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GRANDES REPORTAJES

El holocausto 60 años después

El 27 de enero de 1945, el campo de exterminio de Auschwitz, en Polonia, fue liberado. Luego lo serían los de Buchenwald, Dachau, Mauthausen… Allí se descubrió la evidencia del mayor horror vivido en Europa en su historia: una verdadera fábrica de la muerte ideada y construida por el nazismo. Seis millones de hombres, mujeres y niños judíos y muchos otros gitanos, homosexuales o minusválidos fueron asesinados a conciencia bajo el mandato de Hitler desde 1933 hasta 1945. Han pasado seis décadas. Los testigos van desapareciendo, pero los efectos de todo aquello aún se sienten en lo político, en lo social, en los conflictos que asuelan el mundo.

Al hablar de los supervivientes de los campos de concentración nazis que se atrevieron a escribir su testimonio, Rachel Ertel dice algo que me parece definitivamente pertinente, lleno de sentido. Esa escritura, afirma la ensayista francesa, "es a un tiempo un doloroso esfuerzo de anamnesis y de videncia, que mezcla recuerdos reales e imaginarios, con lo nunca visto, lo nunca dicho". Sin duda, al definir así, soberbiamente, el trabajo de la escritura testimonial, Rachel Ertel se refería a la experiencia concreta de los poetas judíos que escribían en yídish. Su ensayo En la lengua de nadie, en el que se analiza dicha experiencia, es realmente admirable. Y, por cierto, el subtítulo de ese libro, Poesía yídish del aniquilamiento, me suministra un motivo suplementario para rechazar el empleo de los términos usuales, dominantes, que dan nombre al exterminio de los judíos en Europa.

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"Holocausto", por ejemplo, es un contrasentido casi obsceno. "Shoah", que se ha impuesto desde la ficción testimonial de Claude Lanzmann, perdurará probablemente, porque el filme es objetivamente inevitable y porque surgió en un momento histórico crucial, después de las victorias israelíes de 1967; pero, sea como sea, "Shoah" tiene la ventaja mediática de la brevedad, la sonoridad de lo enigmático. Y tiene la desventaja conceptual, a mi modo de ver decisiva, de su vagoroso contenido racional e histórico: nadie conoce la exacta significación del término, sólo se supone que alude a lo sagrado, al secreto de la divina providencia. Ahora bien, Dios no tiene nada que ver con el exterminio de los judíos, ni siquiera con aquellos -una pequeña minoría- que no cejan en su empeño de tener que ver con Él. Ya llegó la hora de que se sepa y de sacar las conclusiones oportunas.

"La Torah la recibimos en el Sinaí / y en Lublin la hemos devuelto. / Los muertos no cantan la alabanza de Dios / y la Torah fue dada para vivir…". Estos versos son de Jacob Gladstein, poeta yídish de Nueva York, que ha compartido el Exterminio con toda su alma y que sobrevivió para recorrer los vericuetos de la memoria colectiva. Otros poetas judíos, cuya obra es evocada y comentada en su ensayo por Rachel Ertel, han compartido el destino común de los campos y los guetos, hasta las cámaras de gas. Entre otros, Itzhok Katzenelson, cuyo recorrido vital es ejemplar, y cuyo largo poema épico en yídish, Dos lid funm ojsgehargetn jidischn folk (Canto del pueblo judío exterminado), es un testimonio insustituible, minucioso y emocionante.

Comenzar estas breves notas, en el 60º aniversario de los campos nazis, sobre la posibilidad y los problemas de una literatura concentracionaria, comenzarlas por la poesía yídish -poesía del Aniquilamiento en una lengua aniquilada- permite establecer de entrada una distinción radical entre deportación y exterminio, o sea, entre dos experiencias históricamente superpuestas, combinadas, pero que hay que distinguir para subrayar su especificidad. Existe, en efecto, una confusión ya antigua, fruto a menudo de la ignorancia, o acaso de un pensamiento equívoco o malévolo, entre la deportación de los enemigos del nazismo -alemanes antihitlerianos, resistentes europeos- y el exterminio de judíos y gitanos. Los primeros han sido detenidos y deportados por sus actos, cualesquiera que sean sus orígenes sociales o su religión. Los segundos son exterminados por ser lo que son, aunque nunca hayan cometido un acto, un mero gesto de oposición al régimen.

La diferencia, aunque el número de muertos resistentes fuera comparable al de los judíos exterminados -y no lo es, con mucho-, no es una diferencia cuantitativa: es ontológica. Sin embargo, a pesar de la absoluta prioridad, en cierto modo fundacional, del antisemitismo en la olla podrida ideológica del nazismo, Hitler no inaugura ni desarrolla en un primer momento contra los judíos su sistema concentracionario. Lo hace contra la oposición política, contra comunistas, socialdemócratas y cristianos. El último gran campo de aquel sistema de internamiento y de reeducación de los adversarios políticos se edifica en 1937 y es el campo de Buchenwald. Habrá que esperar un año más antes de que comience la deportación masiva de los judíos alemanes. Será en noviembre de 1938, después de la "noche de cristal" -noche de violencia antisemita, de pogromos a lo largo y ancho del país-, cuando dicha deportación comience.

Hitler encierra a los judíos primero en los campos de concentración existentes. Pero inmediatamente fueron sometidos a un trato especial, especialmente bárbaro. Así, la mayoría de los judíos de Francfort perecieron en Buchenwald, en los meses siguientes a la Kristallnacht. Cinco años más tarde, el recuerdo de su martirio permanecía vivo en la memoria de los veteranos comunistas alemanes del campo. Pero a partir de 1939, del comienzo de la II Guerra Mundial, y a medida que el poder de la Alemania hitleriana se extendía sobre Europa, las autoridades nazis comenzaron a vaciar los campos existentes de sus deportados judíos para concentrarlos en un nuevo archipiélago de campos, instalados en Polonia y especialmente concebidos para el exterminio (cámaras de gas).

Durante la tristemente célebre conferencia de Wannsee, en 1942, esa política fue sistematizada, racionalizada y acelerada para llevar a cabo la solución final de la cuestión judía en Europa. A nivel de la existencia cotidiana, de la vivencia histórica, y en el marco general de la deportación, esa singularidad radical del Exterminio no puede ser ni olvidada ni subestimada. Es inmediatamente perceptible en la literatura testimonial, por otra parte. Cualquier análisis, por superficial que fuera, de La noche, de Elie Wiesel, o de Si esto es un hombre, de Primo Levi, por un lado, y de La especie humana, de Robert Antelme, por otro, bastaría para mostrar qué abismo separa la vida-hacia-la-muerte en un campo de trabajo como el que Antelme describe escrupulosamente -sin patetismo añadido, casi podría decirse fenomenológicamente- y la que evocan Levi y Wiesel.

Para sintetizar metafóricamente esa diferencia, podría explicitarse de la forma siguiente, a mi modo de ver. En un campo de exterminio -denominación que convendría reservar para los campos instalados en Polonia, los del conjunto Auschwitz-Birkenau-, la existencia de los deportados se articula en torno al peligro, al temor de la selección. Con cierta regularidad, en efecto, ciertas categorías de deportados -los más enfermos, los menos aptos para el trabajo forzado- son seleccionados para la cámara de gas. Pero ya antes, al comienzo mismo de la cadena industrial del exterminio, desde la llegada a uno de esos campos, la larga fila de los deportados que acaban de bajarse del tren, en el andén mismo que conduce a la entrada, se produce una primera selección. Un oficial de las SS, ángel de la muerte, envía a los unos hacia este lado, a los otros hacia el lado opuesto. Hacia el lado de la entrada en el campo, donde existe una posibilidad, por mínima que sea, de supervivencia; hacia el lado de la muerte inmediata, hacia la cámara de gas.

Esa experiencia de la selección, exclusivamente judía -ningún deportado resistente la ha conocido, ni puede, por tanto, recordarla- se ve agravada si se piensa en las condiciones concretas en que se desarrolla. Ocurre, en efecto, que los judíos han sido deportados en grupo: familias, comunidades aldeanas en su conjunto… Las personas que el deportado judío ve desaparecer, enviadas por una fusta de oficial SS hacia un destino desconocido, no son anónimas, desconocidos compañeros casuales de un largo viaje hacia lo desconocido: son madres, hermanos o hermanas menores, viejos abuelos. Lo que el deportado judío ve desaparecer es carne de su carne, y pronto sabrá que el destino era la cámara de gas. Una pregunta va, pues, a obsesionarle a lo largo de toda la vida: ¿por qué me salvé yo?, ¿por qué murieron ellos? De ahí el sentimiento de injusticia, de revuelta henchida de culpabilidad que le invadirá, tal vez para siempre.

La selección, pues, que abre la perspectiva mortal de la cámara de gas es una experiencia existencial que singulariza para siempre la memoria judía, de tal manera que un mínimo rigor intelectual prohíbe su banalización.

¿Puede llamarse "literatura de los campos" a un conjunto de obras bastante dispares, desde testimonios directos, factuales, puramente enumerativos, que se pueden contar por millares, y a los cuales se añaden unas cuantas tentativas más elaboradas, de una escritura que Primo Levi calificó de filtrada o depurada? Cualquiera que sea la respuesta de los especialistas, si se trata de literatura, forzoso será reconocer que tiene un carácter testimonial. Ahora bien, el testimonio es un género que plantea cuestiones. Porque los testigos, y en particular los de la deportación, no tienen, hoy por hoy, buena prensa.

Podrían escribirse muchas páginas sobre la suspicacia que provocan los testimonios de los campos actualmente. Voy a referirme tan sólo a sus formas predominantes.

La primera es la forma negacionista. Desde Paul Rassinier, fundador de esta corriente, autor de una obra clave, La mentira de Ulises, ya se sabe cómo funciona esta crítica. La denuncia de un dato erróneo, en cualquier libro testimonial, se utiliza para ningunear el testimonio en su conjunto y al testigo personalmente. Ahora bien, el testimonio histórico de las grandes catástrofes es, desde la guerra de Troya, a veces homérico, precisamente. Exagerar el horror de un detalle, falseándolo, para hacer comprender el horror en su conjunto, es un procedimiento humano, demasiado humano, demasiado habitual, que habría que evitar a toda costa en la literatura testimonial de los campos nazis. En este caso concreto, debería ser ésta una norma moral de la escritura, un límite infranqueable.

Luego tenemos la forma estaliniana de la suspicacia. Ya se sabe, pero no es inútil recordarlo: para el régimen de Stalin, todo superviviente era objetivamente culpable. Por eso, los jóvenes rusos supervivientes de los campos nazis, repatriados al paraíso del socialismo, hicieron directamente el viaje desde la Alemania central hasta el gran Norte siberiano: desde Buchenwald o Dachau hasta el gulag de la Kolyma. Rastros conmovedores de semejante drama aparecen en los relatos de Varlam Chalamov, el más grande, dicho sea entre paréntesis, de todos los escritores que han abordado la experiencia concentracionaria.

Pero sin duda la forma más sutil de suspicacia surge, aquí o allá, recientemente, en autores muy diversos, pero siempre en torno a un mismo tema, utilizando, deformándola, una frase de Primo Levi, tajante literariamente, pero estúpida desde un punto de vista conceptual. Decía Levi que todos nosotros, supervivientes por suerte o por habilidad, sólo somos falsos testigos: los verdaderos testigos habrían recorrido la experiencia hasta el final, hasta morir de ella, en ella. Naturalmente, Primo Levi, amante de un pensamiento claro, racional, sabía perfectamente que sólo pueden ser testigos los supervivientes. Su frase perentoria sólo es eso: una frase, que hay que descifrar literariamente. ¿Por qué habría escrito tanto sobre Auschwitz si hubiese estado convencido de ser un falso testigo, por superviviente?

Sea como sea, algunos, glosando esta abrupta declaración de Primo Levi, desarrollando ciertos temas terroristas de Maurice Blanchot sobre "lo indecible" y sobre "el desastre de la escritura", levantan una suspicacia metafísica frente a los supervivientes, falsos testigos por esencia.

Pero la cuestión del testimonio, de la literatura testimonial de los campos nazis, va a cambiar bien pronto de naturaleza. Ya no habrá, muy pronto, testimonios, directos, en bruto, o elaborados, puesto que ya no habrá testigos. Dentro de meses o años, en un porvenir histórico, en cualquier caso, cercano, ya no habrá memoria personal de los campos. Hasta la memoria judía, la más perdurable, por definición -porque ha habido millares de niños judíos deportados, y ningún niño resistente-, incluso dicha memoria va a desvanecerse en tanto que memoria de superviviente. En tanto, dicho de otra manera, que memoria inmediata y viva.

Dentro de poco tiempo, cuando todos habremos muer-to, nadie podrá intentar rememorar, para compartirlo, o lanzarlo en desafío al mundo en torno, el recuerdo de una explanada de campo de concentración -de cualquiera, todas se parecían-, donde se pasaba lista a las cinco de la mañana, en verano como en invierno, a la hora en que se formaban los komandos de trabajo, en un alboroto ensordecedor, confuso, en que se mezclaban la música de circo de la orquesta y los aullidos de los suboficiales SS. Aquella hora inolvidable, pero ya nadie podrá acordarse, en que se desplegaba el ingenio tenaz, heroico desde un cierto punto de vista, desesperado en cualquier caso, de los que se negaban a trabajar, los agotados, los solitarios, los musulmanes, según la jerga de los campos, que intentaban rehuir la atribución de los puestos de trabajo más penosos y más expuestos.

Ya nadie podrá atreverse a describir lo que fueron las enfermerías de los campos, los barracones de inválidos; a intentar hacer comprender, a sugerir al menos, por el recurso de algún artificio narrativo, lo que fue el olor de los hornos crematorios, de aquellas nubes de impalpables cenizas sobre los campos de Polonia y de Alemania. Y, sin embargo, no hay recuerdo más emblemático, más profundo, que aquel hedor del crematorio, evanescente pero imborrable, indescriptible pero singular entre todos los olores posibles o imaginables.

Es probable, es seguro incluso, que la literatura secundaria, la de comentario o reflexión, proseguirá su labor. Pero, si no hay memoria de verdad, vivaz y verídica, ¿quién contará a las nuevas generaciones, a las de nuestros nietos, aquella historia?, ¿quién transmitirá esa memoria? La única posibilidad de que tal cosa ocurra reside en que la ficción narrativa se apodere de dicha materia histórica.

Esta idea, obvia, sin embargo, si se piensa en profundidad, provocará hoy, sin duda, rechazos y repulsas, incluso sorpresa indignada. Y estas reacciones negativas serán más fuertes en los países cuya memoria colectiva más tenga que ver, más próxima esté de los acontecimientos históricos de la deportación y el exterminio. Puede entenderse, desde luego. Pero no hay otra perspectiva. No hay otra posibilidad de memoria viva, capaz de enriquecerse sin cesar, si los futuros novelistas no se apoderan, con imaginación creadora de verdad, de aquella materia histórica.

De todas maneras, el recurso a la ficción narrativa para prolongar una memoria testimonial agotada, bien pronto clausurada, sólo sería un retorno a los orígenes. El primer gran libro sobre la experiencia concentracionaria occidental, Los días de nuestra muerte, de David Rousset, es una novela, en efecto. Apenas regresado de la deportación, y después de escribir un breve ensayo sobre El universo concentracionario, David Rousset tuvo la increíble audacia de elegir la forma novelesca de una escritura polifónica para adentrarse en la experiencia de la vida mortífera y de la resistencia en los campos nazis. Esa visión de conjunto se funda en su experiencia personal de deportado -en Buchenwald y Neuengamme- y en una profunda encuesta documental. A pesar de ello, Los días de nuestra muerte, gran libro complejo y caótico, torrencial y crítico, en que se plantean todas las cuestiones que han seguido interesando desde entonces a los comentaristas, obra maestra de la literatura de los campos, no tuvo el público de lectores que se merecía. Hoy, rescatado del olvido, sería una excelente introducción a dicho universo para las jóvenes generaciones.

Cabe preguntarse, en 1947, fecha de publicación del libro de Rousset, ¿era aún demasiado fuerte la sordera social?, ¿ha sido la forma novelesca la que pareció chocante, restando verosimilitud al testimonio? Estas cuestiones siguen planteándose, en un contexto diferente.

"Gracias al cuadro de Goya se mantiene el recuerdo de los fusilamientos del Tres de Mayo", escribe Rachel Ertel en el notable ensayo que ya he citado. "Gracias al cuadro de Picasso se conserva la memoria del bombardeo de Guernica…".

Podrían añadirse otros ejemplos con el mismo significado. El libro que perpetúe la memoria de la deportación, del Exterminio, ¿será uno de los que se inscriben en el género testimonial?, ¿hará falta que se agote la escritura testimonial para que la ficción narrativa produzca esa obra emblemática?

Es una cuestión abierta hacia el porvenir de esa antigua muerte. Y no es tan sólo una cuestión literaria, claro está: es también una cuestión histórica y política.

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