Todo estaba planeado: cómo Paris Hilton intentó convertirse en la Marilyn del siglo XXI a nuestra costa
La empresaria, modelo y bisnieta del magnate hotelero Conrad Hilton reescribe su vida en ‘Paris: The Memoir’. Una ‘autobiografía’ en la que la novelista Joni Rodgers ha conseguido dotar a su peripecia vital de una narrativa, un sentido y un propósito
Las memorias de Paris Hilton arrancan con una epifanía aérea. La heredera acaba de cumplir 21 años y lo celebra saltando en paracaídas sobre el desierto de Nevada. Sufre, por supuesto, una resaca diabólica tras más de 48 horas de juerga inmisericorde en alguno de los antros más exclusivos del planeta.
Mientras su cuerpo rebosante de burbujas de Moët & Chandon se precipita al vacío sacudido por el viento, Paris se siente “frágil”. Piensa fugazmente en que acaba de disfrutar de la fiesta de cumpleaños más salvaje “desde María Antonieta” y se le ocurre que tal vez sea este un buen momento para morir, para que la mota de polvo galáctico que el mundo conoce como Paris Hilton se disgregue y se disuelva en la eternidad. A continuación, el paracaídas se abre y ella se descubre flotando en el aire gélido del amanecer “como un diamante colgado de una delicada cadena de plata”, en uno de esos instantes de goce supremo que el dinero (sí) puede comprar.
El recuerdo es de la propia Hilton. La metáfora y el rapto de misticismo, con toda probabilidad, cabe atribuírselos a la novelista Joni Rodgers, que ha ejercido de escritora en la sombra o, como dice Peter Conrad en The Guardian, de “ventrílocua” de la estrella. Rodgers, conviene decirlo de entrada, ha hecho un trabajo formidable. Más allá de hallazgos verbales de mejor o peor gusto, ha conseguido dotar a la peripecia vital de Hilton de una narrativa, un sentido y un propósito, que es lo que las multinacionales piden cuando recurren a un profesional para que les escriba una memoria de empresa.
Un plan (muy) sutil
Gracias a ese esfuerzo de decantado y reelaboración de la sustancia autobiográfica, Paris: The Memoir es un libro que merece la pena leer. Y no porque contenga grandes revelaciones, dado que casi todo lo sustancial, de los abusos sexuales y psicológicos de los que fue objeto en la infancia a la traumática desaparición de su chihuahua, Diamond Baby, ya lo ha contado Hilton en las entrevistas promocionales que van a convertir el artefacto editorial en un best seller.
Si por algo vale la pena The Memoir es porque propone una vía insólita de abordaje al transatlántico Paris Hilton. Nos cuenta la historia desde la cabina de mando y nos confirma, de una vez por todas, que si Hilton nos invitó, hace más de 20 años, a que nos subiésemos a bordo para reírnos de ella es porque tenía un plan para reírse de nosotros. Y uno bastante más sutil de lo que parece.
Paris ya era rica, ya era famosa. Podría haber aspirado a una vida plácida, como la de su hermana Nicky, casándose a los 27 años con un Rothschild, diseñando bolsos, inaugurando hoteles, presidiendo una fundación benéfica. Pero nada de eso era suficiente para ella. Paris tenía sed de absoluto. Quería serlo todo a la vez en todas partes. Aspiraba a convertirse, en opinión del periodista británico Hugo Rifkind, en “la Marilyn Monroe del siglo XXI”.
Rifkind reconoce que se resistió durante casi dos décadas al huracán Hilton: “Mi política mientras escribía columnas de cotilleos era ignorar sistemáticamente a chefs, diseñadores de sombreros y Paris Hilton”. Ahora, por fin, se ha rendido a la evidencia. A Paris no es posible ignorarla, no se puede desatender su legado. Lleva desde el final de la adolescencia convirtiendo en oro mediático todo lo que toca. Cuando todos despertemos, Paris Hilton seguirá aquí.
Vida de esta chica
Repasemos sus méritos, para nada menores. “Inventó” el selfi. Su vídeo robado popularizó la pornografía casera. Transformó los realities en armas de destrucción masiva. Puso de moda el populismo de los multimillonarios mucho antes que Trump, en los albores de la era Obama. Consiguió que toda una generación de mujeres volviese a plancharse el pelo. Patentó la idea contemporánea de “nueva” fama al usurpar a Sarah Bernhardt la intuición genial de que se puede ser famosa por ser famosa. Abrió de par en par la escotilla por la que se ha colado un nuevo star system: de no ser por ella, ni siquiera sabríamos quién es Kim Kardashian.
Y ha completado este opus magnum, esta alquimia descacharrante y contracultural, sin más recursos que la desvergüenza (mucha) y el dinero (mucho más). Sin el talento, el carisma o la imagen no ya de Marilyn Monroe, sino de Britney Spears, Cameron Diaz y tantas otras “amigas” o hermanas a las que ha ido dejando en las cunetas de su autopista hacia el cielo de la fama suprema. Aunque ya decía Christopher Nolan que la obra de un gran prestidigitador no está completa hasta que realiza el último truco, el prestige, la guinda del pastel de la sugestión colectiva. Y eso, precisamente, es lo que lleva haciendo Hilton en los últimos años. Especialmente, desde el estreno en plena pandemia del documental This is Paris, primer hito en un fascinante proceso de deconstrucción (o voladura controlada) de su propio personaje que culmina ahora con sus memorias.
La verdad os hará libres
Porque lo que no está contando ahora mismo la heredera del emporio Hilton, en un arriesgado requiebro que en manos de cualquier otro cabría calificar de sincericidio, es hasta qué punto, con qué alevosía y con qué intensidad se ha reído de nosotros. No quería nuestro dinero, que de eso iba muy sobrada, pero sí nuestra atención. Y su estrategia para que le hiciésemos caso ha consistido en exagerar de manera deliberada los rasgos de su carácter que nos resultaban fascinantes: la (presunta) ignorancia, el punto de vulgaridad asumida, la desconexión de la realidad, la ostentación infantil, la arrogancia marciana.
A estas alturas, tal y como señala Peter Conrad en The Guardian, ni siquiera es importante discernir si Paris Hilton es (o ha sido) realmente así. Lo que marca la diferencia es que ella eligió mostrarse así asumiendo todas las consecuencias. Aceptando con deportividad la dosis de bochorno inherente en el personaje que se ha ido creando, ejerciendo ella misma de espejo deformante de la Paris real e íntima (si es que existe o ha existido algo así) para desconcertarnos y fascinarnos, para que nos acabemos resignando a su permanente ubicuidad en hasta el último rincón de la galaxia pop con ironía cómplice.
Los ejemplos son múltiples, tanto en el libro como fuera de él. Hugo Rifkind explica uno muy significativo: su encuentro con Trey Parker y Matt Stone. Ella es “muy fan de South Park” y tuvo la oportunidad de conocer a los creadores del programa en una fiesta privada. Charlaron un rato y la heredera quedó convencida de que “se habían caído estupendamente”. Pocas semanas después, Parker y Stone “la parodiaron de manera cruel en un episodio titulado Crea vídeos con Puta, Estúpida y Malcriada”. Cuando le preguntaron qué se siente al ser sometida a escarnio público en el programa de televisión que amas y por la gente que ha fingido disfrutar de tu compañía, Hilton exhibió la mejor de sus caras de paisaje y reiteró de nuevo lo mucho que admiraba a los dos humoristas que acababan de lapidarla. Solo le faltó darles las gracias. Para Stone, “un síntoma más de hasta qué punto está mal de la cabeza”.
El peaje que pagan los pioneros
Juana Summers, redactora de la cadena de radio estadounidense NPR, considera que Paris Hilton fue la primera influencer, la primera en “convertir su propia vida en un reality” y la primera no ya en someterse al acoso de los paparazzi, sino de “inducirlo activamente” las 24 horas del día. Es la “actitud Paris Hilton” lo que sin duda explica que la nieta de un multimillonario empresario hotelero “pasase con menos de 20 años de ser célebre por emborracharse en fiestas a tener su propio programa en la Fox y lanzar una carrera como actriz, cantante y modelo”.
Hoy resulta casi superfluo constatar que Paris fracasó en esos tres últimos campos, cine, música y modelaje. La casa de cera (2005) recibió oprobio general, en buena medida, por la “desastrosa” actuación de la influencer neoyorquina; al menos, en opinión de críticos como Brian Eggert. Su carrera musical, propulsada por Heiress Records, el sello que ella misma financió y dirigió, ha producido abominaciones (es otro crítico, esta vez Rich Juzwiak, quien habla) como Paris (2006), el álbum, y Stars Are Blind, el single. Y sus pinitos en la pasarela suelen ser recibidos con una mezcla de condescendencia y rechifla, como ocurrió con su irrupción, con un vestido de novia vintage, en el desfile de Versace de la última Semana de la Moda de Milán. Pero nada de eso hace mella en esta diva multiformato más incombustible que el amianto. Cuando las críticas se ceban con ella, Hilton, en palabras de Summers, “traslada su campamento río arriba”. Y se reinventa como DJ residente en Amnesia. O lanza una línea de perfumes. O diseña zapatos de plataforma y tacones de aguja. O fabrica joyas. O posa desnuda, cubierta de pintura dorada, para promocionar un vino espumoso.
La espina en el costado
Mención aparte merece la controversia en torno a su infaustamente célebre sex tape. Filmada en 2001, se filtró dos años después, apenas una semana antes de que se lanzase el reality The Simple Life, en el que Paris se mostró más desconectada de la realidad que nunca en compañía de su gran amiga de juventud, Nicole Ritchie. La filtración se atribuye a Nick Salomon, jugador de póker profesional, desaprensivo vocacional y el otro protagonista de la escena. Una productora de cine X acabó comercializando la cinta porno y aseguró que contaba con el consentimiento de Hilton. Sin embargo, la heredera demandó a Salomon y obtuvo una indemnización de 400.000 dólares.
Entre 2003 y 2007, a medida que el vídeo seguía su recorrido comercial, judicial y mediático, Hilton, como es habitual en ella, actuó como si no le diese al asunto la menor importancia. En paralelo, el reality en que Ritchie y Hilton se asomaban a la vida sencilla de granjeros y amas de casa suburbanas fue un extraordinario éxito global. En él, Paris cultivó su personaje a conciencia al presentarse como una mujer “rubia en todo menos en el color del pelo”. Se comportó como si desconociese la existencia de las lavadoras. Fingió no haber oído hablar nunca de Walmart, los grandes almacenes en que compran nueve de cada diez estadounidenses. Exageró hasta el paroxismo su acento pijo, un cruce entre el Upper East Side neoyorquino y Beverly Hills. Y, según cuenta ahora, intentó expresarse “de la manera más pobre y ridícula posible” para encajar mejor en la imagen estereotipada que el mundo tenía de ella.
Convertida ya en una estrella, en 2006, exteriorizó por fin en una entrevista con GQ lo muy doloroso que le había resultado que se filtrase el vídeo de su escarceo juvenil con Salomon: “No he cobrado ni un centavo por él. Es dinero sucio. Alex debería avergonzarse y donarlo a obras de caridad”. 15 años después declaró que el atentado contra su intimidad le había resultado “humillante”: “Me mortifica pensar que siempre voy a ser juzgada por un momento privado que nadie debería haber visto nunca”.
En sus nuevas memorias, Hilton habla de vientres de alquiler o de chihuahuas perdidos, pero, sobre todo, trata de reescribir el pasado haciendo uso de esa “voz personal” que dice haber encontrado de la mano de Joni Rodgers. Y parte de esa reescritura consiste en confesarnos que nunca fue tan ridícula como pretendió ser. Que siempre tuvo un plan y que, para hacerlo realidad (ser la nueva Marilyn, ¿recuerdan?), tuvo que invitarnos cordialmente a que nos riésemos de ella para poder reírse de nosotros. Lo dicho, hay múltiples maneras de abordar el transatlántico Paris Hilton. Y acompañarla en su salto en paracaídas sobre el desierto de Nevada no es, ni mucho menos, la peor de ellas.
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