Marisa Paredes: “Ser rico se hereda, y ser pobre también. Eso ha marcado mi vida”
La legendaria actriz, musa del cine independiente en español e icono almodovariano indeleble, regresa a las pantallas (como actriz y como fenómeno viral de izquierdas) y conecta su mítica imagen a su infancia en una familia obrera de Madrid
“Esto es Zulueta. Mira: ‘Marisa es félix’. Porque estaba haciendo de María Félix en el teatro. Pero es ese juego de palabras, ¿no? Felix, feliz. Marisa es feliz”. Marisa Paredes (Madrid, 77 años) señala cinco cuadros, cada uno con una letra, M-A-R-I-S-A, firmados por Iván Zulueta, que cuelgan en el largo pasillo de su piso, en el centro de Madrid. Señala una foto en la estantería de su salón, “Diego Galán”, dice, y, luego arriba, “el Goya de Honor”, y sonríe ante el galardón que la Academia de Cine le otorgó en 2018, colocado entre cinco Fotogramas de Plata y un premio ICON. Señala arriba: “La Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes”, dice, “que el rey emérito este, ladrón, me dio, cuando [2007] no se sabía lo que robaba”, y una pancarta a la izquierda: “De mi última manifestación, por Palestina”, dice. Señala abajo, una foto de Pedro Almodóvar con, precisamente, Juan Carlos I, tras ganar el Oscar por Todo sobre mi madre (1999), que ella coprotagonizó. Y señala en silencio, en una esquina, una foto en blanco y negro, de mediados del siglo XX, una mujer de escorzo con una sonrisa de supremo cansancio.
—Mi mamá —dice—. Ahora ya estamos en lo más íntimo.
Marisa Paredes se acuerda, por fin, de todo. Quizá mejor que antes. “Entré en una depresión hace como cuatro años”, anuncia, paseándose por el salón con ropa holgada negra, zapatillas de deporte, un fular de cachemira rojo, su color fetiche. “Pensaron, descubrieron, decidieron que era ciclotímica bipolar… Bueno, una forma de decir que tienes altos y bajos como todo el mundo. A veces más agudos, dada mi sensibilidad y mi temperamento”. Esa travesía por las tinieblas ha pasado, o está dando un respiro, y Paredes, con renovados garbo y autogobierno, ha vuelto al trabajo, con un papel en los últimos capítulos de Vestidas de azul (Atresplayer), producción de los Javis (“Son la llegada de algo totalmente nuevo”, celebra). Es el último trabajo en una carrera de seis décadas, de las más insignes de la interpretación española: el nombre de Paredes está atado para siempre al de Pedro Almodóvar, por su legendaria colaboración en los clásicos Entre tinieblas (1983), Tacones lejanos (1991), La flor de mi secreto (1995), Todo sobre mi madre y La piel que habito (2011). Pero también es una presencia esencial en el teatro, inmortalizada en incontables obras emitidas en el Estudio 1 de RTVE, así como en la filmografía de muchos de los mayores cineastas hispanohablantes, de Agustí Villaronga (Tras el cristal, 1986) a Arturo Ripstein (Profundo carmesí, 1986) pasando por Guillermo del Toro (El espinazo del diablo, 2001). Hoy, lamenta haber tenido que rechazar un papel para Yorgos Lanthimos, que ahora opta al Oscar por Pobres criaturas. La depresión.
“A mí siempre me han dado personajes especiales”, agarra un cigarro. “He tenido la suerte de que, como no tengo pinta española, no soy Concha Velasco o estas estupendas, cuando la televisión era culta y daban teatro, yo hacía todos los dramas de Chéjov, de Dostoievski, de Ibsen. Era el alma rusa. El gran drama”. ¿Por qué? “¡Porque lo tengo! Esa cosa honda”.
Esa cosa honda no es otra que su presencia, dura pero vulnerable, de león herido, que tantas veces la ha puesto en la piel de prostitutas y de bebedoras (“ya no sé cómo hacer más alcohólicas”). Ella la arraiga, como su ideología tan de izquierdas, tan de feminista con carnet cuando el feminismo no se estilaba, en su infancia, hambrienta y de posguerra, la menor de cuatro hermanos en una familia obrera de la plaza de Santa Ana de Madrid. Lucio, el padre, trabajaba en una fábrica de cerveza. Mamá —se llamaba Petra pero ella no le pone otro nombre que “mamá”— era portera. La recuerda ahora. Y, con ella, a Dioni, Úrsula, Lola, Carmen Maura. “Mujeres, mujeres, mujeres”. Esto lo subraya mucho: la ayuda de las mujeres, una constante a lo largo de su vida. Lo repetirá mucho las próximas dos horas. Ahora busca otra foto, en blanco y negro, más lo segundo que lo primero.
“Esta soy yo, exactamente en la plaza de Santa Ana, en un árbol de los que todavía no había talado nadie, en el año 1952. Es decir, yo tenía seis años…”. Algo se activa en su cabeza y se traduce en un brillo nostálgico en la mirada. “Mira la cara que tiene, ya de seria”, dice, en presente. Luego, regresa: “De pequeña era muy adulta. Por eso tengo esta mirada. Esa niña ha estado siempre ahí”.
Y ahí sigue, en la estantería, al lado de Baudelaire.
Siempre he querido leer. Tuve que irme del colegio a los 11 años. Era de las Hijas de la Caridad, en la calle de Mesón de Paredes. Las ricas entraban por esa puerta, y llevaban otro uniforme azul; las pobres entrábamos por la calle de Provisiones y llevábamos un babi blanco con un lazo rojo. No nos juntaban ni en el recreo. Ellas lo tenían a una hora y nosotros a otra. Esto era así. La diferencia de clases era clarísima. Un día le pregunté a mi madre por qué éramos pobres. Me dijo: “Esto se hereda, hija, igual que lo otro”. Ser rico se hereda, y ser pobre también. Eso, eso lo tengo aquí [se señala la cabeza]. A los 12 entré a trabajar de modista en una casa de moda, en la calle de Bravo Murillo, del señor Tormo. Me llamaba Pajarito, como un personaje de Galdós.
¿Pero ya quería ser actriz?
Desde que tenía cinco años.
¿Esa vocación la puede explicar?
Eso es vivir en la plaza de Santa Ana y tener el Teatro Español en frente. Dentro de esa posguerra terrible, gris, de la dictadura, yo veía a los actores que pasaban por la plaza, sabía que eran actores porque iban todos los días a la misma hora al teatro, y decía: “Yo quiero estar ahí”. Porque ahí, recuerdo muy bien esta reflexión, pasan otras cosas. Mi vida y toda esta miseria que estamos viviendo, toda esta grisura… ahí eso no pasa. No había visto nunca una obra, pero sí oía, por la radio, en una Telefunken que mi madre compró a plazos, las radionovelas que se emitían entonces. Ese es el primer recuerdo que tengo de algo dramático, de ficción, de teatro: escuchar la SER, Radio Madrid se llamaba entonces. Todo eso yo lo respiraba y me hervía.
¿Cómo lo consiguió?
Iba con una amiguita a las puertas de los teatros, aquello de “deme una oportunidad”, pero sin cartel, como los torerillos o los maletillas. A ver si alguien me ve. A ver si alguien me dice qué haces aquí.
¿Le funcionó?
Conseguí mi primer papel en una película de José María Forqué [091, Policía al habla, 1960]. Estaban rodando en la plaza, me acerqué a ver si me veían y alguien me dijo no sé qué de una prostituta y tal. “¿Te gustaría?”. Salgo con un traje rojo.
Ya de rojo.
Ya sabes que soy aries, y el color del aries es el rojo.
Y ya de prostituta, con 14 años.
Sí, bueno, ya era muy alta, muy espigada, y muy descarada. Tenía cuerpo.
Pero sus comienzos fueron en el teatro.
Un día, una actriz, en la puerta del Teatro Cómico, que ya no existe, cerca de la calle Preciados, me dijo: “Pero, ¿qué haces aquí? ¿Tú quieres ser actriz o qué?”. Y dije: “Sí”. Y me dijo: “Pues mira, voy a hablar con Lilí Murati”, que era la empresaria de esa compañía, “porque yo me voy y a lo mejor me puedes sustituir”. Se me abrieron las puertas del cielo. Lilí Murati, una húngara con grrran asento, me dijo: “Bueno, sí, puede ser”. Naturalmente, pensaba: “A esta le pago dos duros, mucho menos que a la profesional que se me va”.
¿Y así fue?
Es que no pude estar. Llegué a casa y le dije primero a mamá, la cómplice, la protectora: “Que he conseguido que me contraten, ¡la dama joven! [en contraposición a la dama protagonista]”. A mi padre, hombre de aquella época, la idea de que yo me dedicara a este mundo del teatro le parecía no ya la perdición, sino directamente que me tiraba al arroyo. “Pero vamos, ¡tienes 15 años! ¡Antes muerto! Muerta tú, muerto yo”. Él conocía el mundo de la noche, pero no porque saliera sino porque tenía turnos nocturnos en la fábrica de cervezas El Águila.
Su padre tan duro y usted tan feminista.
Recuerdo discusiones entre mi padre y mi madre. Se llevaban fatal. “¡Esta camisa no está bien planchada!”. Mi padre era muy señorito, iba con su camisa blanca el domingo. No a misa, no era su rollo, pero sí a tomarse una cervecita a la Cervecería Alemana. Y si no le gustaba cómo estaba la camisa blanca de planchada, la tiraba y decía: “Esta camisa no está bien”. He vivido esa situación de malos tratos, de vejación, que el machismo en ese momento representaba. ¿Cómo no hacerse feminista? Recuerdo a mi madre, hablando de política alguna vez, que en casa papá era bastante de derechas: “El único momento donde yo me he sentido libre fue con la República”. Yo esto lo escuchaba con seis, siete años. Y lo entendía.
¿Cómo logró subir al escenario?
Hice huelga de hambre. Hambre ya teníamos, pero más. Tenía 15 años cuando se frustró lo de Lilí Murati. La mayoría de edad en ese momento para la mujer era los 21: necesitaba permiso de mi padre para todo. “¡Pues mira esta cara, porque no la vas a ver más en cuanto cumpla los 21! ¡No la vas a ver más en tu vida!”. Me encerré en el único cuarto que teníamos. Teníamos dos habitaciones, sin baño, la taza del váter estaba en la cocina, con eso te digo todo. “¡Me meto en la habitación, y no como ni duermo hasta que no me dejes hacer el teatro!”.
Y ganó.
Al día y medio, mi madre dijo: “Oye, Lucio, se va a poner enferma esta niña, por favor”. “No, porque dos funciones… acaban a la una de la mañana… son todas unas desdichadas, unas desgraciadas, unas malas mujeres, que no, que no, que no, que mi hija artista no”. Mamá, entonces, dijo: “Mira, yo la voy a buscar cuando termine la obra a la una de la mañana. Yo la traigo a casa”.
Y subió al escenario.
Porque desde el Teatro de la Comedia, lo que hoy es la compañía del Teatro Clásico, solamente hay que cruzar la plaza de Santa Ana para llegar a casa. Y la oportunidad que me había surgido era allí con Conchita Montes, una obra de José López Rubio, Esta noche tampoco (1961). Yo estaba de meritoria y hacía de criadita de Montserrat Salvador. Me llamaba Pilar. La doncella de Conchita era Carmen Sainz de la Maza, un personaje importantísimo. Un día a Carmen la tuvieron que operar, me acuerdo, de algo de riñón. No teníamos teléfono, naturalmente, pero entonces el ayudante de dirección vino a mi casa y me dijo: “Marisa, que si te atreves a sustituir a Carmen Sainz de la Maza”. Y yo dije que sí temblando. Pasé a tener el camerino de Carmen de la Maza, que era mucho más grande, era como Eva al desnudo. Y ahí me situé.
¿Consiguió alguna vez la aprobación de su padre como actriz?
En 1968 hice mi primer Estudio 1. El comprador de horas, una obra de Jacques Deval, versión de José María Pemán. Hacía de prostituta, una vez más, francesa, durante las obras del Canal de Panamá. La emisión fue un bombazo. En esos años solo había televisión, solo había dos canales, y solo había eso para ver. Cuando mi padre, al día siguiente, fue a la fábrica, fue llamado por el director, que en ese momento era don Manuel Fraga Iribarne. Y le dijo: “Lucio Paredes, que me han dicho que la actriz de anoche es hija suya”. Mi padre se quedó estupefacto. Ni teníamos televisión en casa. “Pues sí, señor, es mi hija”. “Pero es que es muy buena, tiene usted que estar muy orgulloso de ella”. Ahí mi padre, por primera vez, se creyó lo que le decía Fraga Iribarne, que era un hombre culto y era el jefe. Que yo era muy buena. Entonces respiró. No estaba destinada al arroyo.
Al cine no llegaría en serio hasta los ochenta.
Yo creía que la cámara de cine y yo estábamos un poco en desacuerdo. Así como el vídeo lo tenía muy claro por Estudio 1 y controlaba perfectamente las tres cámaras que había entonces, el cine no... Carmen Maura me dijo que a la cámara hay que amarla y dejar que te ame.
¿Cuándo cambió de opinión?
Cuando vi Tras el cristal, entendí que la cámara y yo podíamos tener algo en común. Que yo podía utilizarla. Villaronga vino a Madrid, porque él vivía en Barcelona, para pedirme que la hiciera. Yo entonces tenía prestigio como actriz, pero no había hecho nada importante en cine. Wéstern, comedia, de todo, pero nunca un éxito. Me dijo: “Vamos a quedar en un sitio donde haya árboles”. Me citó no sé si en el Retiro, en la Casa de Campo, en la Dehesa de la Villa o en el Pardo. La naturaleza era muy importante para él. Allí me llevó un guion donde había dibujado toda la historia, plano a plano y pude ver cada decorado, el vestuario. Mi pelo. Y dije: “Vale, ahora veo lo que tú ves, ahora me veo en una película”.
Para entonces ya era una chica Almodóvar, por Entre tinieblas.
Eso se acuñó cuando la llevamos al festival de Venecia. Éramos todas mujeres, ragazze, y como éramos muchas, cuando los periodistas nos querían hacer fotos pues “ragazze, dove sono le ragazze”, dónde están las chicas. Siempre faltaba una, que andaba tomando un café: no estaba tan bien organizado el mundo de la promoción como lo está ahora. Las chicas Almodóvar era el grupo de monjas.
Usted no es la artista con la que Almodóvar ha hecho más películas, pero posiblemente sí sea, junto a Maura, con la que ha hecho más películas incontestables. La flor de mi secreto…
[Se le ilumina la cara] La flor. Mi mejor película.
“Ay Betty…”
[Sonrisa enorme] “… excepto beber, qué difícil me resulta todo”. O: “¿Existe alguna posibilidad, por pequeña sea, de salvar lo nuestro?”. Toda mi vida he tratado que mi trabajo fuera apasionante porque eso se nota. Cuando la gente me ve por la calle y me dice esas frases, o me dice: “Humo es lo único que ha habido en mi vida”, de Todo sobre mi madre, o me dice: “Gracias, porque yo con usted he aprendido o con usted he sentido”, “esa escena de Tacones lejanos”… es porque como lo has dicho con el alma, eso ha llegado a la gente. Claro que la base de todo es el guion. [Señala la estantería] Tenemos ahí un Oscar compartido por Todo sobre mi madre.
¿Ese Oscar de plástico se lo dio Pedro a cada actriz simbólicamente tras él recibir el suyo? Qué detalle.
Hombre, qué menos. Perdona. O sea, me parto. ¿Quién le había conseguido ese Oscar? Tuvimos el premio en Cannes a todo el equipo, está por aquí la Palma de Oro.
Creció su exposición internacional, pero usted no se alejó mucho de su pasado. Veo ahí la foto de un rodaje en París en 1993… al que usted se ha llevado a su madre, la portera.
¡Pero si yo le debo todo a la portera! Yo no me hubiera podido dedicar a esto si esa portera, aparte de enseñarme, de hacerme sentir, lo que era una persona, y de decirme: “Tú haz lo que quieras, que yo no he podido”, no hubiera convencido a mi padre y, además, no me hubiera enseñado, con sensibilidad, lo que eran la vida y el trabajo y el esfuerzo. Y la importancia de buscar la libertad.
Mucha gente, en cuanto le ponen un foco en la cara, tiende a reinventarse. A glamurizarse, a gustar a las marcas de moda. Usted no.
Ya, no. Personalidad, se llama eso. Tenerla. A ver, la moda por ejemplo. Carmen Maura dice: “Tú es que te pones un trapo y pareces modelo, coño”. Es verdad. Soy delgada, eso ayuda mucho, siempre he sido una 38, ahora ya una 40. Cuando eres pobre en aquellos años, te tienes que inventar la ropa, porque no la tienes. Por ejemplo, para ver a Conchita Montes y conseguir ser meritoria, yo me puse un abrigo de mi tía Dioni, doncella de una marquesa estupenda que le había regalado, a su vez, la señora marquesa. Ese abrigo, precioso, me acuerdo, azul oscuro, me lo puse sin cuello. Y como entonces los sombreros tenían esa importancia, mi tía Úrsula me forró un cesto que había en mi casa, una cosa de paja como para meter dentro un tiesto, no sé por qué estaba por casa porque no había tiestos. Lo forró con paño negro y me puse aquello con unos tacones de mi hermana. Así me fui a ver a Conchita Montes. Parecía mayor y ya tenía yo un aire, para entendernos, como desafiante. Porque era la hija de la portera, porque había salido de un colegio donde las ricas entraban por un lado y las pobres, por otro.
Atravesó recientemente un momento de fama viral por su reacción a la presencia de Isabel Díaz Ayuso en la capilla ardiente de Concha Velasco: “¿Qué hace esta aquí? ¡Fuera! ¡Que se vaya!”.
Aquello me salió de una manera totalmente espontánea. Pero no se ha contado bien: dije “fuera” uniéndome a la gente que ya estaba gritándolo detrás de mí. Luego hubo quien me dijo: “Hombre, quizás no era el momento”. Perdón, los momentos no se eligen.
También acude a las manifestaciones contra la tala de árboles de la plaza de Santa Ana que pretende el alcalde Almeida.
Creo cada vez más en la sociedad civil como clave en el avance de la sociedad. Creo en las asociaciones. Los políticos siempre tienen sus compromisos y llegan hasta donde llegan, pero la sociedad civil… José Luis Sampedro lo decía, si el pueblo se diera cuenta de la fuerza que tiene, las cosas se cambiarían antes. Pero la gente no piensa y vota. Votamos a este o a aquel, algunos con ideología, pero otros sin ninguna ideología, por inercia. Si la gente se diera cuenta de que ellos tienen el poder, las cosas serían distintas.
¿Sigue vinculada a la zona?
Mi nieta, Telma, gloria bendita la llegada de Telma, vive al lado, en la Plaza del Ángel en un piso que yo le compré a mi hija cuando tenía el momento así más importante a nivel económico, que Almodóvar me proporcionó, con películas en Francia, en Italia, hasta en Alemania. Tampoco era muchísimo. Aquí la gente se piensa que los actores…
María Isasi, también actriz…
Extraordinaria actriz.
Nació durante la relación que mantuvo en los setenta con el cineasta Antonio Isasi-Isasmendi.
Yo nunca me he casado, por principios. Con Antonio me quedó una especie de American way of life en Monteclaro (Pozuelo) y Majadahonda. [Nostálgica] 3.000 metros de parcela teníamos. 3.000. Pero de suerte porque Antonio no era un millonario, ¿eh? Era un buenísimo director. [Pausa]. Pero, en fin, las cosas duran lo que tiene que durar. O menos. [Pausa]. Lo cierto es que en siete años aquello se acabó. La separación fue traumática, tremenda.
Ahora está con el fotógrafo Chema Pardo.
40 años nos contemplan. Esta relación se ha sostenido porque hemos viajado mucho los dos, cada uno por su lado. Yo a mis festivales, él a los suyos. Si no, nos habríamos matado como es lógico. Nos conocimos cuando llevamos Entre tinieblas al festival de Sevilla.
¿Decía de su separación?
Había estado mucho tiempo sin trabajar. Claro, al vivir en Pozuelo y Majadahonda… Me costó volver a empezar. La vida profesional que me había costado tanto, con tanta suerte… Cuando volví al teatro, la niña tenía cuatro años y podía tener, por ejemplo, el típico catarro, la típica fiebre. La angustia que yo pasaba desde la casa de Monteclaro hasta llegar al teatro, pensando que la niña tenía fiebre y que estábamos a 20 kilómetros, era terrorífica. Cuando me separé, Lola Salvador, gran amiga, gran guionista y gran persona, me acompañó a buscar casa. Yo no había buscado en mi vida, no sabía por dónde empezar ni qué buscar.
“Mujeres, mujeres, mujeres”.
Así llegamos aquí, que era una casa antigua hecha un desastre. Lola me dijo: “Es aquí. Tienes el teatro María Guerrero ahí, el Infanta aquí, el Español en cinco, 10 minutos andando llegas; si hay huelga de taxis llegas, si hay huelga de metro también. O sea, esta es tu casa, Marisa”. Lo vi clarísimo. Llegamos aquí. Desde entonces no me he movido.
Solo horas más tarde, con la entrevista ya concluida y demasiado tarde como para planteárselo a la actriz, el periodista se dará cuenta de que Paredes ha fijado su casa, y la de su hija, en función de la cercanía de los teatros y en la plaza de Santa Ana, respectivamente. Lo mismo que permitió en su día que su madre le garantizase aquel primer papel, al ir a buscarla teatro y llevarla a casa cada noche. Ahí es donde la actriz se ha quedado, donde anuncia que estamos en lo más íntimo y donde ha colgado cinco cuadros que dicen: “Marisa es felix”.
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