitar.
En cuanto a mis predicciones políticas habría que tirarlas a la papelera. Optimismo idiota quizás. Ya se sabe que los optimistas por naturaleza somos melancólicos y adoptamos posturas con el puño cerrado para que la cabeza no se nos caiga. Nuestras manos son el soporte del rostro y nuestra mirada se posa sin querer en el horizonte y a veces en el vuelo de una mosca. Es corriente que se interprete mal, pero ¿de quién es la culpa? Últimamente, un conocido me reprochaba –pienso que me había leído mal– que yo nunca estuve en la cárcel, y tenía razón. Pero sí en calabozos varios y también en cuarteles.