Motivos para recuperar el optimismo tecnológico. Razón, aquí
Las inteligencias artificiales pueden liberarnos de tareas aburridas y hacernos más creativos, ¿podemos volver a confiar en la tecnología?
Las distopías tecnológicas llevan años de moda, hasta el punto de que algunos tienen asumido que acabaremos viviendo en un episodio larguísimo de Black Mirror. No sin motivo: los empresarios y gurús de Silicon Valley nos prometieron un paraíso de conocimiento libre y democracia. En lugar de eso, tenemos apps que nos vigilan, redes sociales que rebosan teorías de la conspiración e inteligencias artificiales que amenazan con robarnos el trabajo.
A pesar de todo, hay hueco para un optimismo moderado como el que defienden, entre otros, Kevin Kelly, ensayista y cofundador de la revista Wired, y el filósofo John Danaher, autor de A Citizen’s Guide to Artificial Intelligence (Una guía de la inteligencia artificial para ciudadanos, sin edición en español). Al fin y al cabo, la tecnología nos ayuda cada día a mantener el contacto con la familia cuando nos mudamos a otro país, a trabajar desde casa durante una pandemia y a leer prensa de todo el mundo en pijama.
Se trata de un optimismo crítico, consciente de los riesgos y problemas que plantea cada cacharro que inventamos. Pero que también tiene presente que estas innovaciones nos han ayudado desde que encendimos el primer fuego, transportamos grano en el primer carro y encendimos la primera bombilla.
¿La IA nos robará el trabajo? ¡Ojalá!
Las noticias sobre inteligencia artificial suelen incluir al menos una de estas dos advertencias: nos dejará en el paro y nos matará a todos. No se trata solo del catastrofismo en el que caemos de vez en cuando los periodistas: son mensajes que trasladan muchos ingenieros y programadores. Como Sam Altman, cofundador de OpenAI, que ha llegado a decir: “Con la IA debemos tener el mismo cuidado que con las armas nucleares” y “si la inteligencia artificial sale mal, puede salir muy mal”.
Hay informes que ya aseguran que esta tecnología acabará con el 25% de los empleos, incluyendo oficinistas, arquitectos y abogados, pero los escenarios más catastrofistas no son probables, según muchos expertos. Por suerte, también estamos muy lejos de una inteligencia artificial que pueda destruir la humanidad, voluntariamente o por error.
No es descartable que estemos exagerando las posibilidades de la inteligencia artificial, como llevamos décadas haciendo y como apunta el historiador cultural John Higgs en su libro The Future Starts Here (el futuro empieza aquí, sin edición en español). Higgs recuerda por correo electrónico: “Hace cinco años estábamos seguros de que ya tendríamos coches autónomos [apenas ahora empiezan a circular los primeros taxis sin conductor por las calles de San Francisco]. Habíamos recorrido el 98% del camino, nos decían, y a la velocidad a la que mejoraba la tecnología íbamos a resolver ese problema muy pronto”. Pero “ese 2% resultó ser mucho más difícil de lo esperado”.
Por poner otro ejemplo, ChatGPT es admirable porque escribe textos coherentes, pero aún sufre alucinaciones e inventa parte de su información, como cuando le dijo a Jordi Pérez Colomé, periodista de EL PAÍS, que Pedro Sánchez tiene barba. Ese último 2% también se le resiste.
A pesar de todo, un 98% no está nada mal para algunas herramientas. Los más optimistas, como el ya citado Kelly, defienden que la IA no nos robará el trabajo, sino que nos ayudará con lo más aburrido y mecánico: documentación, borradores, edición…
Será otra herramienta más, igual que los procesadores de texto, el teléfono o los ordenadores, y nos dará tiempo para dedicarnos a la parte creativa y divertida de nuestras tareas, igual que hace años que no tenemos que pelearnos con el fax o que podemos consultar casi cualquier información sin levantarnos de la silla. Por no hablar de que herramientas como el correo electrónico y las videorreuniones han contribuido a que el camino hacia el teletrabajo sea inevitable, aunque algunos todavía se resistan.
Este optimismo moderado no debería llevarnos a bajar la guardia. Como recuerda Higgs, el escenario es muy atractivo, pero también le puede dar ideas a un CEO que decida, por ejemplo, que una inteligencia artificial y un trabajador mal pagado pueden hacer lo que antes hacían otras siete u ocho personas, aunque sea peor. De hecho, este es uno de los problemas que encontramos en el mercado laboral desde la revolución digital, como explica el economista Phil Jones en Work Without the Worker (el trabajo sin trabajador, sin edición en español): no se están creando tantos nuevos empleos como los que se destruyen.
Tampoco es un problema insoluble: expertos como Higgs o el también historiador Rutger Bregman recuerdan iniciativas con cada vez más apoyo, dirigidas justamente a tratar estos peligros, como la reducción de jornada y la renta básica universal, ya que las empresas sin trabajadores siguen necesitando clientes. El propio Jones, muy crítico, escribe que la tecnología y la automatización nos deberían ayudar a trabajar menos y mejor: nuestra falta de imaginación, escribe, “solo se ve igualada por los esfuerzos imaginativos de Silicon Valley para explotar los errores del sistema”.
El cambio climático tiene muchas soluciones
Cuando hablamos de tecnología y optimismo, uno de los temas más debatidos es el del cambio climático. Los más utópicos confían en que podremos encontrar una solución tecnológica que acabe con el calentamiento global. Pero esto quizás lleve al error de pensar que las acciones que podemos llevar a cabo ahora, desde reciclar el plástico a multar a las empresas contaminantes, no sirven para nada, y es mejor esperar al invento definitivo que capture el CO2 o refleje los rayos del sol en la atmósfera. El problema, claro, es que este invento podría no llegar jamás.
Danaher recuerda que hemos de evitar el tecnodeterminismo. Como nos explica por correo electrónico, este error consiste en estar seguros de que encontraremos soluciones para nuestros problemas solo porque hasta ahora siempre lo hemos hecho. En cambio, el optimismo nos puede animar a investigar con la confianza de que los problemas tienen solución, sin dejar de trabajar con los medios con los que contamos en la actualidad. No hay justificación para “esta fe inquebrantable en que la tecnología puede solucionarlo todo”, pero sí tiene sentido “la confianza en que la tecnología, combinada con la creatividad humana y la acción colectiva, puede hacer que el mundo vaya un poco mejor”.
En una línea similar, Higgs defiende un “optimismo pragmático”: “A una mentalidad optimista se le ocurrirán muchas soluciones posibles a un problema. La mayoría no funcionará, pero una de ellas puede que sí”. Para Higgs, este optimismo es “la forma de actuar más racional, efectiva y sensata”. De hecho, cree que el pesimismo es tan peligroso como el optimismo ciego: “Un pesimista asumirá que estamos perdidos y que no hay nada que podamos hacer”.
Lo más probable es que la tecnología por sí sola no solucione el problema del cambio climático: harán falta cambios políticos, económicos y sociales. Pero también tecnología. De hecho, ya está ayudando ahora mismo, como en el caso de las energías renovables: en 2022 España fue el segundo país de la UE que más electricidad produjo con aerogeneradores y con paneles fotovoltaicos. El 21% de la energía que se consumió ese año procedía de tecnologías renovables, lo que coloca a nuestro país entre los 25 primeros del mundo, aún lejos de Noruega (72%), Suecia (53%) y Brasil (49%). La media mundial estaba en torno al 11% en 2019.
Tu móvil, tus datos
En un artículo en defensa del optimismo tecnológico, Kevin Kelly recuerda que las nuevas soluciones traen nuevos problemas: lo que tenemos que procurar es crear al menos un 1% más de soluciones que de problemas. Parece poco, pero “la civilización es ese 1% acumulado a través de décadas”.
En este sentido, Danaher explica que el optimismo moderado propone evaluar la tecnología en su conjunto. Podemos concluir que aporta más resultados positivos que negativos para nuestra sociedad, aunque algunas de ellas en particular sean más perjudiciales que ventajosas. Como, por ejemplo, las armas nucleares. También puede ser que algunas concretas, como los relojes digitales o los paneles solares, “ofrezcan una mezcla de cosas buenas y malas, pero que las buenas tengan más peso”.
En el bolsillo llevamos un buen ejemplo de esta mezcla de pros y contras: el móvil nos da acceso a libros, periódicos, música y, en definitiva, todo internet. Ya no nos perdemos cuando vamos de viaje gracias a las aplicaciones de mapas. Si no conocemos el idioma, podemos traducir la carta del restaurante con apps como Google Lens. Y si al volver a casa nos ponemos una peli y no recordamos el nombre de esa actriz, podemos dar con él en el tiempo que tardamos en teclear la búsqueda con nuestros pulgares.
Pero esas aplicaciones también recogen de nosotros toda la información que pueden (quiénes somos, dónde estamos, qué hacemos, qué cara tenemos) para vender toda la publicidad que les dejen. Como explica Shoshana Zuboff, filósofa y profesora del Harvard Business School, en su libro La era del capitalismo de la vigilancia (Paidós), este modelo de negocio no es inevitable ni inmutable, y puede cambiar incluso sin que se resienta la economía: si algo ha demostrado el capitalismo es su capacidad para adaptarse, evolucionar y encontrar la forma de hacer dinero.
Existen alternativas y propuestas para proteger nuestra privacidad y establecer límites legales. Por ejemplo, Jaron Lanier, ensayista y pionero de la realidad virtual, sugiere que nos paguen por nuestros datos, y James Williams, exestratega de Google y autor de Clics contra la humanidad, propone que podamos elegir si queremos pagar con nuestra atención o con dinero.
Por supuesto, las empresas se resisten a la regulación y a los cambios, como nos recuerda, por correo electrónico, Margaret O’Mara, historiadora y autora de The Code (el código, sin edición en español), un libro sobre el origen de las grandes tecnológicas estadounidenses. En su opinión, el tecnooptimismo más utópico surge de “un sentimiento auténtico y muy arraigado entre estos empresarios sobre la importancia y el valor de lo que están construyendo”, que además está ligado con su rechazo a la regulación y la legislación. Lo que no quita que cada vez más expertos y usuarios vean imprescindibles estas normas para evitar, como apunta Higgs, las “muchas formas en las que las empresas pueden dañar a las personas de forma perfectamente legal” y afectar a nuestra “calidad de vida y seguridad económica”.
¿Este optimismo es racional o engañoso?
El optimismo tecnológico está relacionado con las ideas de pensadores que creen que nuestra historia está yendo a mejor década tras década, como defiende Steven Pinker en libros como En defensa de la Ilustración. Hay motivos que sustentan este optimismo, como el avance en los dos últimos siglos de la esperanza de vida y la alfabetización, o la caída en picado de la mortalidad infantil, entre otros indicadores y tal y como recoge Our World in Data. Este proyecto, liderado por el economista Max Roser, recoge datos que muestran los cambios en las condiciones de vida en todo el mundo.
El filósofo John Danaher recuerda que la tecnología forma parte de estas soluciones, y no solo a largo plazo: podemos mencionar avances recientes que hace solo unos años habrían sonado a ciencia ficción. Por ejemplo, el puente digital entre el cerebro y la médula espinal que ha ayudado a un tetrapléjico a caminar de nuevo, los implantes que han permitido a una mujer ciega reconocer formas y letras, y las vacunas que suman éxitos contra enfermedades como la covid y el cáncer de páncreas.
Por supuesto, la tecnología también trae consecuencias negativas. En estos casos, la ingeniería genética y la neurociencia presentan riesgos, como los bebés a la carta que hacen pensar en distopías como las de Gattaca o In Time, con millonarios con cuerpos perfectos y con los excluidos de siempre, que quedan al margen de estos privilegios.
Higgs nos recuerda que la tecnología es una herramienta y los responsables tanto de lo bueno como de lo malo somos las personas que la usamos. Ni las críticas a la tecnología nos deben hacer pensar que un futuro distópico es inevitable, ni el optimismo nos debería llevar al error de confiar en que todo irá a mejor sin necesidad de que hagamos nada.
Para huir de esta disyuntiva entre utopía y distopía, Kelly propone un término que puede ser útil, la protopía. Las protopías son proyectos de cambio gradual y continuado en los que podemos evaluar los efectos de estas innovaciones para regularlas, dar marcha atrás o, si todo va bien, impulsarlas y disfrutar de ellas. El optimismo está justificado, pero requiere trabajo y esfuerzo. El objetivo es lograr que ese esfuerzo merezca la pena.
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