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La crueldad en el vértice de Europa: Meloni, migrantes y política

El estado de emergencia italiano es una vergonzosa vuelta de tuerca en las políticas antinmigración europeas. Un análisis racional consideraría la llegada de trabajadores como un remedio ante el envejecimiento demográfico

migrantes europa
Migrantes con salvavidas del barco de rescate humanitario Ocean Viking, al sur de la isla italiana de Lampedusa, el 27 de agosto.Jeremias Gonzalez (AP/LAPRESSE)

El Gobierno de extrema derecha de Giorgia Meloni ha planteado sus políticas en materia de migrantes bajo la enseña de la inhumanidad. Empezando por la vergüenza del estado de emergencia, que permitirá a la presidenta del Gobierno italiano emitir órdenes ministeriales sin debatirlas en el Consejo de Ministros y mucho menos en el Parlamento. Órdenes que, antes de ser objeto de improbables impugnaciones por parte de los migrantes ante la justicia administrativa, podrán muy bien violar derechos y principios constitucionales. Se trata de un acto de pura demagogia, únicamente dirigido a exhibir la ferocidad del Gobierno ante el electorado de derechas, para satisfacer sus instintos xenófobos.

Además del estado de emergencia, las políticas del Gobierno de Meloni tienen expresión en otras dos órdenes de disposiciones. La primera es un decreto-ley de 23 de febrero de 2023, dirigido a sabotear lo más posible las operaciones de salvamento de los migrantes en el mar. Este texto normativo condiciona la habilitación de los barcos de las organizaciones no gubernamentales para salvar a las personas que están naufragando a variados e insensatos requisitos burocráticos; introduce obstáculos absurdos a los llamados “salvamentos múltiples”, autorizando a cada nave a realizar un solo salvamento antes de atracar en los puertos, y prevé, para la violación de estas prescripciones, sanciones administrativas de 10.000 a 50.000 euros, la inmovilización durante dos meses y, en caso de reincidencia, la confiscación de la nave utilizada.

La segunda disposición es una medida tan insensata como cruel. Consiste en la abolición de la llamada protección especial que hasta hoy había permitido la acogida, la integración y, en muchos casos, el acceso a un empleo a millares de inmigrantes sin asilo político y en condiciones de grave penuria y de vulnerabilidad. Privar a estas personas de tal clase de protección equivale a convertirlas en irregulares y clandestinas y, por consiguiente, a impulsarlas a la ilegalidad, entregándolas al control de las mafias, acentuando desigualdades y opresiones y, al mismo tiempo, el odio hacia nuestra sociedad y nuestras instituciones.

No hay duda de que, en todos estos aspectos, la política del Gobierno de Meloni expresa y satisface el racismo latente en su electorado. Constreñido por la crisis económica a abandonar los proyectos antieuropeístas proclamados en la campaña electoral, este Gobierno hace ostentación de su identidad autoritaria y parafascista ensañándose con los más débiles: aboliendo o, al menos, reduciendo la modesta renta de ciudadanía introducida por el precedente Gobierno de Conte, que había salvado del hambre y de la pobreza absoluta a millones de personas, y, sobre todo, exhibiendo indiferencia y desprecio por los migrantes, vistos todos como enemigos potenciales.

En estas políticas contra los migrantes se manifiesta una inversión perversa y paradójica de las formas del propio populismo en materia de seguridad. El viejo populismo penal se apoyaba en el miedo a la criminalidad callejera, es decir, a fenómenos sobredimensionados, si bien ciertamente ilegales, con objeto de generar temor y obtener consenso para medidas inútiles y demagógicas, aunque jurídicamente legítimas, como la exasperación de las penas. Por el contrario, el nuevo populismo xenófobo se apoya en la instigación al odio, en la difamación y en la criminalización de conductas, no solo lícitas, sino moralmente virtuosas, como el salvamento de vidas humanas en el mar o las formas espontáneas de acogida por parte de ciudadanos comunes, todo con el fin de alimentar miedos y racismos y obtener la aprobación social de medidas en sí mismas ilegales, tales como el cierre de los puertos más próximos, las impuestas omisiones de socorro, los secuestros de las personas salvadas y, en general, las lesiones de los derechos humanos de los migrantes.

Agentes de Frontex, la guardia Civil y otros cuerpos policiales durante la presentación de la operación Minerva-Frontex el pasado 17 de junio.
Agentes de Frontex, la guardia Civil y otros cuerpos policiales durante la presentación de la operación Minerva-Frontex el pasado 17 de junio. Antonio Sempere (Europa Press/ Getty Images)

Semejante criminalización de la virtud y de la solidaridad está produciendo, además de las muertes en el mar, un daño gravísimo a las bases sociales e ideales de nuestra democracia, que es la quiebra masiva del sentido moral. Cuando la inhumanidad, la inmoralidad y la indiferencia ante los sufrimientos y las muertes en el mar se practican y ostentan por las instituciones no solo resultan legitimadas, sino también secundadas y alimentadas. Se convierten en contagiosas y se normalizan. Sin esta corrupción del sentido moral operada mediante la exhibición de la inmoralidad en los vértices del Estado no se entendería el consenso masivo de que gozaron el fascismo y el nazismo, y del que han disfrutado y disfrutan, en sus países, autócratas como Trump y Bolsonaro, Orbán y Erdogan. Estas políticas crueles han envenenado y pervertido a nuestras sociedades. Han sembrado el miedo y el odio hacia los diferentes. Han desacreditado la práctica elemental consistente en socorrer a aquel cuya vida peligra y, con ella, los normales sentimientos de humanidad que constituyen el presupuesto fundamental de la democracia. En síntesis, están fascistizando el sentido común y reconstruyendo las bases ideológicas del racismo.

Por otra parte, las políticas xenófobas contra los migrantes, más allá de la propaganda parafascista utilizada en su apoyo por el Gobierno italiano, son sustancialmente compartidas, en distintas formas y medidas, por todos los países europeos, unidos por una guerra cruel contra los migrantes. La Unión Europea había nacido contra los racismos y los nacionalismos, contra los genocidios y los campos de concentración, los muros, el alambre de espino, las opresiones y las discriminaciones raciales. Hoy esta identidad está en quiebra junto con los “nunca más” proclamados hace 70 años contra los horrores del pasado. En toda Europa está manifestándose una estridente contradicción entre los principios constitucionales de libertad e igualdad que informan nuestras democracias y nuestras políticas de exclusión que son la clamorosa negación de tales principios. Es una contradicción que, de no resolverse, hará impronunciables los derechos fundamentales, que son universales e indivisibles o no son, y que pronto no podrán seguir siendo proclamados con decencia como los “valores de Occidente” mientras son violados en perjuicio de gran parte del género humano.

No se olvide que el mismo derecho a emigrar es un derecho fundamental vigente, establecido por la Declaración Universal de los Derechos Humanos, por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966 y por el artículo 35 de la Constitución italiana. Es también el más antiguo de los derechos humanos, al haber sido formulado en el siglo XVI por Francisco de Vitoria en apoyo de la conquista del “nuevo mundo” y después reivindicado por John Locke, que lo puso en la base del derecho a la supervivencia garantizada a todos —escribió— por la posibilidad de emigrar “en las tierras salvajes de América”, al haber “en el mundo tierra suficiente para abastecer al doble de sus habitantes”. A partir de entonces, el derecho a emigrar se convirtió en una norma fundamental del derecho internacional consuetudinario en apoyo de las colonizaciones. Entonces eran los europeos quienes podían ejercerlo, para invadir y depredar el resto del planeta, gracias también al derecho de promover la guerra contra cualquiera que se opusiese a su legítimo ejercicio. Algo que se llevó a cabo con la destrucción de las civilizaciones precolombinas y la masacre de decenas de millones de indígenas. Hoy, cuando se ha invertido la asimetría, y ya no son los europeos quienes ejercen el derecho a emigrar, sino los que huyen de los países empobrecidos por nuestras políticas depredadoras, este derecho se ha transformado en delito y se le reprime con la misma dureza con la que fue blandido en los orígenes de la edad moderna con fines de conquista, rapiña y colonización.

Un monumento a los migrantes que han muerto en las fronteras europeas ubicado en la playa de Scheveningen, La Haya, el pasado 20 de junio.
Un monumento a los migrantes que han muerto en las fronteras europeas ubicado en la playa de Scheveningen, La Haya, el pasado 20 de junio. Romy Arroyo Fernandez (NurPhoto/Getty Images)

Por eso la necesidad de denunciar esta contradicción entre nuestras políticas contra los migrantes y nuestra propia tradición. Porque, en el asunto de los migrantes, se juega la identidad democrática no solo de Italia, sino también de Europa y de todos los países ricos de Occidente; porque estas políticas inhumanas ponen en cuestión, junto con el derecho a la vida y la dignidad de los náufragos, también la dignidad y la credibilidad democrática de nuestros países y de toda Europa. En efecto, pues las leyes y las prácticas contra los migrantes son responsables de la silenciosa masacre producida por los rechazos en las fronteras y por las prohibiciones de desembarco. Son muchos los millares de víctimas cuya única culpa es haber nacido en países antes depredados por nuestras colonizaciones y después por nuestra globalización. Sus muertos, sus discriminaciones, sus opresiones son la negación de todos nuestros proclamados valores. Y, mientras sigan produciéndose, habrán de pesar sobre nuestras conciencias como una vergüenza intolerable.

Una política racional y antirracista debería partir, con realismo, de la evidencia de que los flujos migratorios son fenómenos estructurales e irreversibles, fruto de la actual globalización salvaje que ni las leyes ni los muros ni las policías de fronteras podrán detener, sino solo forzar a la clandestinidad y dramatizar, condenando a los migrantes a la represión, la marginación y la explotación. Una política racional tendría que aceptar incluso el fenómeno migratorio como un remedio benéfico del declive demográfico de los países ricos, donde los jóvenes son cada vez menos y los viejos siempre más. Por eso, debería hacer exactamente lo contrario de lo que hacen hoy, no solo en Italia, casi todas las fuerzas políticas: en vez de cabalgar y alimentar racismos y miedos, propiciar la inserción en el sentido común de la idea de que el fenómeno migratorio es hoy el auténtico hecho constituyente —y el pueblo de los migrantes, el auténtico sujeto constituyente— de un futuro orden mundial que finalmente reúna a los pueblos divididos por las fronteras, por las leyes racistas y por los nacionalismos, armados unos contra otros, en un único pueblo de la Tierra, mestizo y diferenciado, pero unido por la igualdad efectiva de todos los seres humanos, por el respeto asociado de todas sus diferencias y por la eliminación o reducción de sus desigualdades.

Un grupo de migrantes retenidos por las autoridades libias esperan su deportación el pasado 12 de mayo en Surman, al oeste de Trípoli.
Un grupo de migrantes retenidos por las autoridades libias esperan su deportación el pasado 12 de mayo en Surman, al oeste de Trípoli. MAHMUD TURKIA (AFP/Getty Images)

Obviamente, la perspectiva de una superación de las fronteras y de una efectiva universalización de los derechos fundamentales puede parecer hoy una utopía. Sin embargo, hay que reconocer que la historia de la civilidad es también una historia de utopías (bien o mal) realizadas, mientras que, por el contrario, las fronteras, los muros y los alambres de espino son tan solo frágiles e inútiles signos de nuestra inseguridad, con los que nos hacemos la ilusión de parar un fenómeno indetenible y de proteger nuestras privilegiadas condiciones de vida, separándonos del resto del mundo y evitando afrontar las causas de la emigración masiva, provocada en gran parte por nuestras propias políticas.

En la actualidad, la hipótesis menos realista es la de que las desigualdades y la pobreza puedan seguir creciendo ilimitadamente, y que nuestras ricas democracias puedan a la larga continuar basando sus desaprensivos tenores de vida sobre el hambre y la miseria del resto del mundo. Todo esto es inverosímil. Aunque irrealista en el corto plazo, el proyecto de un constitucionalismo internacional basado en la igualdad de todos los seres humanos, ya normativamente instaurado en las diversas cartas internacionales de derechos, representa, a largo plazo, la única alternativa realista al futuro de guerras, destrucciones ecológicas, fundamentalismos, racismos, conflictos interétnicos, atentados terroristas y crecimiento del hambre y la miseria a que daría lugar su fracaso.

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