“Esta podría ser la última noche de Alice Cooper”: cuando una estrella del rock casi muere ahorcada en directo
El rockero de Detroit llevaba años perfeccionando sus trucos macabros sobre el escenario, de guillotinas a metralletas, pero una noche, hace 35 años, fue demasiado lejos con una soga
Decía D. Boon, cantante de la banda de hardcore estadounidense Minutemen, que morir haciendo aquello que de verdad te entusiasma ni siquiera es morir, que habría que buscar una palabra diferente para describirlo. A Vincent Damon Fournier, más conocido como Alice Cooper (Detroit, 1948) le entusiasma fingir su propia muerte sobre el escenario, ya sea guillotinado, electrocutado, descuartizado, frente a un pelotón de ejecución o en el patíbulo, con una soga el cuello.
Las ejecuciones de cartón piedra forman, desde siempre, parte de su peculiar manera de concebir el rock como un electrizante y macabro espectáculo circense, una incursión en la jaula de los leones pensada para proporcionarle al público su dosis extra de adrenalina. Esa costumbre, estrenada ya en los albores de su carrera, fue llevada al paroxismo en su gira de 1973, hace ahora 50 años, un periplo “suicida” en que el músico fue “ajusticiado” hasta en 78 ocasiones, en lugares como Charlotte, Filadelfia, Vancouver o Nueva York.
Década y media después, en abril de 1988, su enésimo simulacro de ahorcamiento estuvo a punto de costarle la vida en una de los más peculiares accidentes de la historia de la música en directo. El propio rockero de Detroit lo explicó en una entrevista muy posterior a Entertainment Weekly. El suceso tuvo lugar en el estadio londinense de Wembley, durante el ensayo general de la gira europea Raise Your Fist and Yell (Alza tu puño y grita). Cooper, entonces con 40 años, acababa de volver al ruedo tras la cirrosis que se le diagnosticó en 1983. En su retorno, había grabado un par de álbumes de heavy metal “lúgubre”, rodado una película, The Nightmare Returns (1987), y realizado un breve tour por Norteamérica. Rolling Stone decía de él que había vuelto transformado en un “pálido reflejo” de lo que fue en su día, pero “dispuesto a inocular a una nueva generación el virus del rock dislocado y demente”.
El túnel del terror
Ya solo le faltaba reencontrarse con su público del otro lado del charco, esos fans europeos que tanto habían contribuido a encumbrarle en los albores de la era del glam, cuando en Estados Unidos se le veía más bien como un payaso grotesco. Cooper estaba convencido de que los vientos de la moda soplaban a su favor en esa primavera de 1988. Tras un par de años “prosaicos” en los que el rock parecía haber perdido “la capacidad de soñar”, la vigorosa irrupción en la cultura popular del género slasher, con sagas cinematográficas como Viernes 13 o Pesadilla en Elm Street, habían despertado la sed de sangre, vísceras y truculencia de una nueva hornada de adolescentes.
Cooper quería correr al encuentro de esa nueva audiencia. Tal vez a esas alturas de su carrera, con divorcios y problemas hepáticos a cuestas, no estuviese ya en condiciones de editar canciones tan frescas y contundentes como I’m Eighteen, School’s Out, No More Mr. Nice o Under My Wheels, las obras maestras de su particular teatro del absurdo. Pero sí se sentía capacitado para ofrecer un directo “enérgico, controvertido y espeluznante”, como en los viejos tiempos. En ese contexto, recuperar el número de la falsa ejecución en el patíbulo, inédito en los escenarios europeos desde hacía un lustro, parecía una apuesta segura.
El número en cuestión había sido una de las estelares contribuciones a la gira de Billion Dollar Babies (1973) del mago James Randi, el hombre al que Cooper describe como “el Gandalf del rock’n roll”. Nacido en la ciudad canadiense de Ontario, Randi era todo un personaje, un ilusionista que se había ganado la vida practicando la “magia blanca” hasta bien entrados los años sesenta para reciclarse a continuación como escéptico profesional, azote de falsos gurús, curanderos, parapsicólogos, hipnotizadores y videntes, a los que ridiculizaba en público con su exhaustivo conocimiento de los burdos trucos en los que se basaban sus supuestos poderes.
Randi tenía también una notable capacidad para el escapismo, en la estela de Harry Houdini, y había perpetrado hazañas como zafarse de una camisa de fuerza suspendido cabeza abajo sobre las cataratas del Niágara. Esta última faceta del hombre conocido como The Amazing Randi es la que captó la atención del joven Cooper en esos primeros años de la década de los setenta. Obsesionado por dotar a la música en directo de una dosis cada vez mayor de espectacularidad y de “magia”, el de Detroit encontró un formidable aliado en el escapista en excedencia.
El truco del almendruco
Cooper se había “ahorcado” ya con anterioridad en el escenario, de forma mucho menos convincente y un tanto precaria, pero Randi le enseñó a ejecutar el truco con precisión digna de los mejores espectáculos de ilusionismo. Consistía en que el cantante se elevase y “cayese” haciendo uso de un arnés unido a las vigas del techo por una gruesa cuerda de piano. Así, en el momento de la ejecución, la soga se mantenía a escasa distancia del cuello de Cooper, pero sin entrar en contacto con él.
El ritual consistía en que, en la recta final de los conciertos, Cooper fuese “juzgado” por sus múltiples tropelías y desafueros. El público gritaba, invariablemente: “¡Que lo ahorquen, que lo ahorquen!”. Y el patíbulo trucado de Randi hacía el resto, proporcionando al respetable su instante de estupefacción morbosa.
Tal y como explicó Cooper, en el ensayo de Wembley se montó el patíbulo como se venía haciendo desde 1973. Pero no se tuvo en cuenta que “incluso las resistentes cuerdas de piano se deterioran con el tiempo”. El Gandalf del rock’n roll ya no formaba parte de la tripulación, así que Cooper ejecutó el truco a su libre albedrío, sin adoptar las precauciones necesarias.
En el momento cumbre, la cuerda del arnés cedió. Y la soga se cerró, por un instante, en torno al cuello de Cooper, que pudo oír “con escalofriante nitidez” cómo le golpeaba el mentón. Por suerte, no estaba muy ceñida, y Cooper, en un alarde de reflejos, pudo zafarse en el aire del abrazo de la muerte: “Caí al suelo y perdí el conocimiento, pero pude vivir para contarlo”.
Las únicas secuelas físicas de esta experiencia cercana a la muerte fueron “unas molestas rozaduras en el cuello que duraron varias semanas”. Dadas las circunstancias, el cantante tuvo la precaución de no sacar del desván otro de los efectistas números heredados de Randi, el falso paso por la guillotina que había hecho furor en la gira de 1975. Pese a todo, dio el concierto.
Una lista macabra
Cooper, en fin, estuvo a punto de engrosar la bastante nutrida lista de mártires del rock’n roll a los que la imprudencia o la mala suerte condujo a una muerte prematura sobre el escenario. Les Harvey, guitarrista de la banda de Glasgow Stone the Crows, murió electrocutado por su micrófono durante un concierto en Swansea en mayo de 1972. Pedrag Jovivic, de la banda de rock yugoslava San, fue víctima también de una descarga eléctrica que sacudió el escenario en la ciudad de Nis en 1975. Country Dick Montana, percusionista de The Beat Farmers, siguió tocando pese a sentir los primeros síntomas del infarto agudo que le costaría la vida en un local canadiense en 1995. A Mark Sandman, cantante y bajista de Morphine, también se le paró el corazón en pleno concierto un infausto 3 de julio de 1999.
Tal y como explica Matt Miller en Esquire, Cooper “había convertido las muertes simuladas en parte esencial de su espectáculo”, el ingrediente extra que elevaba sus directos a otra dimensión. Cuando un truco bien ejecutado, pero de alto riesgo, se convierte en rutina, “se dan todas las condiciones para que se produzca un desastre”. El propio Cooper se tomó el incidente con deportividad. “Cuando acudes al circo y ves a un domador encerrado en una jaula con 12 tigres, siempre existe la posibilidad de que alguno de los tigres se comporte como no debe. Digamos que el peligro forma parte del espectáculo. Acudes a él siendo consciente de que puedes estar a punto de presenciar una tragedia, y eso hace que todo resulte mucho más interesante y auténtico. Siempre he querido integrar ese punto de incertidumbre en mi show. Quiero que la gente piense: Esta podría ser la última noche de Alice Cooper”.
Decía Simon Reynolds, en su estupendo ensayo Como un rayo: El glam y su legado de los setenta al siglo XXI, que el glam rock no fue más que una reacción visceral y juvenil contra lo “sofisticado, aburrido y elitista” que se había vuelto el rock’n roll a finales de la década de los sesenta. La generación del (burdamente denominado) rock con lápiz de labios quiso volver a esa fuente de energía primigenia que habían hecho brotar Elvis Presley o Chuck Berry, pero inyectándole una dosis adicional de teatralidad, ambigüedad sexual, ambición estética, extravagancia y peligro.
Cooper, en opinión de Reynolds, no tiene un legado musical a la altura del de David Bowie, T.Rex o Roxy Music. Pero cotiza muy alto en el último par de elementos de la ecuación, la extravagancia y el peligro. Para el crítico británico, el Vincent Damon Fournier de 20 años quiso compartir con el mundo el fruto de toda una pubertad y una adolescencia dedicadas a entusiasmarse con la música ruidosa y energética, el cine de terror y ciencia ficción, la novela gótica o la televisión efervescente y delirante de los Estados Unidos de las décadas de los cincuenta y los sesenta. Pertrechado con todo ese arsenal de referencias fantasiosas, formó una banda, creó un subgénero (el shock rock) y ofreció algunos de los conciertos más delirantes y divertidos de los primeros setenta, un poderoso atrapamoscas para las fantasías adolescentes de una nueva generación de melómanos.
Luego, siempre según Reynolds, se fue “civilizando y edulcorando”, y no tardaría en aspirar a convertirse en “un ciudadano respetable”. Pero en lo que no hizo concesiones es en su febril y radical sentido del espectáculo. De ahí que incluso en el tránsito a la madurez, con el hígado maltrecho y el corazón roto, estuviese dispuesto a meterse en la jaula de los tigres aún a riesgo de recibir un mortal zarpazo. Ese compromiso kamikaze con la teatralidad de sus directos tal vez sea la parte más vigente (y atractiva) de su legado. El suyo fue un rock’n roll hecho con la soga al cuello.
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