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tribuna
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Derecho al… ¿sexo?

El deseo es fruto de una reconstrucción constante, de la fantasía, la curiosidad y la experiencia, de lo que bebemos socialmente y de lo que somos capaces de imaginar en la intimidad

El actor Telmo Irureta tras recibir el premio Goya a mejor actor revelación, el pasado febrero en Sevilla.
El actor Telmo Irureta tras recibir el premio Goya a mejor actor revelación, el pasado febrero en Sevilla.MARCELO DEL POZO (REUTERS)
Amanda Mauri

“Nosotros también follamos”, exclamó el actor Telmo Irureta desde el escenario de los Goya. Tras el “nosotros”, las personas con discapacidad. Tras el “también”, la necesidad de cuestionar la exclusión de ciertos cuerpos de los esquemas del deseo y la autonomía sexual. Y tras el “follamos”, un campo de minas.

En La consagración de la primavera, película que le valió el premio a Mejor Actor Revelación, Irureta interpreta a un joven con parálisis cerebral que recurre a asistentes sexuales. A diferencia de la prostitución, la asistencia sexual se basa en la autoexploración del cliente, y su existencia muestra una realidad incómoda —incómoda en tanto que altera las normas de nuestra mirada—: que hay deseo ahí donde se suponía inexistente; que el deseo excede a su supresión.

Aplaudida, denunciada y malinterpretada a partes iguales, la afirmación de Irureta puso sobre la mesa un debate tan urgente como intrincado. El derecho al sexo. O, mejor dicho, un debate que encierra muchos otros. La sexualidad, la discapacidad, la feminización de los cuidados, el trabajo sexual (y el trabajo en general), los discursos que dictan qué cuerpos pueden follar, y qué cuerpos son deseables.

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¿Qué imaginamos cuando hablamos de sexo? ¿Y de deseo? ¿Es lo mismo decir “derecho a la sexualidad” —esas fueron las palabras de Irureta— que “derecho al sexo”? ¿Es el sexo un derecho, puede llegar a serlo en determinadas circunstancias?

La respuesta a la última pregunta es: no. Plantear el sexo como un derecho —entendiendo por “sexo” el encuentro e intercambio erótico entre cuerpos— significaría no solo otorgar a ciertos individuos la potestad de disponer del cuerpo de otros, independientemente de la voluntad de estos últimos, sino también asentar una definición de la sexualidad basada en la explotación y la anulación del otro. Es decir: convertir el sexo en violación.

En su ensayo El derecho al sexo, la filósofa Amia Srinivasan ilustra esta tesis con el fenómeno de los incels (movimiento de hombres que se autodenominan “célibes involuntarios” y que exigen ejercer su “derecho” a tener relaciones sexuales con mujeres, a las que odian por negárselo). Como apunta Srinivasan, el discurso de estos hombres no es solo rematadamente misógino, sino también hipócrita: “se quejan de que son demasiado feos y demasiado ineptos en las relaciones sociales como para encontrar amor y sexo, pero muestran un desinterés explícito por las mujeres poco atractivas, en el sentido convencional, y socialmente ineptas”.

Los incels chapotean en un marco mental que concibe el sexo como posesión, como acumulación de capital sexual. Establecen una jerarquía de deseabilidad que premia la blanquitud, la clase social, el elitismo académico y la belleza canónica: no quieren “follar con bazofia”, quieren a las rubias cañón de las sororidades universitarias. Así, exigen su derecho no a follar sino a disponer de aquellos cuerpos que perciben como socialmente rentables. El deseo aquí no se construye a partir del goce, sino a partir de un anhelo de estatus social.

Por desgracia, no solo los incels se rigen por este esquema. Ellos lo llevan a extremos que podrían tildarse de paródicos —si no fuera por la violencia real que se deriva de su odio—, pero la jerarquía sexual basada en la posesión y en la rentabilidad forma parte del discurso dominante. El mismo que Irureta denunciaba en su discurso de los Goya.

“Pensemos —nos insta Srinivasan— en la follabilidad suprema de las “zorras rubias y sexies” y de las asiáticas orientales, en la infollabilidad comparativa de las mujeres negras y los hombres asiáticos, en la fetichización y el miedo que inspira la sexualidad masculina negra, en la aversión sexual expresa hacia los cuerpos discapacitados, trans y gordos”. El mapa del deseo es una cuestión política. Cuando se omite la disidencia sexual en la ficción, cuando se excluye a las personas discapacitadas de la educación sexual, cuando solo se distribuye porno mainstream, cuando se rechaza sistemáticamente a las mujeres trans en las comunidades lesbianas; estas son decisiones que moldean el imaginario colectivo.

Esto no significa que debamos disciplinar nuestro deseo para adecuarlo a nuestras ideas: sería absurdo y peligroso, y, en últimas, imposible —véase el deseo queer—. Pero, si queremos vivir la sexualidad de una forma plena y placentera, abierta a lo imprevisto, en lugar de enquistarnos en el tráfico de rubias cañón como si de Ferraris se tratara, es necesario plantearnos el deseo desde otro sitio. habitarlo como se habita un hogar imposible de ordenar, de fijar, ni de reducir, por el que inevitablemente transitan otros.

El deseo no es una realidad invariable, preestablecida por designio divino ni biológico; es fruto de una reconstrucción constante, fruto de la fantasía, la curiosidad y la experiencia, de lo que bebemos socialmente y de lo que somos capaces de imaginar en la intimidad. El sexo, pues, no es un derecho. Es, a pesar de todo, un placer radicalmente abierto a la resignificación.

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