...Que el mundo se va a acabar
Tal vez “follar” se ha constituido en el menos clandestino de los vocablos sospechosos que refieren esa acción
Algunas palabras o expresiones circulan a hurtadillas, porque se consideran soeces, poco elegantes. Hallamos abundantes ejemplos en los términos vulgares de connotación sexual, que solamente se usan con toma de conciencia previa acerca del auditorio que cada cual tenga.
Así, sería chocante que una actriz dijera en una rueda de prensa: “A mi novio me lo tiré por primera vez al terminar un rodaje”. Tampoco una nota policial informaría de que una persona robó a otra “tras habérsela cepillado”; o “tras haberle echado un kiki” (del inglés quickie: “rapidito”; o sea, aquí te pillo aquí te mato. En ese caso, aquí te pillo aquí te robo).
A veces esas expresiones circulan tanto que comienzan a salir de los ámbitos confianzudos; a continuación algunas personas relevantes las usan en público, y a partir de ahí se escapan de los círculos populares para pasar incluso a la lengua cultivada. Eso parece estar sucediendo con el verbo “follar”. El banco de datos académico nos muestra 0,42 casos por millón de palabras en el siglo XIX, 0,79 en el XX y 5,06 en el XXI. No sé si su práctica real habrá aumentado tanto. Pero quizás la consagración estelar del verbo ocurrió en la gala de los premios Goya, el 11 de febrero. En ella, el actor Telmo Irureta dijo refiriéndose a las personas con alguna discapacidad: “Nosotros también follamos”. No eligió “echamos polvos”, o “chingamos”, o “jodemos”. ¿Por qué? Tal vez porque “follar” se ha constituido ya en el menos clandestino de los vocablos sospechosos que refieren esa acción.
Ese verbo ha sido impreso en numerosas ocasiones en EL PAÍS, pero en los entrecomillados. Por ejemplo, en octubre de 2022 al reproducirse las palabras que el periodista Jesús Quintero había enviado a sus amigos poco antes de morir: “Hay que leer más putos libros, vivir sin miedo y follar más”. O al recogerse unas frases de la directora teatral Carme Portaceli, el 2 de marzo, cuando hablaba del personaje de Emma Bovary: “Lo ha intentado todo para ser feliz: ir de compras y follar”.
Pero de pronto ese verbo ha ascendido un peldaño. Ya no se trata de citas textuales sino de su uso con toda naturalidad en tres artículos publicados recientemente en este diario. El 11 de noviembre y el 10 de marzo pasados, con la firma de Najat el Hachmi: “Nadie tendría que follar si no lo desea”. “Lo que nos toca aquí es analizar por qué las mujeres preferimos follar con otro ser humano que masturbarnos con un objeto a batería”. Y el 4 de abril, por la investigadora Amanda Mauri (escribía tres veces “follar”, y reproducía dos veces “follamos”, además de “infollabilidad” y “follabilidad”).
Me dio la impresión de que esos ejemplos (y otros habrá que se me escapan) aportan un indicio sobre el paso de ese verbo en España desde lo sórdido a lo sonoro. Y de que tal tránsito implicará cierta derivada, porque quizás arrincone a los anglicismos “hacer el amor” (que antes significó “galantear” o “cortejar”) y “tener sexo” (salvo accidente natural o físico, todo el mundo lo tiene de nacimiento). También puede sustituir con ventaja al polisémico “acostarse” y a expresiones hoy cursis como “practicar el coito”, “coitar” o “copular”; y a las más arcaicas “ayuntarse” o “fornicar”; así como a otras soeces que no mencionaremos en este tramo horario.
“Follar” viene de “fuelle”. La asociación acústica entre ambas ideas producía antes a los oídos sensibles cierto incomodo, hoy superado. Sin embargo, quizás ahora “follar” se relacione más con “follaje”, ese lecho de hojas que desde lejos se antoja tan apetecible.
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