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43 FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN

Almodóvar recupera lo mejor de sí mismo

Marisa Paredes sostiene con una gran actuación el delicado entramado de 'La flor de mi secreto'

Una bella ecuación proporciona a La flor de mi secreto la armonía que irradia: una mujer extremadamente frágil da un paradójico vigor a la frágil ficción donde se mueve. Lo que vemos en la pantalla y lo que adivinamos detrás la cámara confluye de manera tangible y crea en el espectador la sensación de que asiste a algo que está representado e ideado sobre una estrechísima franja de credibilidad. Cualquier intromisión de la cámara fuera de esa mínima zona de equilibrio derrumba la construcción sobre sí misma, pero nada de esto ocurre. La película se sostiene, genera comodidad y se ve como se respira. Un diálogo sin palabras entre la actriz Marisa Paredes y el director Pedro Almodóvar llena la pantalla de esa silenciosa elocuencia que en el cine surge sólo cuando hay cercanía entre lo que se busca y lo que se encuentra. Ayer, todo en este festival volvió a girar alrededor de Almodóvar y el tinglado que le acompaña.

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Un buen 'thriller' clásico

Han pasado casi dos décadas desde que hizo pedazos la rutina que por entonces reinaba en estas jornadas. Fue aquella la célebre invasión de los bárbaros almodávares, una horda de muchachos encrestados que aportaban a un festival hundido en la desidia y el conservadurismo una sacudida de sarcasmo, de inventiva, de libertad y de osadía titulada Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón. Este cronista y otro colega tuvieron que escaparse de la proyección para poder dominar las carcajadas que les asaltaron durante la escena de la meada de una de aquellas inolvidables chicas del montón.Nada de esto ocurre ya. Ayer tuvo lugar aquí una muy distinta de aquélla invasión de civilizados almodóvares y en las salas donde se proyectó, en loor de multitudes, La flor de mi secreto se oyeron risas y silencios, pero nadie desató el nudo de las carcajadas compulsivas. Sin embargo con otros medios, Almodóvar y su tinglado volvieron a apoderarse de los focos y se hicieron nuevamente dueños de la noticia, está vez apoyados en un buen trabajo de cine clásico, nada rompedor. El festival cambió de ritmo y de eje. Las películas del concurso y de las secciones paralelas se escondieron en la trastienda y el escaparate se llenó con otras voces y otros ecos, como ocurre en cualquier parte donde este. formidable defensor de sí mismo acampa.

Por ahí se habla de "lo almodovariano" con la misma capacidad referencial con que se dice "lo felliniano" o "lo bergmaniano". Es decir como distintivo de un estilo visual, cerrado sobre sí mismo. Y si esta comprometedora expresión ha entrado, a formar parte de la jerga de los periódicos y los cinéfilos es porque la gente la entiende y deduce de un neologismo cómplice una forma común de entendimiento de algo.

Un código especial

Lo mismo ocurre mientras se ve una película de Almodóvar. Hay incorporado a la pantalla un código de comportamiento emocional del espectador, un dictado desde los giros de la secuencia de sucesivos "esto es para. reír, esto para llorar, esto para callar" que son infalible e inmediatamente obedecidos. En La flor de mi secreto -muy lejos del desconcierto que creaba Kika y que provenía del balbuceo originado por el súbito cambio de registro que Almodóvar en Tacones lejanos- este ping pong entre la sugerencia de la pantalla y la respuesta del espectador a esa sugerencia vuelve a producirse con igual facilidad y prontitud que en La ley del deseo o Mujeres al borde de un ataque de nervios, lo que es seguro indicio de que este cineasta recupera en esta película lo mejor de sí mismo.Es La flor de mi secreto, rodada en parte en la redacción de EL PAÍS, una obra de transcurso apacible donde Almodóvar vuelve la espalda a sus dos temerarias, y a mi juicio, fallidas, incursiones precedentes en la retórica visual. Y en ella busca -encontrándolo plenamente en lo fundamental, la mujer protagonista, iluminada desde dentro por el desgarro contenido, el enorme talento y la elegancia de Marisa Parejedes, pero perdiéndolo en algunas escenas y personajes de apoyatura- el delicado, equilibrio (que requiere componer la musicalidad melodramática de la secuencia, lo que llamamos armonía. Hay armonía en la ficción y en su materialización. Hay armonía en la transparente conversión del tiempo en tempo. Hay armonía en el juego entre imágenes con la carga de profundidad e imágenes simplemente di latorias. Hay armonía en las combinaciones, entre la sentimentalidad dominante, y el humor necesario para que ese dominio del registro y el acorde melodramático no se haga abrumador y acabe, por saturación, aburriendo.

Y hay finalmente un gran oficio de filmador y de director de intérpretes -aunque persisten las viejas imprecisiones de Pedro Almodóvar en cuanto guionista, lo que sigue siendo su talón de Aquiles incluso cuando, como ocurre, en La flor de mi secreto reencuentra lo mejor de si mismo y lo despliega en un apasionante ejercicio de la paradoja del retroceso convertido en salto adelante, en gran salto adelante.

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