“¿Pero ‘latin lover’ de qué?”: 100 años de Marcello Mastroianni, la estrella que nunca quiso ser galán
El Festival de Cannes proyecta ‘Marcello mio’, un proyecto con su hija Chiara que celebra el centenario del gran actor italiano que topó con una imagen que no le pertenecía
Contaba Marcello Mastroianni (Fontana Liri, 1924-París, 1996) que cuando le ofrecieron protagonizar La dolce vita él le pidió al director Federico Fellini ver el guion, y lo que obtuvo fue una carpeta que contenía un dibujo pornográfico. Cualquier latin lover digno de ese nombre habría reaccionado con un gesto cómplice, quizá con otra humorada aún más rijosa. Pero Mastroianni enrojeció hasta las orejas y apenas pudo disimular su vergüenza mientras preguntaba: “Muy interesante, ¿dónde hay que firmar?”. Aquel filme, para el que los productores querían a Paul Newman, sería su gran bendición y su pequeña condena.
Lo convirtió en una estrella mundial al tiempo que lo aprisionaba en un arquetipo de donjuán que no se correspondía ni con su personalidad real ni con la del personaje de ficción, un periodista aquejado de malestares existenciales. Pese a todo, y para su fastidio, la etiqueta lo persiguió siempre: “¿Pero latin lover, de qué?”, se preguntaría Mastroianni en el documental (Sí, ya me acuerdo, 1997) que al final de sus días le dedicó su última compañera, la directora Anna Maria Tatò.
Anticipándose al centenario de su nacimiento (que se cumple el próximo septiembre), otra película sobre Mastroianni se estrenará en la sección oficial de la 77ª edición del festival de Cannes, que comienza el próximo 14 de mayo, e inmediatamente después se verá en las salas francesas. Se llama Marcello mio, la dirige el cineasta francés Christophe Honoré, y la protagoniza Chiara Mastroianni, hija de Marcello y de Catherine Deneuve, en el papel de una actriz que casualmente es hija de Marcello Mastroianni y Catherine Deneuve, y que encara una mala racha personal adoptando la identidad y el aspecto físico de su difunto padre.
En 2006, diez años después del fallecimiento del actor, la propia Chiara Mastroianni lo recordaba en una entrevista como “una persona de una gran fantasía y alegría, pero que al mismo tiempo tenía una gran melancolía”, mientras destacaba su capacidad de trabajo, como también su humildad y falta de egocentrismo.
Una humildad que él podía llevar a territorios cercanos al autodesprecio. Aseguraba que su físico salía perdiendo comparado con la apostura de Vittorio Gassman, Gérard Philipe, Gary Cooper o Clark Gable. A pesar de haber sido probablemente el actor italiano más famoso desde Rodolfo Valentino, y sin duda uno de los más galardonados de todos los tiempos –dos premios de interpretación en el festival Cannes, dos en el de Venecia, dos Globos de Oro, tres nominaciones al Oscar–, también restaba importancia a estos logros: “Me estudio el guion un par de días, recito mi parte y se acabó”, resumía en una entrevista conjunta con su compañero Gassman para el diario La Repubblica.
Si otros intérpretes se empeñan en que el público los perciba como distintos en cada trabajo, y para ello exhiben cierta aptitud circense –apoyada en la labor de maquilladores, peluqueros y coaches de acentos– para la mímesis y el camuflaje, él prefería resultar siempre reconocible, sin esconder su personalidad detrás de parapetos o trucos de “método”. “Me fastidia ese cuento de los actores que estudian el papel meses y meses para meterse en el personaje, que se retiran un tiempo infinito en un convento, engordan o adelgazan para estar más en situación”, añadía, citando a Robert De Niro como ejemplo de esto.
Mastroianni era siempre Mastroianni, y todos sus personajes compartían una actitud al mismo tiempo cercana e irónicamente distanciada, a veces ingenua, otras más socarrona. Lo que no le restó capacidad para encarnar de manera verosímil personalidades muy ajenas a la suya. No es casualidad que lo eligieran para ser su alter ego directores como Fellini –a quien físicamente no se parecía en absoluto- o Manoel de Oliveira –que era casi veinte años mayor que él cuando lo dirigió en Viaje al principio del mundo (1997), la última película del actor, rodada cuando el cáncer de páncreas que acabó con su vida ya estaba muy avanzado–, con resultados de una exactitud asombrosa.
Al servicio de esta tarea ponía un rostro hiperexpresivo que podía pasar del gesto risueño al derrotado en un segundo, y una voz de timbre algo nasal, matizada por el tabaco, decididamente atípica para un galán. Estos eran sus principales atributos, los que contribuyeron a convertirlo también en un icono de estilo: uno menos aristocrático que popular, con el que al público mayoritario no le costaba identificarse. Encarnó la Italia de mitad del siglo XX, con su mezcla de provincianismo y cosmopolitismo, de atavismo y ansias de modernidad. A la manera de otros actores de su generación, como Gassman, Manfredi, Tognazzi o Sordi, pero con mayor difusión internacional: de ellos fue a la vez compendio y superación.
Nacido en 1924 en un medio social modesto –su madre era mecanógrafa, y su padre reparaba muebles– del pequeño pueblo de Fontana Liri, pasó parte de su infancia en Turín antes de que la familia se trasladara a Roma. Allí se graduó como aparejador y trabajó de contable mientras trataba de abrirse paso en el mundo de la interpretación con pequeños papeles en cine y teatro. Su talento no le pasó desapercibido a Luchino Visconti, que lo fichó en 1949 para el rol secundario de Mitch en un montaje de Un tranvía llamado deseo de Tennessee Williams donde Vittorio Gassman era Stanley Kowalski.
Durante la siguiente década, su carrera en el cine fue en ascenso, aunque gracias a filmes casi siempre intrascendentes. Hasta que Visconti volvió a escogerlo, esta vez como protagonista, para la película Noches blancas (1957), su primer éxito global, que se vio reforzado un año más tarde por el bombazo de la comedia de atracos Rufufú, de Mario Monicelli, de nuevo con Gassman. Experimentó entonces un despegue que lo llevó a trabajar con algunos de los directores italianos más prestigiosos del momento, como Bolognini (El bello Antonio, 1960), Antonioni (La noche, 1961), Germi (Divorcio a la italiana, 1961), De Sica, Scola, Ferreri, Petri, los hermanos Taviani o Bellocchio. Después llegarían los autores europeos y americanos: John Boorman, Theo Angelopoulos, Roman Polanski, Robert Altman, Nikita Mijalkov, Betrand Blier, María Luisa Bemberg, Bruno Barreto, Raúl Ruiz o Manoel de Oliveira.
Pero el encuentro más fructífero lo tuvo con Federico Fellini, quien insistió en reclutarlo para La dolce vita (1960) contra la opinión de los productores, que preferían una estrella de Hollywood. Después de atravesar un accidentado proceso de producción y rodaje, la película arrasó en taquilla y obtuvo la Palma de Oro del festival de Cannes y cuatro candidaturas a los Oscars (ganó el de mejor vestuario), logro insólito en la época para una película en lengua no inglesa.
Mastroianni encarnaba aquí una versión sublimada del director y de su guionista, Ennio Flaiano –cínicos perdidos en la selva de la vida moderna–, y su escena junto a Anita Ekberg en la Fontana di Trevi le endosó esa imagen de seductor mediterráneo aggiornado contra la que tanto se rebeló. Fellini volvería a contar con él en otras cinco películas, en las que siguió interpretando versiones cada vez más delirantes del propio cineasta: desde Fellini 8 ½ (1963) hasta Intervista (1987). Muy en especial, en Ginger e Fred (1985) transmitía una combinación imitadísima –pero nunca igualada– de dignidad y patetismo.
Para resumir los motivos por los que la cultura norteamericana –y por tanto mundial– abrazó a Mastroianni como epítome de la italianidad, citaremos dos factores: La dolce vita y Sofia Loren. Con la que a su vez es la actriz italiana de cine más famosa de la historia compartió cartel en 14 ocasiones, aunque empezaron a ser pareja en la pantalla (que tuvieran algún affaire en la vida real ellos siempre lo negaron, aunque el rumor al respecto fue insistente) en la tercera de ellas, La ladrona, su padre y el taxista (1954), de Blasetti. Ella declaró que cuando le ofrecían un papel junto a él lo aceptaba a ciegas, porque estaba segura de que las cosas saldrían bien. No siempre ocurrió exactamente así, pero sus mejores desempeños conjuntos fueron momentos cumbre de gracia y carisma: destacan Matrimonio a la italiana (De Sica, 1964), sobre la obra de teatro Filumena Marturano, de Eduardo de Filippo, y Una jornada particular (Scola, 1977), historia agridulce sobre el encuentro de dos perdedores que sobreviven como pueden a las circunstancias adversas que les han tocado.
Eligió numerosos papeles de antihéroe, por lo que se especializó en hombres pasivos, derrotados, demenciados, desubicados o impotentes (El bello Antonio, trabajo que se tomó tan en serio que, al parecer, le acarreó problemas de ejecución sexual durante el periodo de rodaje). Más que al latin lover, su personalidad dentro y fuera de la pantalla se acerca más a otro arquetipo muy italiano, el del mammone, el hijo de mamá, perpetuo niño grande cuyos problemas edípicos determinan su relación con las mujeres. Nunca se divorció de su esposa, Flora Carabella (actriz a la que conoció en el escenario de Un tranvía llamado deseo y con la que tuvo a su hija mayor, Barbara), aunque se separaron en 1970, cuando él inició una relación con Catherine Deneuve, que duró unos pocos años, y de la que nacería Chiara Mastroianni.
Antes había mantenido un romance aún más breve –y de final doloroso para él– con Faye Dunaway. También se le conoció una historia de juventud con Silvana Mangano, de cuando ambos eran aspirantes a actores, y en sus últimos días reconoció que había estado colado, sin ser correspondido, por Claudia Cardinale, otra de sus compañeras de reparto recurrentes. La directora Anna Maria Tatò, autora del documental Sí, ya me acuerdo (1997), fue su pareja durante casi dos décadas. A la muerte del actor, en 1996, se evidenciaron las desavenencias entre Tatò, por un lado, y Deneuve y Carabella, por el otro, que incluyeron episodios como la celebración de distintos funerales en Roma y París, con su ceremonia religiosa (Mastroianni se declaraba ateo, como en su crónica para este medio recordó una Maruja Torres apoteósica), y la puesta en conocimiento del público de una cláusula testamentaria según la cual los derechos de imagen del fallecido quedaban en manos de Tatò hasta la muerte de ella, que sobrevino en 2022.
Por ese motivo, cabe pensar que Marcello mio, que ahora protagoniza Chiara Mastroianni, y que se construye sobre la imagen misma del actor, no hubiera podido rodarse antes. Al igual que este proyecto, otras iniciativas conmemoran los cien años de su nacimiento. En Italia se ha creado el comité Mastroianni 100 para impulsarlas, y se anuncian ya homenajes públicos y ciclos de películas, que se suman al libro Marcello Mastroianni. Filmografia, fatti e personaggi de Giampiero Mele, recién publicado por Gambini Editore. En vida, él no fue demasiado amigo de cumplidos y ceremonias. “En cierto momento empiezan a llamarte maestro”, se lamentó. “Maestro, ¿de qué? Maestra será tu hermana”.
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