El poder y la enfermedad
Cuando Pompidou fue elegido presidente, en 1969, sabía ya que padecía la enfermedad de Waldenström, pero lo ocultó
El poder suele mostrarse incapaz de asumir la enfermedad y la vejez. Las niega y las encubre. Los estadounidenses sabían que el gran Franklin Delano Roosevelt, elegido por cuatro mandatos, no podía andar, pero no llegaron a ser muy conscientes de ello porque jamás vieron una imagen del presidente en silla de ruedas: el servicio secreto se encargaba de los fotógrafos indiscretos.
Francia, como en muchas otras cosas, ofrece buenos ejemplos. Cuando estallaron las revueltas de 1968, el presidente Charles de Gaulle sufría de senilidad. Huyó a Alemania sin intención de volver. Lo reconoció después su primer ministro, Georges Pompidou: De Gaulle estaba incapacitado. Pero hasta su dimisión, en 1969, tanto el propio Pompidou como el resto del entorno presidencial negaron que existiera el menor problema con la salud del anciano general.
Con Pompidou, un hombre razonablemente sincero en todo menos su cuadro clínico, ocurrió lo mismo. Cuando fue elegido presidente, en 1969, sabía ya que padecía la enfermedad de Waldenström, un tipo de cáncer hematológico, pero lo ocultó. Durante cinco años, los franceses lo vieron hincharse y deshincharse por los tratamientos con cortisona y ausentarse con frecuencia de su despacho (“gripe recurrente”, se decía); nadie se atrevió a publicar la verdad, aunque fuera obvio que el auténtico presidente era Édouard Balladur, secretario general de la Presidencia. Cuando ya estaba hospitalizado y en agonía, el palacio del Elíseo emitió un comunicado según el cual Pompidou sufría “una lesión benigna” en el ano. Su entorno tuvo los bemoles de incorporarlo en la cama, ponerle un cigarrillo encendido en la boca, fotografiarlo y anunciar que el presidente estaba “recuperándose de un empacho de cassoulet”. Murió dos años antes de concluir su septenio.
François Mitterrand prometió en su campaña electoral de 1981 que publicaría periódicamente informes sobre su salud. No lo hizo. Los franceses tardaron en saber que sufría un cáncer de próstata y sólo tras la muerte de Mitterrand en enero de 1996, meses después de cumplir su segundo mandato, averiguaron que apenas podía trabajar una hora diaria.
Este fenómeno de negación fue durante siglos uno más entre los ritos vaticanos. Se apelaba al lema “el Papa muere, pero no enferma”. El cáncer de Juan XXIII fue rigurosamente ocultado.
Juan Pablo II quiso, en cambio, que su agonía fuera pública. La experimentaba como algo místico y quería dar ejemplo con su sufrimiento. Se le veía morir, ángelus a ángelus. Pero el poder, que durante los últimos meses ejercieron el secretario Stanislaw Dziwisz, el portavoz Joaquín Navarro Valls y, en menor medida, el entonces cardenal Joseph Ratzinger, se comportó como siempre. Pocos días antes de la muerte del papa, Navarro Valls proclamó: “El sumo pontífice cenó anoche un plato de salchichas con buen apetito”. El asunto fue muy poco edificante. Las mentiras nunca lo son.
Karol Wojtyla tendía a despreocuparse por la gestión del Vaticano y durante su larga enfermedad aquello degeneró en un caos, un torbellino de corruptelas que acabaría arruinando el siguiente papado, el de Ratzinger. La renuncia de Benedicto XVI evitó que se reprodujera una situación similar. Jorge Bergoglio, Francisco, un hombre pragmático de 86 años, hará muy probablemente lo mismo que su antecesor. El anuncio no debería tardar.
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