
"Tengo deseo sexual, pero no siento atracción". Seis historias reales de invisibilización
El colectivo LGTBI reivindica que se dé visibilidad a opciones no normativas, como algunos consideran ya la homosexualidad del hombre blanco

"Me preguntaba qué era. Me daba igual lo que fuera, pero quería una respuesta". Así recuerda Elena su adolescencia llena de dudas y de sentimientos sin nombre. Y como ella, las seis historias personales que recogemos para celebrar la visibilidad en el Día del Orgullo Gay.
Hoy en día todavía hay 72 países en el mundo que criminalizan las orientaciones sexuales que sean distintas de la heterosexualidad, algunos de ellos hasta con la pena de muerte, según el último informe sobre la Homofobia de Estado, de la Asociación Internacional de Lesbianas, Gais, Bisexuales, Transexuales e Intersexuales (ILGA, por sus siglas en inglés). No es el caso de España, donde sí ha habido lo que Marcos denomina el "séxodo" de cientos de homosexuales que han dejado su pueblo para irse a la ciudad donde podían ser más libres. Aún quedan muchas cosas por las que el colectivo LGTBI considera necesario seguir luchando. Una de las más importantes, la visibilidad de todos los matices con los que se puede sentir identificada una persona.
Cuando se trata de orientaciones sexuales —lo que nos atrae o lo que no— o de identidades de género —la percepción que tenemos sobre nosotros mismos—, como demostró el biólogo considerado como "el padre de la revolución sexual", Alfred Kinsey, en sus estudios publicados en los libros Conducta sexual en el varón (1948) y Conducta sexual en la mujer (1953), no hay solo blanco o negro. En sus trabajos, Kinsey desarrolló una escala en la que proponía una gradación de la orientación sexual desde el 0, que representa la heterosexualidad exclusiva, hasta el 6, que representa la homosexualidad exclusiva. Dependiendo de los comportamientos de las personas y de las experiencias y sentimientos en cuanto al sexo, cada persona se sitúa en un punto de la escala, que puede variar a lo largo de la vida.
La escala de Kinsey, sin embargo, se sigue quedando corta ante el amplio arcoíris de orientaciones sexuales. A pesar de abarcar la variedad de matices —la alosexualidad— que hay entre la heterosexualidad y la homosexualidad, se basa únicamente en la tesis de que todas las personas sentimos atracción sexual hacia otras, cuando de hecho existe la posibilidad de que no sea así, como en el caso de la asexualidad, o de sentirla bajo circunstancias concretas, la grisasexualidad. Por esto la Red para la Educación y Visibilidad de la Asexualidad decidió añadirle el llamado triángulo de AVEN (que son las siglas en inglés de esta organización), en el que con una escala de grises se representan todos los demás tipos de orientaciones sexuales.

La línea de la alosexualidad y el triángulo de grises de AVEN, con todos sus conceptos, no son lo único que define la sexualidad de una persona, sino solo un aspecto de esta. Además de la orientación sexual, hay otra parte importante que determina quiénes somos: nuestra identidad de género. Esta no se limita únicamente a ser hombre o mujer: como ocurre con nuestras preferencias en cuanto al sexo, está llena de tonalidades y etiquetas que la definen. Conceptos que pueden resultar complejos de entender para algunas personas que consideran que quizás todo sería más fácil si dejásemos de poner nombres a todo.
"El tema de las etiquetas es un gran debate que existe incluso dentro del movimiento LGTBI", explica el coordinador del grupo joven de la Federación Estatal de Lesbianas, Gais, Trans y Bisexuales (FELGTB), Marcos Dosantos. Aunque aclara que se da más en las personas heterosexuales: "Lo que hay que entender es que hemos estado ocultos y discriminados durante siglos y pedirnos que nos olvidemos de las etiquetas que nos definen y vivamos felices es una falacia".
La importancia de definir cada identidad y orientación está en que "lo que no se nombra, no existe", aclara Dosantos. Además, "permites que las personas no se sientan solas y que aquellas que no tienen claro qué son sepan que hay más como ellas". No se trata tampoco, continúa el coordinador del grupo joven de FELGTB, de "crear un millón de identidades, sino de que haya las suficientes para cubrir todos los matices". Visibilizar, en definitiva, realidades que existen y que se han ocultado y discriminado durante demasiado tiempo. Eso, precisamente, es la intención de este artículo, en el que seis personas reales, que han preferido contar su historia sin exponer su nombre completo y su rostro, explican sus identidades de género y orientaciones sexuales a través de sus experiencias vitales.

Marcos nació y creció en un pequeño municipio al norte de Tenerife y, desde pequeño, a pesar de no conocer lo que eran las orientaciones sexuales, notaba que "había algo con los niños". La primera vez que sintió algo por una persona de su mismo sexo fue en torno a los cinco años, aunque no fue hasta la adolescencia cuando logró identificar esa atracción: "Me empezaron a atraer los chicos, aunque también las chicas. Supongo que por la presión social". La misma que, a través de insultos, se convirtió en su "calvario en las aulas".
La aceptación de quién era realmente tardó en llegar. Fue durante los años en los que cursaba la ESO, en la época en la que se aprobó la Ley de Matrimonio Homosexual. El armario en el que vivía no se abrió hasta algunos años después, cuando habló con su familia al terminar bachillerato y decidió mudarse a Madrid.
Su viaje lo denomina como "séxodo" y explica que es el desplazamiento de personas con orientaciones sexuales distintas de la heterosexual desde pequeños municipios o pueblos a grandes ciudades, sobre todo a la capital.
Allí empezó a ejercer activismo por los derechos LGTBI. Su vida en primera línea de lucha en las calles madrileñas le ha hecho sentirse libre y empoderado. Aunque se considera un afortunado, asegura que no todo está hecho: "Hay gente a la que sus familias la siguen echando de casa, trabajos en los que te obligan a volver a entrar en el armario, lugares en los que personas te gritan e insultan". Incluso a nivel interno dentro del colectivo LGTBI "hay cosas que arreglar". Desde su punto de vista, algunos hombres homosexuales empiezan a reproducir actitudes del heteropatriarcado como imponer a otros gais los cánones de belleza como se han venido exigiendo históricamente a las mujeres.
La forma de solucionar todos estos problemas, afirma, es a través de la educación y la divulgación. "La lucha es permanente. Moriremos y seguirá habiendo mucho por lo que luchar. Hay que buscar la utopía permanentemente para conseguir acercarse".

"De pequeños nos ponen la etiqueta de heterosexual sin darnos otra opción. Si eres chica, te tienen que gustar los chicos y viceversa", explica Elena. Para ella, el momento de identificarse llegó en la adolescencia cuando "todo esto empezó a caer por su propio peso". Una época que de por sí es complicada para casi todos, para Elena fue un momento de angustia, confusión y ansiedad: "Me preguntaba qué era. Me daba igual lo que fuera, pero quería una respuesta".
Cuando se dio cuenta de que lo que sus amigas sentían por los chicos, ella lo sentía por las chicas tuvo miedo. Un temor que la llevó a forzarse a tener sentimientos por el género opuesto. "Te sientes diferente de lo establecido por la sociedad y te preguntas por qué te pasa". Aunque poco a poco fue aceptando su identidad.
Elena, como Marcos, también ha sufrido el escrutinio de la sociedad por su orientación sexual y eso a pesar de que, explica, tiene una expresión de género normativa. Es decir, que su aspecto se corresponde con lo que socialmente se espera de una mujer: "A simple vista las personas no asumen que soy lesbiana".
Ella también sufre el problema de la invisibilidad pues, desde su punto de vista, las mujeres homosexuales están mucho más ocultas que los hombres gais. “No tenemos referentes”, apunta. "Por ejemplo, si tienes que pensar en cinco presentadores de televisión gais, no tardarás en decir sus nombres. Pero si tienes que pensar en lesbianas, solo te saldrá una". Y lo mismo ocurre con actrices, políticas y otras personalidades públicas. Aunque reconoce que cuando estás más expuesta eres más susceptible de que te insulten: "Cuando no lo estás, no existes".

"Si los hombres y las mujeres homosexuales sufren prejuicios, las personas bisexuales, aún más", opina Elena. Andrea, mujer bisexual, está de acuerdo.
"Me di cuenta de mi orientación bastante tarde, como a los 16 o 17 años", aclara y añade que su proceso de adaptación fue muy duro. No por las personas que la rodean, sino porque no admitía su sexualidad ni se aceptaba a sí misma: "Sentía bifobia hacia mí misma. Hasta los 19 no fui capaz de aceptarme como soy".
La bifobia es el odio hacia las personas bisexuales, a las que, por el hecho de sentir atracción sexual hacia hombres y mujeres, se les atribuyen estereotipos como la promiscuidad, la poligamia o la confusión. "La gente cree que te tienes que decidir por uno u otro, pero nos gusta todo y lo tenemos muy claro", sentencia Andrea.
Estos prejuicios llegan a estar incluso dentro del colectivo LGTBI. "Se repiten los mismos patrones de la sociedad, el hombre gay blanco se ha apropiado de la lucha", asegura. Además, hay diferencias entre ser un hombre bisexual y una mujer bisexual. Según Andrea, ellos sufren menos discriminación y es algo que considera parte del machismo.

Si el sentimiento que genera la bisexualidad en algunas personas es la confusión, el de la asexualidad es la incomprensión. Irati, que se identifica con esta etiqueta, explica que se trata de la falta de atracción sexual hacia otras personas. Esto, sin embargo, no quiere decir que no haya deseo sexual.
Es, según Irati, una orientación muy poco conocida. Tanto que para ella misma fue difícil definirse: "Cuando escuchaba a otras chicas hablar de los chicos que les gustaban no me sentía identificada, así que supuse que era lesbiana y me puse esta etiqueta durante un tiempo". Hasta que un día alguien le preguntó si era asexual. "No conocía esta orientación, pero cuando me la explicaron me identifiqué enseguida".
Se confunde la atracción sexual con el deseo y también con la atracción romántica: "Generalmente van de la mano, pero no siempre y se da por hecho que los asexuales no sentimos atracción romántica y no tiene por qué".
Desde su punto de vista hay mucha opresión frente a esta orientación: "Nunca se menciona la asexualidad y eso te hace sentir que estás rota, que no eres válida, que estás mal". La sociedad, continúa, "no concibe que esto pueda existir y te bombardea con sexo por todas partes, como si fuera la única opción".

La Organización Mundial de la Salud consideró la homosexualidad como una enfermedad mental hasta mayo de 1990 y la transexualidad hasta el mes pasado, cuando definitivamente puso fin a este estigma que caía sobre aquellas personas que no se sienten identificadas con el género que se les ha asignado al nacer.
Geena, que se identifica como chica trans, explica que de niño no sabía lo que era y que, aunque le gustaba jugar con muñecas, "intentaba hacerlo todo como los demás, llevaba el pelo corto y me vestía como chico, pero me insultaban y no entendía por qué". Cuando las hormonas cambiaron su cuerpo se dio cuenta de que no lo sentía suyo: "No era hombre ni gay, sino mujer. Y no quería una relación con un hombre gay, sino con uno que me hiciera sentir mujer".
Las asignaciones que se hacen a los géneros —el rosa y las muñecas para las niñas, y el azul y los camiones para los niños— dificulta que las personas que se sienten distintas se sientan integradas. Además, apunta Geena, "solo nos enseñan que hay hombres y mujeres que pueden ser heterosexuales u homosexuales, pero hay muchas opciones".

Sam tampoco tuvo referentes que le ayudasen a gestionar cómo se sentía. Aunque recuerda que desde los siete años tuvo claro que le gustaban tanto las chicas como los chicos. Nació con genitales femeninos y, al igual que le sucedió a Geena, cuando su cuerpo cambio se dio cuenta de que no le correspondía: era una mujer, sin embargo, tampoco odiaba su cuerpo. Pero esto cambió con los años.
Primero, se identificó con el género fluido —que es un género no binario, es decir, fuera del binomio hombre-mujer—, también empezó a jugar con su expresión de género: "La forma de vestir, el maquillaje, a veces hablaba de mí en femenino, a veces en masculino y a veces sin género, usando la e". Pero su entorno no le tomaba en serio y Sam comenzó a rechazar su lado femenino y a sentir disforia, el rechazo al propio cuerpo.
A partir de ese momento decidió que quería llevar a cabo la transición para ser un chico trans. Tras los análisis psicológicos y la mastectomía para extirpar los pechos, ha logrado llegar al punto en el que se encuentra a gusto con su cuerpo e intenta mantener la ingesta de hormonas masculinas al mínimo para que no cambie más.
Más allá de insultos o vejaciones que haya podido experimentar, su expresión de género y su identidad pueden suponerle problemas en el día a día. Cuestiones tan cotidianas como ir a un baño público se convierten en momentos de reflexión sobre cuál elegir: "Aunque normalmente me decanto por el masculino, suelo pararme y plantearme a cuál entrar porque no me identifico". También puede ocurrir al rellenar formularios en los que te piden seleccionar un género. "Lo tengo más fácil que otras personas no binarias que no aceptan ninguna. Yo me identifico con el masculino, aunque no me considere un hombre". Poco a poco, al menos en el ámbito del activismo, concluye, se empieza a añadir la casilla del género no binario.