Un Rufus Wainwright colosal
El músico canadiense pone a sus pies el Palau de les Arts de Valencia mediante una portentosa exhibición con la única ayuda de un piano y una guitarra acústica.
No fue ni una presentación de su último disco ni del próximo, que está a punto de salir. Ni tampoco exactamente una recreación de clásicos al uso. Tampoco hizo falta. Rufus Wainwright hace lo que le da la gana, como le da la gana y cuando le da la gana. Y si esta gira no es más que una versión diferida y extraña de lo que hace tres años, hasta que arreció la pandemia, iba a ser el estreno del más que notable Unfollow The Rules (2020), bienvenido sea ese cambio de guion cuando se tiene ante sí a un artista mayúsculo, que ahora mismo se las apaña aún mejor solo (con un piano de cola y una guitarra acústica) que hace quince o veinte años, cuando frecuentaba con tan austero formato la carpa del FIB o aquel enladrillado recinto del Greenspace. Hoy en día, el canadiense canta como nunca. Está en plenitud vocal. También como intérprete, llenando el escenario con su sola presencia. Tan portentoso que sortea cualquier asomo de linealidad. El público del Palau de les Arts salió embelesado. Con razón.
Cuenta a su favor que su última década ha sido la del alejamiento del pop para luego volver a él por la puerta grande. Su incursión en la música clásica, en la ópera, en el american songbook o en la era dorada de los musicales de Broadway se produjo más por inquietud real que por escasez de ideas: ahí estuvo anoche Early Morning Madness (de Unfollow The Rules, su disco de 2020) para atestiguarlo, con una intensísima versión al piano, casi aporreando sus teclas, en uno de los instantes más emocionantes junto a una añeja “Go or Go Ahead” a la guitarra y desprovista de toda fanfarria, sin recorte de sentimiento: dos puntos álgidos en una noche pródiga en ellos. Ocurre que todos esos desvíos han dotado a su cancionero de múltiples matices, y ahora Rufus es más grandioso como músico, más artista total que cuando visitó Valencia por última vez, aquella tarde de 2010 en la que, cuando volvió del backstage para el bis, nos informó a quienes poblábamos el Palau de la Música de que David Villa había metido a España en cuartos del Mundial; precisamente él, tan ajeno al fútbol.
Anoche honró a su paisano Leonard Cohen por partida doble: con su versión de So Long, Marianne (incluida en Northern Stars, su disco de tributo a los clásicos canadienses) y con esa rendición de Hallelujah que podría competir con la de Jeff Buckley. El nexo es fuerte: por algo su hija Viva Katherine es nieta biológica de Leonard. Guiñó el ojo al viejo Nueva York de George Gershwin y Cole Porter al recuperar esa Westside Waltz que ya engrasó en directo con la Sinfonietta de Amsterdam. Escanció el final de una aria (“una arieta”, dijo él) de su última ópera abordando a la guitarra He Loved, ya estrenada el verano pasado en el Teatro Real de Madrid. Se explayó en francés con Complainte de la Butte, el clásico de la chanson que versionó para la banda sonora de Moulin Rouge (2001) y que anoche le sirvió de cierre. Y también explicó por qué ha decidido rescatar Going to a Town para grabarla junto a Anohni en su inminente disco, Folkocracy (que la mayoría de periodistas españoles entendían como Folkocrazy, explicó: no descarto del todo que fuera mi caso cuando le entrevisté un día antes), presidiendo un reguero de canciones inmortales con sello propio como The Art Teacher, Poses, Cigarettes and Chocolate Milk o This Love Affair, entre simpáticas invitaciones a que aflojáramos el bolsillo en sus discos y camisetas. Todas melodías esbeltas, distinguidas, elevadas muy por encima de lo mundano, en manos un indiscutible genio y figura de hechuras neoclásicas, encantador de serpientes y de cualquier fauna que se le ponga a tiro. Magistral.
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