Recuerdo y pesadilla
Auschwitz es el nombre de un lugar concreto y de un episodio del pasado, pero también es una posibilidad, el recordatorio y la advertencia de lo que unos seres humanos pueden hacerle a otros; de que ni la cultura, ni las buenas maneras, ni la sólida educación le impiden a nadie convertirse en verdugo, en obediente ejecutor de un proyecto de exterminio.
Mi amigo el profesor Karl-Ludwig Selig logró huir de Alemania en 1938, cuando tenía 12 años, pero aún hoy, a los 78, sueña con los abrigos de cuero y los sombreros flexibles de los hombres de la Gestapo que un día fueron a detener a su padre, y el miedo le despierta. El profesor Selig y sus padres estuvieron entre los afortunados: pudieron escapar a tiempo, a diferencia de la mayor parte de su familia, que pereció en Auschwitz. Era, recuerda, un niño torpe, débil, muy miope. En el campo le habrían destinado enseguida a la cámara de gas.
Auschwitz, para mí, es parte de una historia desgarradora, pero también lejana, inevitablemente, un lugar acerca del que aprendo en los documentales y en los libros de historia o de recuerdos. Historia que tiene la frialdad de la constatación de lo objetivamente sucedido, por atroz que sea: recuerdos que pertenecen a personas a las que no he conocido, a las que podría mirar si me descuidara a través del filtro de irrealidad de la literatura. Pero para este anciano de gafas gruesas y cabeza pelada que no perderá nunca el acento alemán, Auschwitz es algo mucho más cercano, tan cierto como las pesadillas que le siguen despertando por las noches, a pesar de la lejanía del tiempo. Auschwitz es el lugar donde podría haber terminado su vida hace muchos años, igual que terminaron las de tantos amigos y parientes suyos, y la conciencia de esa posibilidad se asoma a sus ojos cuando mira al vacío y su memoria se desliza a un pasado que, en lugar de apaciguarse, cobra cada día más viveza. El profesor Selig vive en el Upper West Side de Nueva York, donde aún quedan tantos fugitivos de la Europa homicida de su infancia. Algunos de ellos, que sí fueron a Auschwitz, soñarán con las alambradas y los torreones, con las barracas de madera y las ejecuciones en la horca acompañadas por una música de orquestinas vienesas; recordarán el olor del humo de los hornos, el sabor infame de la sopa grasienta. Durante muchos años, casi todos ellos, los que habían logrado volver, callaron acerca del infierno que habían conocido: nadie parecía muy interesado en escucharles, y había prisa por superar las heridas de la guerra, por construirse cada uno un porvenir digno de ser vivido.
En el mismo barrio por donde se sigue paseando el profesor Selig vivieron tantos de los supervivientes atormentados por la memoria y la culpa que pueblan las novelas más sombrías de Isaac Bashevis Singer. Muchos murieron sin contar nada, sin que les preguntara nadie. Otros han vivido lo bastante como para asistir a la construcción de memoriales y museos, incluso a la sentimentalización de un espanto para el que no hay paliativos ni explicaciones, para el que casi no hay palabras. Las palabras no pueden contar aquel abismo, dice otro superviviente que además trabaja con ellas, el novelista Imre Kertész, sólo unos años más joven que el profesor Selig. No hay palabras, y tampoco lecciones ejemplares nacidas de la supervivencia: se sobrevivía por azar, no por mérito ni por coraje, y entre la muerte y la supervivencia había esa zona gris de la que habló no mucho antes de morir Primo Levi, y en la que el verdugo injuria a su víctima forzándola a la indignidad moral. Y después de tantos relatos, de tantas memorias, monografías, documentales, novelas, queda una última imposibilidad de saber, que el mismo Levi indicó: nadie sabe cómo eran los últimos círculos del infierno de Auschwitz, porque quien llegó a ellos no regresó para contarlo. Nadie sabe cómo eran las tinieblas en la cámara de gas cuando el veneno empezaba a filtrarse por los respiraderos, nadie ha contado cómo unos seres humanos se amontonaban sobre otros buscando una leve corriente de aire no envenenado y los aplastaban antes de que el gas los matara.
Parece que lo sabemos todo, y no sabemos casi nada.
Auschwitz es el nombre de un lugar concreto y de un episodio del pasado, pero también es una posibilidad, el recordatorio y la advertencia de lo que unos seres humanos pueden hacerle a otros; de que ni la cultura, ni las buenas maneras, ni la sólida educación, ni el amor por la música o por los atardeceres le impiden a nadie convertirse en un verdugo, en obediente ejecutor de un proyecto de exterminio. Auschwitz es un acontecimiento único, un agujero negro en la historia del siglo XX, pero la crueldad y el fanatismo frío que lo hicieron posible han actuado y actúan en otros lugares, facilitan la eliminación de personas, de colectividades enteras, a las que se priva de la plena humanidad antes de privarlas de la vida. Perros, cerdos, gusanos. El recuerdo es a la vez un acto de justicia hacia los perseguidos y las víctimas y una urgente obligación política. Muy pronto esa tarea recaerá exclusivamente en quienes no fuimos testigos directos de lo que sucedió, y será nuestro deber transmitirlo a quienes nos sucedan.
Mientras tanto, a los 78 años, el profesor Karl-Ludwig Selig sigue reviviendo las pesadillas infantiles en las que agentes de la Gestapo dan golpes en su puerta. Le hacen despertarse, como si no hubiera pasado el tiempo, como si hubieran logrado alcanzarlo en su apartamento de Nueva York.
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