¿Qué es un Estado judío? Israel y su negación de la realidad
La indiferencia de la mayoría de los israelíes ante la ocupación del pueblo palestino y sus tierras define al país, que acaba de cumplir 75 años. El escritor y ensayista David Grossman, nacido en Jerusalén, reflexiona sobre esta indolencia
La respuesta a la complicada pregunta de qué es un Estado judío parece sencilla: la entidad en la que hoy viven los ciudadanos israelíes —tanto judíos como árabes— es un Estado judío. Alberga una mayoría judía decisiva que, en su mayor parte, considera que el Estado es el hogar nacional del pueblo judío; en general, se rige por el calendario judío (el día de descanso nacional es el sábado, el sabbat, y las fiestas y las fechas conmemorativas judías son fiesta nacional); y la lengua dominante es el hebreo, la lengua de la Biblia, en la que está envuelta la identidad del pueblo judío.
En los 75 años de independencia del Estado se han acumulado numerosas capas de vida judeoisraelí que, en realidad, empezaron a formarse años antes de su creación. Una de ellas, por supuesto, es la compleja relación entre la mayoría judía y la minoría árabe. Cada momento de la historia israelí contiene el ADN de la enrevesada, dinámica y turbulenta manifestación del Estado judío que se conoce como Estado de Israel.
Pero, un momento, ¿no estamos olvidándonos de algo?
Hay un elemento que forma parte sustancial de la formación de la identidad de Israel: la indiferencia casi total de la mayoría de los israelíes ante la ocupación del pueblo palestino y sus tierras desde hace más de 55 años. Hay que dejar claro que Israel no es el único responsable de que en las últimas décadas no se hayan hecho verdaderos intentos de resolver el conflicto. Ha habido errores graves tanto de los palestinos como de los israelíes que nos han llevado a lo que ahora parece un callejón sin salida. Pero ahora, cuando celebramos el 75º aniversario de Israel, una ocasión que invita tanto a asombrarse como a reflexionar, debemos examinar si el término “Estado judío” es quizá una forma de olvidarse de la ocupación. Y también debemos preguntarnos si esa barbaridad, olvidar la ocupación y borrarla de la conciencia israelí, es algo que podamos pasar por alto.
“La situación”. Así es —muchos lectores lo saben ya— como los israelíes nos referimos a nuestra relación con los palestinos. Es el nombre que damos a un derramamiento de sangre que empezó hace varias décadas, unas guerras y “operaciones” que nunca acaban de satisfacer su sed, la ocupación, la resistencia, la construcción de asentamientos, el allanamiento —en todos los sentidos de la palabra— y el terrorismo.
La mayoría de las personas que nacieron cuando ya existía “la situación” y han vivido toda su vida en ella perdieron ya hace tiempo cualquier esperanza de que algún día pueda resolverse. Están paralizados por la complejidad de todas sus facetas: los círculos sin fin, la inevitabilidad de la violencia de un lado y la violencia del otro, los eslóganes vacíos que sirven para contar versiones interminables de lo que sucede, la forma de convertir las historias humanas reales en relatos manipuladores, el insulto a quienes ven su esencia vital reducida a un cliché.
Los que nacimos en “la situación” hemos aceptado que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos están condenados a vivir en medio de la violencia y, en muchos casos, a morir por ella. Ya sabemos que la fuerza no garantiza la victoria. Que una espada es un arma de doble filo. Lo sabemos, pero miramos para otro lado. Nos encerramos cada vez más en nosotros mismos y nos dejamos vencer por la apatía y el fatalismo, nos entregamos al consuelo de la religión y a las exageraciones del nacionalismo. Buscamos escapatorias cómodas y accesibles, estrellas que brillan ante nuestros ojos vidriosos, cualquier cosa que nos distraiga de las preguntas terroríficas e inquietantes que suscita el conflicto.
Quienes nos observan nos ven cada vez más pasivos, emocionalmente “neutralizados” (otra palabra espantosa del vocabulario del conflicto). Pero el abismo que hay entre nosotros y la realidad derivada del conflicto no está vacío: lo llena sin cesar un torrente de fuerzas extremistas, nacionalistas y fundamentalistas. Unas fuerzas que hacen todo lo posible —sin detenerse ante nada— para imponer sus objetivos a la mayoría atemorizada y paralizada.
Es peligroso hablar de “las características” de un Estado o una nación, pero se pueden señalar acciones y procedimientos. Un ejemplo claro es la denominada “campaña de asentamientos”, un proceso que ha creado una realidad y ha transformado Israel. El propósito de esta campaña —geográfica, política, militar y, sobre todo, psicológica—, desde el principio, fue desbaratar las posibilidades de instaurar unas fronteras justas y aceptadas por las dos partes y, como consecuencia, ha impedido y sigue impidiendo llegar a un acuerdo de paz estable que sería fundamental para el destino de Israel. De la misma forma, la religión judía se ha entrelazado hasta tal punto con la política israelí, desde hace décadas, pero, sobre todo, desde la guerra de los Seis Días, que ya no es posible desenredarlas.
Israel cumple 75 años de independencia, pero sigue sin tener unas fronteras permanentes y aceptadas. Desde los primeros momentos, los límites del Estado se han contraído o se han ampliado en función de guerras y operaciones, retiradas y ocupaciones y acuerdos de diversos tipos. Un Estado que carece de fronteras aceptadas vive en constante y peligrosa tensión: entre la tentación de invadir a sus vecinos y el temor a que lo invadan ellos. Esta tensión constante, esta incertidumbre existencial, hace que Israel se parezca algo más a una fortaleza que a un hogar y determina la naturaleza actual del Estado judío.
El judaísmo al que me siento vinculado es laico y humanista. Cree en los seres humanos. Lo único que considera sagrado es la vida humana. Los que creen en él consiguen cosas a través del diálogo, jamás mediante la coacción.
En el interior de mi mente hay una frecuencia en la que percibo mi pertenencia al pueblo judío, pero también mi aversión ocasional a esa pertenencia. Siento una enorme afinidad con el destino del pueblo judío y con su gloriosa y terrible historia. Con la lengua hebrea en sus diversas evoluciones. Con la rica cultura que creó. Con su irónico e incómodo sentido del humor.
Al judaísmo con el que tengo un vínculo le repugnan la euforia y la arrogancia que veo en ciertos círculos del judaísmo actual y las fusiones con grilletes que me aprietan cada vez más: la fusión de la religión con el mesianismo, de la fe con el fanatismo, de lo nacional con lo nacionalista y lo fascista.
“La situación”, que sigue multiplicándose, obliga a preguntarse sobre el derecho de Israel a definirse como democracia. Un régimen de ocupación no puede ser democrático; es imposible. Al fin y al cabo, la democracia surge de la honda convicción de que todos los seres humanos son iguales y está mal negar a una persona el derecho a determinar su propio destino.
Los años de ocupación y humillación pueden crear el espejismo de que el valor humano está sujeto a una jerarquía. A la nación ocupada se la acaba considerando inferior, con una inferioridad innata y existencial. El ocupante piensa que sus miserias y su infortunio constituyen un destino teóricamente derivado de su propia esencia (el mismo trato, como sabemos, que han dado siempre los antisemitas a los judíos). Sus miembros son personas cuyos derechos humanos se pueden negar y cuyos valores y deseos se pueden denigrar. Por supuesto, la nación ocupante se considera superior y, por tanto, con un derecho innato a controlar. En esta realidad, a medida que la religión tiene más peso, arraiga la idea de que esa es la voluntad de Dios. Y es fácil entender que, en este clima, la concepción democrática del mundo vaya desvaneciéndose.
Y yo pregunto: ¿Cómo es posible que quienes creen que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza pisoteen esa imagen?
Hoy en día, parece que, para la mayoría de los israelíes, la ocupación y sus repercusiones no provocan ni la más mínima angustia, ni mucho menos un sentimiento de culpa por vivir una vida de mentiras y represión. Casi todos han aprendido, mediante una serie de instintos muy refinados, a “vivir con ello” (tengo la tentación de decir “ignorarlo”). Tampoco es que pensar en la ocupación haya empujado a los ciudadanos israelíes ni a la mayoría de sus gobernantes desde 1967 a tomar medidas para, por fin, empezar a remediar la perversa situación. Nos hemos acostumbrado a ella. Y el Estado de Israel construye su propia imagen y su propio relato con tanta eficacia y tanto hermetismo que ha erigido una barrera impenetrable entre su conciencia y la realidad.
Cuando los judíos estaban dispersos en 70 grupos de la diáspora, soñaban de forma enternecedora con la maravillosa y onírica Eretz Yisrael, la tierra de Israel, e incorporaban ese anhelo a unas vidas cotidianas que muchas veces estaban llenas de privaciones y persecuciones. Benjamín III y su amigo Sendrel, los personajes de ficción creados por Mendele Mocher Sforim en Los viajes de Benjamín III, viven con los pies atrapados en la diáspora mientras sueñan con Eretz Yisrael, a la que están seguros de tener derecho. Muy pronto llegarán a ella, llenarán su estómago de dátiles e higos y verán al rey Salomón utilizando el legendario shamir para cortar las piedras del Primer Templo. “Está todo allí”, dice Benjamín con añoranza, “están todos los lugares”.
Este don excepcional (el que se escenifica en El violinista en el tejado) de creer sin reparos en el poder de la imaginación y ser capaces de negociar con la imaginación para que se haga realidad está volviendo a manifestarse hoy, pero en esta ocasión el violinista está en un carro de combate y el don se utiliza para borrar de nuestra mente la existencia de otra nación, la humillación y los sufrimientos que le infligimos a diario y las injusticias creadas. En esta ocasión, el don nos ayuda a crear unas redes asombrosamente elaboradas para sortear la realidad, que hacen posible que perdure la situación de pesadilla, al parecer sin pagar ningún precio.
En otras palabras: la imaginación, ese órgano metafísico que contribuyó de manera tan decisiva a llevar a cabo la tremenda hazaña de volver a Sion, ahora permite a los israelíes que lo deseen —que, por lo visto, son legión— crearse una imagen de la realidad en la que falta toda una nación: millones de personas que tienen aquí su patria.
Por consiguiente, una de las muchas respuestas posibles a la pregunta “¿qué es un Estado judío?” es: “Un Estado judío es un Estado con la habilidad de vivir una vida plena e intensa al tiempo que se engaña y reprime mientras incurre en una negación total de la realidad”.
La imaginación aviva su propia llama y se convierte en alucinación.
La alucinación se materializa.
Algunos saben cómo moldearla para favorecer sus propios fines.
La realidad se vuelve delirante.
Cada vez más gente se deja atrapar por ella.
Y otros caen atrapados a su pesar.
Sin embargo, ahora que conmemoramos nuestra independencia, me gustaría proponer añadir a la definición de Estado judío una faceta más que, si se aplicara, podría reforzar la identidad y los valores judíos de Israel y mejorar su relación con la gran minoría palestina. “Si se aplicara”, porque hoy no se aplica, o solo en muy escasas circunstancias. Pero es posible que algún día, cuando se resuelva el gran conflicto entre Israel y el pueblo palestino, los ciudadanos judíos y árabes del Estado puedan sentirse dispuestos a alcanzar también una verdadera reconciliación.
Parte de la gran e increíble revolución del regreso de la nación judía a su patria es que ahora debe aprender a ser una mayoría. Debe curarse las heridas de haber sido una minoría perseguida y comprender las obligaciones que tiene una mayoría respecto a las minorías con las que convive. No es un aprendizaje. Implica renunciar a unos bienes concretos y abstractos: la identidad y la autopercepción (renunciar a los estereotipos y los prejuicios es muy difícil). Por ejemplo, exige un cambio drástico de los planes de estudios y una política de protección de las minorías frente a los males del racismo y los delitos de odio.
Estas medidas tienen la capacidad de crear una realidad en la que todas las personas, tanto de la mayoría como de las diversas minorías, puedan florecer, sentirse protegidas, sentirse representadas en todos los sistemas de vida y de gobierno, tener los mismos derechos y obligaciones, vivir con dignidad y equidad, tanto económica como cultural. Entonces podrán sentirse valoradas y capaces de contribuir a la historia de fondo de su propia comunidad sin borrar las de los demás. Podrán curar las heridas del pasado presentes en sus raíces.
Si se toman estas medidas, entonces podremos inscribir en la entrada del Tribunal Supremo y citar con orgullo este versículo: “Una misma ley tendréis; como el extranjero, así será el natural” (Levítico 24:22). Y los laicistas y los ateos, ante la puerta de la Kneset (el Parlamento), leerán con énfasis, como en una oración laica, el versículo allí inscrito: “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” (Génesis 1:27).
Pero ¿por qué limitarse a reparar la relación del Estado con su gran minoría nacional? ¿Por qué no ir más allá y extender esa aspiración a todas las minorías, todos los grupos desfavorecidos, de cualquier nación, raza y sexo? Los solicitantes de asilo también son una minoría atribulada. Los ancianos al borde de la hambruna también sufren. Igual que los discapacitados, quienes viven por debajo del umbral de la pobreza, los supervivientes del Holocausto. Y cada vez más grupos.
Quizá digan: eso que está proponiendo es un Estado del bienestar; ¿qué tiene de “judío”?
Es judío porque la mayoría de estos deseos, este concepto de sociedad y esta forma de ver la vida ya están expresados en hebreo, en la Biblia. Y ahora, como ya he dicho, se harán realidad en un Estado en el que los judíos son mayoría. El término mayoría, en este caso, no es un mero dato matemático: durante miles de años, los judíos vivieron como una minoría extranjera, sujeta al odio y la sospecha, en países que casi siempre los maltrataron, los persiguieron y los degradaron e incluso intentaron aniquilarlos. Incluso en los países “amigos”, la minoría judía vivía con una sensación permanente de inestabilidad y fugacidad y tolerada a duras penas por la mayoría. La tierra temblaba sin cesar bajo sus pies y a su alrededor siempre se trazaban unas “líneas infranqueables” imaginarias.
Hoy, esa minoría es la mayoría, una condición que entraña una gran responsabilidad y exige sensibilidad, empatía y una capacidad de superar la historia que no tengo claro que poseamos. Y, sin embargo, con que Israel pusiera en práctica solo algunas de las aspiraciones aquí esbozadas, podríamos decir de todo corazón: “Un Estado judío es el hogar nacional del pueblo judío y considera que la plena igualdad de todos sus ciudadanos es la gran prueba humana a la que se somete y la materialización de las ideas de sus profetas y fundadores”.
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