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miradas / perú
Columna
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Castillo de naipes

La realidad empieza a evidenciar al presidente del Perú como lo que es: un representante de la izquierda más folclórica, conservadora e ideologizada

Verónica Klingenberger
Pedro Castillo Peru
Protesta contra el presidente de Perú, Pedro Castillo, el día del bicentenario de su independencia, el pasado 28 de julio en Lima.STRINGER (Reuters)

El bicentenario estrena presidente luego de una larga y dolorosa campaña en la que tuvimos que elegir entre 18 candidatos, cifra generosa en contraposición a la mezquina oferta de atributos personales y partidarios. La clase política en el Perú, como la del mundo entero —sospecho—, se hunde en una suerte de pozo mediocre donde los electores debemos tomar partido más por temor y rechazo a los otros que por afinidad con uno.

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Así, la segunda vuelta nos puso entre las dos peores opciones: un partido marxista-leninista presidido por un presunto delincuente y el partido que frenó toda posibilidad de reforma durante los últimos años, dirigido por otra presunta delincuente.

La coyuntura electoral se resumía en una estadística: el Perú es el país que suma más muertes por covid por número de habitantes: casi 200.000 personas perdieron la vida en lo que va de la pandemia, el doble de víctimas que dejó el terrorismo y la guerra con Chile juntos.

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Para quienes apostaron por él, el triunfo de Pedro Castillo suponía un hito histórico y simbólico, al ser el primer campesino y maestro rural en llegar a la presidencia del Perú. Para otros era solo el precio a pagar para terminar con el largo juego del fujimorismo.

Pero la realidad empieza a evidenciarlo como lo que es, más allá de expectativas y temores: el representante de la izquierda más folclórica, conservadora e ideologizada, una que es transparente y frontal en su plan totalitario y sus nexos con el socialismo latinoamericano.

Muchos lo sospechamos desde antes, pero es la democracia la que nos puso acá. Y eso es algo que la élite de derecha, tan “demócrata” hoy, debe aceptar.

En su primer discurso como presidente, Castillo insistió en la creación de una Asamblea Constituyente para cambiar la Constitución en medio de una crisis sanitaria y económica sin precedentes (solo un 11% de los peruanos considera relevante una nueva Constitución).

Veinticuatro horas más tarde, liquidó su capital político al presentar un gabinete liderado por un militante de su partido abiertamente misógino, homofóbico y prosenderista, lo cual es inaceptable en un país profundamente marcado por el terrorismo. Así, la alianza que lo llevó al poder se quebró apenas asumió. Ya el centro se reorganiza en su contra y cierta izquierda moderna empieza a marcar distancia.

El país con más presidentes presos e investigados en América Latina celebra así su bicentenario sin siquiera saber lo que le espera en los próximos 20 días. Castillo debió tender alianzas y buscar consenso con el Congreso y los distintos actores políticos, para resolver los principales problemas de un país en el que el número de pobres se ha incrementado en 1,8 millones en el último año y medio.

El reto es inmenso, porque tiene una deuda inaplazable con los más débiles y olvidados, aquellos que lo eligieron. Hasta ahora hace todo lo contrario.

Todo indica que debajo del sombrero habría un incompetente sin mayor sindéresis. Y eso es en el mejor de los casos.

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