Israel, una luz que se apaga
Si se convierte definitivamente en un Estado judío sobre el entero territorio, como quieren Netayahu y los ultras, poco quedará de la democracia en un régimen propiamente de ‘apartheid’
A sus 75 años, Israel está llegando al cabo de la calle. Un paso más y poco quedará de aquella luz entre las naciones del mejor sueño sionista. Lo contó Josep Piqué, el lúcido y malogrado ministro de Aznar, en Política Exterior (junio de 2021), la revista de la que era brillante editor, bajo el título de El trilema de Israel y la causa palestina: “Se trata de decidir si Israel quiere ser un Estado democrático, judío y controlar de facto los territorios ocupados. Si quiere ser judío y controlar el territorio, no puede ser democrático, al condenar a los palestinos a ser ciudadanos de segunda en su propia tierra. Si quiere ser judío y democrático, no cabe seguir con la ocupación. Y si quiere ser democrático y controlar los territorios, no puede ser judío y debe abrirse a un Estado plurinacional en el que todos sus ciudadanos tengan los mismos derechos”.
Este trilema, latente desde la fundación del Estado de Israel en 1948, se abrió de par en par en 1967, tras la Guerra de los Seis Días, cuando el ejército israelí conquistó Jerusalén, Gaza, Cisjordania, además del Sinaí y el Golán, y el país se vio enfrentado a la realidad de la demografía. Entre el Jordán y el Mediterráneo, los palestinos se encuentran en paridad demográfica con los judíos, de forma que la solución más racional que se fue abriendo paso fue la construcción de un Estado palestino separado en los antiguos territorios ocupados. Los acuerdos de Oslo de 1993, la posterior instalación de la Autoridad Palestina y el fracasado proyecto de los dos Estados mutuamente reconocidos y conviviendo en paz y seguridad se explican por el irreductible dramatismo del trilema, que obliga a Israel a renunciar a la ocupación si persiste en su vocación democrática.
Hay otra fórmula más universalista y liberal que ha contado desde los primeros pasos del sionismo ya en los años 20. La defendieron filósofos de enorme envergadura e influencia pero escaso éxito político, como Martin Buber, Hannah Arendt o Judah Leib Magnes. Concebían el Hogar Judío que querían construir en Palestina más como un proyecto educativo, cultural y espiritual que político y nacionalista y temían, proféticamente, en la militarización de un Estado exclusivamente judío, que se vería obligado a someter a los árabes a las mismas injusticias y discriminaciones que habían sufrido ellos mismos. Su idea de un Estado democrático y binacional para árabes y judíos, donde se reconocieran los derechos individuales de todos y nadie fuera expropiado ni expulsado, quedó arrollada por la cruda realidad de las revueltas y las matanzas sectarias entre árabes y judíos en la Palestina anterior al Estado de Israel y luego por el exterminio nazi.
La realidad que se impuso superó cualquier expectativa. Aun en guerra permanente, Israel ha sido desde su fundación una excepción y un milagro, la única democracia en un océano de dictaduras, una modernísima start-up nation dentro de la geografía feudal de las monarquías y autocracias militares, y siempre una ventana todavía abierta a la improbable reconciliación entre árabes y judíos, gracias a la persistencia del campo de la paz y del diálogo, legataria de Buber y sus amigos.
Esta ventana lleva tiempo entornada y se ha ido cerrando desde 2000, cuando Bill Clinton fracasó en su último intento de alcanzar un acuerdo final entre el presidente palestino, Yasir Arafat, y el primer ministro israelí, Ehud Barak. Todo ha ido de mal en peor desde entonces, de un lado y del otro. En el campo palestino, corroído por el terrorismo, dividido y paralizado por la corrupción y la autocracia. Y en el israelí, con la extensión sin fin de las colonias ilegales en los territorios ocupados, la vida miserable e insoportable de una población palestina acosada y humillada y, sobre todo, la constante deriva hacia la derecha que no ha cesado desde entonces, hasta la entrada de los dos partidos extremistas en el Gobierno, el de los ultraortodoxos religiosos y el de los colonos supremacistas.
Si Israel se convierte definitivamente en un Estado judío sobre el entero territorio, tal como quieren Benjamín Netayahu y sus nuevos socios de Gobierno, partidarios de seguir colonizando, expropiando y expulsando a placer a los palestinos, poco quedará de la democracia en un régimen propiamente de apartheid. Ni los dos Estados que exigía la racionalidad política. Ni un solo Estado binacional con igualdad de derechos para todos, como quería el sionismo más universalista e idealista. Solo quedará el Gran Israel de los ultras, sin igualdad de derechos, sin división de poderes, ni poder judicial independiente, una democracia iliberal más en el oscuro paisaje de nuestro mundo. Las luces se están apagando en Oriente Próximo.
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