“Preguntarme si soy gay es como preguntarle a James Brown si es negro”: Jobriath, la estrella olvidada que pudo ser el otro Bowie
Bruce Wayne Campbell fue lanzado hace 50 años como el gran artista glam estadounidense, el primer rockero abiertamente gay y el Bowie del otro lado del charco. Todos en la industria auguraban que llegaría a ser un astro pero, simplemente, se equivocaron
En verano de 1992, Morrissey se propuso contratar a uno de sus héroes, Jobriath, como telonero para la gira estadounidense de su tercer álbum en solitario, Your Arsenal. Le habían asegurado que el músico de Pensilvania residía aún en Nueva York, en la buhardilla con forma de pirámide del célebre Chelsea Hotel, y que estaría encantado de participar en un evento musical de relieve, que seguía escribiendo canciones y en absoluto renunciaba a editarlas en cuanto tuviese la oportunidad.
No era cierto. Jobriath (nacido como Bruce Wayne Campbell en Filadelfia en 1946) había fallecido nueve años antes, en agosto de 1983, víctima del sida antes de cumplir de los 37. Pero Morrissey lo ignoraba porque la prensa musical británica no le había dedicado en su día ni un triste obituario. La de Estados Unidos tampoco atribuyó una importancia excesiva a la muerte de un hombre que había intentado ceñirse al libro de estilo de James Dean (vivir deprisa, morir joven y dejar un bonito cadáver) tras disfrutar, entre diciembre de 1972 y marzo de 1974, de una carrera relámpago de apenas 15 meses como estrella del rock. Morrissey acabaría saldando la deuda con su ídolo de juventud incorporando a su repertorio uno de los temas más emblemáticos de Jobriath, Mornig Star Ship, y dejando caer su nombre en alguna que otra entrevista. También Marc Almond quiso hacerle un poco de justicia retrospectiva. Pero el mundo, en general, se había olvidado de él y no recuperaría su memoria hasta bien entrado el siglo XXI, con la llegada de munición nostálgica de tan grueso calibre como el documental Jobriath AD, de Kieran Turner.
Porque Jobriath, pese a su muerte anónima y los años en el que el suyo llegó a ser un legado distante y menguante, fue grande. Puede resultar sorprendente en la era de Mika, Patrick Wolk, Rufus Wainwright, Kele Okereke, Frank Ocean y tantos otros, pero el fue el primer rockero gay en sacar los dos pies del armario, sin ambigüedades ni reticencias tan bien calibradas como las de David Bowie. Más aún, firmó un par de álbumes estimables, de lo más interesante que día la primera hornada glam rock en los Estados Unidos, y suyos son himnos de la rotundidad y la exuberancia de Take Me In Yours, I am A Man o la citada Morning Star Ship.
Era, en palabras de Marc Almond, un notable compositor, un espléndido bailarín, un extraordinario pianista y un muy buen cantante. Pero ninguna de esas cualidades se le acabó de reconocer del todo porque, tal y como explica Dave Chiu en la necrológica (tardía) que The New York Times le dedicó hace apenas un par de años, fue el protagonista de una de las campañas de maketing más absurdas y estrafalarias de la historia de la música popular, y eso le convirtió en diana del odio y la rechifla de la tribu melómana.
Gran parte de la culpa cabe atribuírsela a Jerry Brandt, el hombre que le “descubrió” a finales de 1972. Brandt defendió hasta el final que el Jobriath de por entonces era un cantante en horas bajas que acababa de tirar la toalla tras múltiples intentos de abrirse paso en el negocio musical tanto en Nueva York como en Los Ángeles. El avispado empresario, manager de la estrella del pop Carly Simon, presumía de haber rescatado de la indigencia o la mala vida a aquel perdedor prematuro, de por entonces 26 años.
Lo hizo casi por casualidad, tras escuchar en la oficina de Clive Davis, ejecutivo de Columbia Records, la demo de una canción suya que todo el mundo (menos él), consideró “desestructurada, enloquecida y poco menos que una agresión al pentagrama”. A Brandt le llamó la atención el extraño falsete del cantante, que le hizo pensar en un Mick Jagger de sensibilidad femenina que intentase sonar como Judy Garland. Como Davis no había mostrado el menor interés en la cinta, le pidió que le proporcionase la dirección del remitente y fue a hacerle una visita. En un apartamento “sin muebles” de la periferia de Los Ángeles, el pez gordo de la industria musical fue recibido por un “una criatura angelical, un duende vestido de pies a cabeza de un blanco impoluto” que decía llamarse Jobriath Salisbury. Brandt, un fabulador contumaz y bastante proclive a los comentarios maledicentes, aseguraba años después que Jobriath estaba completamente arruinado, llevaba ya unos meses dedicándose la prostitución y le confundió con un cliente. Él le sacó de su error y le invitó a ir de copas por Malibú: “Tenemos que hablar de negocios”. “¿Qué negocios?”. “Tu carrera musical, por supuesto”.
El Santo Grial del glam con barras y estrellas
El duende vestido de blanco y el manager visionario formaron un tándem de éxito instantáneo. Brandt le consiguió a Jobriath un contrato de alrededor de 50.000 dólares anuales con Elektra Records, la compañía que mostró mayor interés tras una serie de audiciones en las que el músico cantó, bailó, tocó el piano, hizo mimo e incluso imitó a alguno de sus ídolos, como Rudolf Nuréyev o Marlene Dietrich. En la nota de prensa que se editó tras el acuerdo, Brandt insistió en que afirmase que la tarifa pactada era diez veces mayor, medio millón de dólares a cambio de dos álbumes en los próximos 12 meses. Fue la primera de las mentiras piadosas con las que se intentó dotar de un aura de excepcionalidad a la carrera de Jobriath.
Para entonces, una de las grandes prioridades de la industria discográfica estadunidense era importar cuanto antes la fiebre glam del Reino Unido. En combustión desde mediados de 1971, el glam, que en opinión del crítico musical Simon Reynolds no era “ni un sonido, ni un estilo, ni una estética ni una actitud”, sino más bien un intento de añadir altas dosis de “sofisticación, teatralidad y ambigüedad sexual” al rock orientado a los más jóvenes, contaba ya con estrellas del calibre de Bowie, Marc Bolan, Sweet, Slade, Gary Glitter o Roxy Music, pero sus único referentes norteamericanos de éxito masivo seguían siendo Alice Cooper y la bajista y cantante de Detroit Suzi Quatro (esta última, liderando una banda británica).
Brandt y Elektra vieron en Jobriath al Santo Grial del glam estadounidense. Si se trataba de inyectarle a la música su dosis de espectacularidad y delirio escénico, ¿qué mejor que un joven curtido en el teatro de variedades y que había formado parte del elenco de Hair, el gran musical hippie del Broadway de finales de los sesenta? En cuanto a sofisticación, Jobriath exudaba el néctar de la extravagancia bohemia por todos sus poros. Y, si se trataba de jugar la carta de la diversidad sexual hasta sus últimas consecuencias, ¿por qué no vender al muchacho como la primera estrella del rock abiertamente homosexual?
Brandt le recomendó que incidiese, muy especialmente, en este último aspecto. Así, un Jobriath que, en su primera juventud, se había conducido con una cierta timidez en las entrevistas que concedía, aparcó toda inhibición y empezó a “venderse” como “la estrella más marica” o a regalar titulares como este: “Preguntarme si soy gay es como preguntarle a James Brown si es negro”. Su representante, en paralelo, diseñó la osada campaña de mercadotecnia. Le hizo aparecer en The Midnight Special, el programa musical más popular de la televisión norteamericana, disfrazado de cisne galáctico y de pierrot vanguardista, un par de outfits que causaron furor entre la élite del glam (y serían imitados, a medio plazo, tanto por Brian Eno como por el Bowie de Ashes to Ashes), pero que resultaron un plato de difícil digestión para la audiencia más bien conservadora del programa.
A continuación, empezaron a aparecer las publicidades a toda página, en revistas como Playboy, Vogue o Rolling Stone, que le presentaban como “el legítimo heredero de Elvis Presley”, “lo más grande que le ha ocurrido al rock desde que se separaron los Beatles” o “el terrícola que mejor toca el piano desde Serguéi Prokófiev”, además de “la respuesta estadounidense a David Bowie”.
Nadie se baña dos veces en el mismo Bowie
Esta última hipérbole promocional, cortesía también de Brandt, resultó un arma de doble filo. En primavera de 1973, cuando aparecieron los dos primeros singles del que iba a ser el álbum de debut de Jobriath, la crítica musical los trató con cierta indulgencia. Pero más de uno, pese a la notable inyección económica que Elektra estaba realizando en sus publicaciones, empezó a sugerir que, tal vez, aquello se parecía demasiado a David Bowie. La respuesta era demasiado similar a la pregunta. En el Reino Unido, tal y como explica Marc Almond, una prensa musical “chovinista y homofóbica” que, además, se había rendido a Bowie tras años tratándolo con absurda condescendencia, empezó a describir a Jobriath como un torpe intento de apropiación cultural y un burdo plagio.
En Estados Unidos, hubo que esperar a la aparición del álbum en otoño para que se consumase el desastre que ya se insinuaba desde hacía meses. Los jóvenes melómanos se habían hartado de encontrarse al tal Jobriath hasta en la sopa y envuelto, además, en oropeles de una grandilocuencia molesta. Tal y como admitía Brandt años después, “realizamos una inversión multimillonaria en un producto que a la gente le acabó resultando antipático: si hablamos solo de gastos de producción, el álbum costó más de 200.000 dólares y debió recaudar, no sé, ¿50 centavos? Creo que no lo compraron ni los padres de Jobriath”.
Al cantante le habían prometido que aquel disco iba a ser la primera piedra de un gran imperio. A finales de octubre, habían reservado tres noches en la Ópera de París para una presentación mundial que se esperaba que tuviese “grandes estrellas invitadas”. Pocos días después iba a arrancar la gira que llevaría a Jobriath, por vez primera, a los lugares (Alemania, Italia, Japón, Australia Reino Unido) con los que venía soñando desde que era un adolescente gay y un pianista prodigioso en King of Prusia, la ciudad dormitorio del estado de Pensilvania en que había crecido. Todo aquello se acabaría cancelando. No hubo Ópera de París porque de inmediato se hizo evidente que iba a ser imposible vender ni siquiera un tercio del aforo de la primera noche. No hubo gira europea porque ningún promotor de Londres, Ámsterdam, Milán o Berlín mostró el menor interés en contratar a un artista que se había convertido en la comidilla del negocio.
Como premio de consolación, Jobriath presentaría su álbum en un club de apenas 400 butacas en el Village neoyorquino. Para llenarlo, hubo que recurrir al viejo truco de regalar entradas a la gente más guapa que merodeaba por las inmediaciones del local. Fue un concierto, según Village Voice, extraño y desabrido. Jobriath había pasado del optimismo efervescente que se apreciaba en sus primeros singles a un cierto desencanto otoñal. Su carrera, que parecía propulsada a las estrellas, estaba descarrilando antes de alcanzar la primera curva. Aún grabaría otro álbum para Elektra, Creatures of the Street, una docena de canciones que se alejaba de la ortodoxia glam para incurrir con gracejo en el cabaret más descacharrado y dadaísta, pero ya nadie estaba dispuesto a seguir escuchando.
Los últimos años de su vida pueden interpretarse como un aterrizaje en el mundo real tras una incursión de 15 meses en Marte. También como una larga decadencia. Refugiado en su buhardilla del Chelsea, Jobriath anunció que se retiraba del negocio musical y que intentaría abrirse paso en el que consideraba su territorio, el espectáculo de variedades. Enfermó de sida a finales de 1981 y murió año y medio después. Una de sus últimas apariciones públicas fue para celebrar el aniversario del lugar en que residía y congratularse, de paso, porque el contrato de diez años con su descubridor, Jerry Brandt, había concluido por fin, lo que le dejaba las manos libres para intentar “algo en la música” que valiese la pena, sin expectativas desmesuradas ni interferencias. No le dio tiempo.
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