Ayn Rand: la pensadora que defendía que el individualismo nos hará libres
Filósofa heterodoxa, inspiradora de emprendedores y de la derecha libertaria, sus ideas siguen vigentes 40 años después de su muerte. La libertad y el ‘laissez faire’ eran su máxima. También en el tema del aborto o en las relaciones sexuales
La escritora y filósofa Ayn Rand (1905-1982) fue una anomalía histórica en las décadas de 1940 y 1950 en Estados Unidos. Atrajo a la vez a la nueva derecha y a la nueva izquierda. Sus ideas eran como casquillos de bala saltando de un revólver. El egoísmo es una virtud, el altruismo un pecado (contraviniendo la tradición judeocristiana), el capitalismo libertario (neoliberalismo extremo), el único sistema moral que permite impulsar la libertad del ser humano, y los beneficios o la codicia estaban antes que las personas. Esos eran los hilos de fierro con los que hilvanaba la felicidad. Todo era laissez faire. “Dejar hacer” al mercado. Ayn Rand fue una voz repleta de individualismo, libertad personal y, sobre todo, egoísmo, pero bajo el eco de la Declaración de Independencia: cada persona debe buscar su propia felicidad.
Todo empezó el 2 de febrero de 1905 en San Petersburgo (actual Rusia). Es la fecha del nacimiento de Ayn Rand. En 1924 se graduó en su universidad y dos años más tarde emigró (dejando atrás su nombre original judío, Alissa Rosenbaum) a Estados Unidos. Trabajó en Hollywood como extra en varias películas y guionista júnior. En aquellos días conoció a Francis O’Connor, un artista, en un set de rodaje y se casó con él en 1929. Ese mismo año, en Nueva York, ya era la directora del departamento de vestuario de RKO Pictures. Pero fue en California —corrigiendo textos que el propio equipo del director Cecil B. DeMille consideraba históricamente inverosímiles— donde desarrolló su militancia en el capitalismo. Y en el cine. En los años treinta fue guionista para Universal Pictures, Paramount y Metro-Goldwyn-Mayer. E incluso trabajó gratis como mecanógrafa, durante 1937, en el estudio del arquitecto Ely Jacques Kahn (1884-1972) con el fin de construir y publicar en 1943 su novela más conocida: El manantial (Deusto).
Tardó siete años en levantar su principal texto. La historia de un arquitecto —interpretado en el cine en 1949 por Gary Cooper— que derrumba su propio edificio cuando descubre que será remedado por otros. Ahí está la visión del “verdadero” ser humano de Ayn Rand. Un hombre individualista y solitario. Un héroe que persigue su sueño y su felicidad sin concesiones. Por eso la admiraban el cofundador de Apple Steve Jobs o Travis Kalanick, antiguo consejero delegado de Uber. Reflejaba el ideal de los buscadores de oro tecnológico de Silicon Valley. Pero nunca le interesó saber cómo un emprendedor dirigía su negocio. “Fue una defensora de la razón y el individualismo en una época de irracionalidad y conformidad”, observa David Boaz, vicepresidente del Instituto Cato, un think tank libertario con sede en Washington. Defendía con vehemencia el aborto, el ateísmo y una avanzada libertad sexual. “Soy dura e intolerable cuando estoy absorbida por mi trabajo. Y tengo pocos amigos”, narró en una carta a los lectores en los años setenta tras el éxito de El manantial. Una de esas escasas amistades sería Alan Greenspan —entonces asesor económico del presidente Richard Nixon—, quien durante dos décadas se convirtió en mentor de Rand. Greenspan llegaría a ser el responsable de la Reserva Federal (1987-2006), pero jamás siguió las ideas económicas de la filósofa. Sin embargo, la influencia ha llegado hasta el trumpismo. The New York Times contó que El manantial era la novela favorita de Trump. Y Mike Pompeo, ex secretario de Estado (2018-2021) y miembro del movimiento conservador Tea Party, admitió que La rebelión de Atlas (Deusto) “realmente” le había impactado. Pero nadie como Ray Dalio, uno de los inversores más influyentes del planeta, reveló en 2017 la profundidad de las raíces. “Los libros de Rand capturan muy bien la mentalidad” de la Administración de Trump, señaló. “Odian la debilidad, lo improductivo, el socialismo y sus políticas mientras admiran a los fuertes y quienes pueden generar beneficios”. Resulta fácil reconocer muchos de esos rostros entre quienes asaltaron el Capitolio el 6 de enero de 2021.
Porque todo, incluso el sexo, era un auténtico laissez faire. Cuenta la escritora Jennifer Burns en Goddess of the Market: Ayn Rand and the American Right (Oxford University Press; la bondad del mercado: Ayn Rand y la derecha estadounidense, sin edición española) que obligaba a su paciente marido a llevar unos cascabeles en sus zapatos para saber cuándo iba y venía por la casa. También exigía a su principal seguidor, el escritor de libros de autoayuda Nathaniel Branden, a verse con ella dos veces por semana para mantener relaciones sexuales, con el consentimiento de su esposo. Rand lo interpretaba como un acuerdo racional. Esa libertad volvió atractivos sus textos de ficción para parte del movimiento LGTBI+ —pese a su homofobia: Ran describe la homosexualidad como “inmoral”—.
Escribía como pensaba, vivía como escribía. Quizá ese fuera su gran hechizo. ¿Reaccionaria? “Reaccionario significa basado en el pasado. ¿Qué hay de malo? Mozart y Bach, mis compositores favoritos, son reaccionarios en ese sentido. ¿Significa que son malos? Difícilmente”, reflexiona Walter Block, profesor de Economía de la Universidad de Loyola en Nueva Orleans. “Al igual que Mozart y Bach ‘continúan siendo válidos’, lo mismo se puede aplicar a Ayn Rand y a otros filósofos de la libre empresa”.
Sin embargo, si algo detestaba —además del comunismo— era el Estado de bienestar. El Nobel de Economía Paul Krugman se lo recriminó en octubre de 2020, en plena pandemia, en un artículo (‘How many Americans will Ayn Rand kill?’; ¿cuántos estadounidenses matará Ayn Rand?) en The New York Times. ¿Qué hubiera sido de los ciudadanos sin la ayuda federal? Abandonados a sus recursos económicos, aquellos días Amazon era el principal distribuidor de productos sanitarios contra el coronavirus. Reescribiendo las palabras del evangelista Mateo, era dejar el destino de los “humildes y los mansos” en manos de Jeff Bezos, uno de los hombres más ricos del planeta. Solo Rand le hubiera encontrado lógica. Sus puntos de vista eran los de Adam Smith, Ludwig von Mises y Henry Hazlitt. Todos economistas libertarios. “Es una defensa, en sus escritos ficticios y filosóficos, del interés propio como ‘heroísmo’. Quienes deben ser venerados y celebrados son los individuos ricos y movidos por el egoísmo”, critica El Reid-Buckley, investigadora en el Centro Europeo para el Estudio del Odio de la Universidad de Limerick (Irlanda).
Al igual que le ocurre a muchos estadounidenses, cualquier propuesta que suene a socialdemocracia Rand la asocia por inercia al comunismo. Es un mal atávico y Rand participaba de él. Creía en la codicia. Ella se enriqueció con las novelas y las conferencias en Yale, Princeton o Columbia. “Por eso, el sistema de libre empresa convierte la escoria de la codicia en beneficios de oro, y Rand lo vio muy claro”, comenta Walter Block. Expoliaba, como los personajes de sus libros, ideas del nihilismo de Nietzsche, las llevaba al extremo, y creaba un mundo a su propia medida. “Sus argumentos eran, sobre todo, morales más que económicos”, aclara Peter Klein, profesor de Ciencias Sociales de la Universidad de Misuri (Estados Unidos). La defensa de la libertad individual y el derecho a llevar la vida que uno elija fue un mensaje que atrajo a la contracultura de los años sesenta, a los conservadores de Ronald Reagan —a quien detestaba por su oposición al aborto— y a los libertarios. Incluso el expresidente Barack Obama, en una entrevista en 2012 concedida a la revista Rolling Stone, criticaba su “estrecha mirada” y describía su trabajo como “una de esas cosas que muchos de nosotros, cuando teníamos 17 o 18 años y nos sentíamos incomprendidos, buscábamos”.
¿Y qué es la vida sino una búsqueda infinita? En Estados Unidos era el tiempo de Vietnam, la segregación racial, la reivindicación de la negritud, el movimiento hippy. Emergía una nueva sociedad que murmuraba, algo, sobre servicios públicos o más espacio para el bienestar. Tras su superventas, El manantial (1943), siguió publicando (usaba anfetaminas para escribir) La rebelión de Atlas (1957), La virtud del egoísmo (1964), Capitalismo: el ideal desconocido (1966) e Introducción a la epistemología objetivista (1979), obras que la editorial Deusto lleva reeditando desde 2019, aprovechando que vencían sus derechos y que su obra no estaba bien editada en español. También forman parte de esta biblioteca una novela primeriza, Los que vivimos (1936), y la distopía Himno (1938), donde los humanos solo existen para servir al Estado. El plan es publicar sus obras completas, según Roger Domingo, director editorial de Deusto.
Rand fue la gran defensora del individuo y su independencia. La necesidad de pensar por uno mismo. “Sus novelas tratan aspectos atemporales”, desgrana Onkar Ghate, jefe de Filosofía del Instituto Ayn Rand (California). “Qué significa ser una persona: abrazar tu propia vida, perseguir la felicidad; cuál es el papel de la razón en la existencia humana. Son temas fuera del tiempo, por eso, miles de lectores al año siguen buscando la ficción de Rand”. También puede explicar por qué estribillos como “libertad, libertad, libertad”, de la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, viajaran lejos. Llaman a la esencia del hombre.
En los años setenta se embarcó en una gira de lecturas por el país que atrajo a una nueva generación de estudiantes que creían en la libertad sin restricciones. Calaba su filosofía del objetivismo basada en el laissez faire y en el esfuerzo individual. Reagan y Thatcher desregularían, en los ochenta, los mercados. El sueño de Rand. ¿O su pesadilla? “Ayn repudió el conservadurismo estadounidense porque lo vio intelectualmente en bancarrota”, puntualiza Elan Journo, investigador principal del Instituto Ayn Rand.
Poco a poco se volvió más esquiva con la prensa y sus seguidores, que se concentraban en su casa en la calle 34 Este de Nueva York. Su último libro completo fue Filosofía. ¿Quién la necesita? (Deusto), 1982. Falleció a los 77 años, el 6 de marzo de ese año y fue enterrada, como su marido, Francis O’Connor (1979), en el cementerio neoyorquino de Valhalla. Quizá encontró en el paraíso nórdico la verdadera libertad.
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