La escritora favorita del presidente
Aynd Rand lleva desde 1943 inspirando a los ultraconservadores
Y luego dicen que la literatura no cambia el mundo. De repente, una descubre que con más frecuencia de lo que advirtió aparece en los periódicos anglosajones, saltando de la sección de negocios a la de literatura, el nombre de Ayn Rand, una rusa nacionalizada estadounidense en los años 20, que dejó una obra que lleva inspirando el pensamiento ultraconservador desde que su novela, El manantial, publicada en 1943, se convirtiera en la biblia de los feroces defensores del individualismo. En España nuestros padres la leyeron, como una novela más, en aquella colección de portadas dramáticas de la editorial Reno. Pero los fervientes randianos que brotaron de la lectura de El manantial y La rebelión de Atlas son aquellos que reconvirtieron a la que fuera guionista/novelista en gurú del capitalismo. Lo verdaderamente asombroso es que su influencia no haya decrecido y de una época a otra la capilla de creyentes se renueve. Ahora, está viviendo una posteridad dorada, iluminando los discursos tanto de los republicanos estadounidenses como de los defensores del Brexit. Su éxito declina o se alza según el momento político. Durante las dos legislaturas de Obama, el sector más fanatizado de la derecha tomó las palabras de Rand como propias para demostrar que todo aumento del Estado es una amenaza para el progreso. Obama afirmó, por cierto, que Rand es una escritora de adolescentes. Pero ya se sabe, hay adolescentes de todas las edades. En realidad, su obra certifica la épica individualista del pensamiento conservador, viene a explicarnos por qué hay detractores del sistema sanitario público hasta entre las clases trabajadoras.
Lo que no llego a captar es si la señora Rand fue la creadora de esa filosofía o si lo que tuvo fue una gran intuición para traducir el sentir de un país en el que primaba la libertad individual por encima del interés colectivo. Influiría sin duda en sus novelas de tesis el que Estados Unidos fuera su país de refugio, tras huir de la Unión Soviética. Era pues, una vehemente anticomunista, que se dedicó con ahínco a defender las virtudes del capitalismo extremo, donde el estado se achica para dejar espacio al genio individual. Porque el Estado solo sirve, según Rand, para alimentar a los dependientes, a los parásitos. En el mundo ideal de la novelista idolatrada en el universo Trump sus palabras son doctrina: “Se nos ha enseñado que el ego es sinónimo del mal y el altruismo el ideal de la virtud. Pero mientras el creador es egoísta e inteligente, el altruista es un imbécil que no piensa, no siente, no juzga, no actúa”.
Su fama creció cuando El manantial fue llevada al cine por King Vidor en 1949. Gary Cooper interpreta a un arquitecto que lucha contra el sistema y prefiere destruir sus edificios antes que ceder a las presiones políticas. Su monólogo final, épico y abstracto, resume la filosofía randiana: solo un mundo donde el poder esté en manos de los audaces, de los genios, de los creadores puede progresar. Gary Cooper confesó no haber entendido el discurso que pronunció y no es de extrañar, dura cinco eternos minutos y es rico en esa palabrería que suena a gloria pero que contiene una gran barbaridad que no se capta a la primera. El envoltorio no puede ser más atractivo: es Gary Cooper, es King Vidor, tiene la apariencia inequívoca que otorgaba Hollywood a los hombres que luchan contra sistema, pero dentro de esa retórica grandilocuente hay un piedra que se lanza contra el débil y el que depende de la ayuda social.
Ni los críticos literarios ni los filósofos ni los economistas se han tomado muy en serio a esta escritora que asumió como logotipo de su fundación el signo del dólar, pero el caso es que Ayn Rand fue nombrada en 2016 por Vanity Fair la pensadora más influyente entre los líderes tecnológicos (superando a Steve Jobs). Y es habitual que empresarios como el controvertido creador de Uber o el recientemente destituido director de Whole Foods la llamen maestra. Se ve que, como leíamos en un reciente reportaje de The New York Times, los célebres discípulos de Rand no son precisamente un ejemplo de virtud empresarial. Y entre todos ellos, su seguidor más célebre, su Fan Number One, el presidente de los Estados Unidos, que habla de ella como su escritora favorita. No sabemos entre cuántos tuvo que lidiar Rand para conseguir tan insigne posición, pero de una manera u otra se ha colado en los discursos de Trump, en uno como este que pronunció en la campaña presidencial: “Hay una estructura de poder global que roba a nuestras clases trabajadoras, despoja al país de su riqueza y ha puesto el dinero en los bolsillos de un puñado de grandes corporaciones y de organizaciones políticas”. ¿Suena bien? Pues esa debe de ser la razón por la que desea arrebatarle al Estado corrupto el sistema de sanidad público, para que cada individuo tenga la libertad de decidir donde quiere o puede caerse muerto.
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