Alice Cooper en Madrid: honestidad brutal a los 71 años
La leyenda de Detroit ofrece en el Palacio de Vista Alegre un gran concierto de rock furioso y deja a 8.000 personas felices
Vincent Furnier tiene 71 años, lleva 30 sin probar el alcohol, está casado con una señora desde hace cuatro décadas, tiene dos nietos gemelos y ostenta un hándicap 5.5 en su gran afición, el golf. Este tipo con este estilo de vida tan respetable está ahora mismo a punto de perder la cabeza. Pero literalmente. La cuchilla de la guillotina desciende velozmente. ¡Zas! Sonido metálico y seco. La gente aúlla. La cabeza está separada de su cuerpo. Una señorita vestida de enfermera agarra con su mano la testa por los pelos y la pasea por el escenario en una escena entre siniestra y humorística. Más gritos del personal.
Aquel tipo respetable ya no es Vincent Furnier, es Alice Cooper, su álter ego. Y lo fue anoche, para felicidad de los presentes, durante hora y media.
Ayer, en Madrid, se vivió una velada de rock honesto, crudo, festivo, emocionante. El maestro fue Alice Cooper, una leyenda de la música, un tipo con querencias intelectuales (fue íntimo de Groucho Marx: los dos inventaron aquello de maratonear frente a la tele, en este caso películas, no series; y tuvo una estrecha relación con Dalí) que ha influido desde los Sex Pistols a Guns N’ Roses pasando por bandas que reinan hoy en el metal, como Tool o Slipknot. Y sus conciertos, como demostró anoche en el madrileño Palacio de Vista Alegre, son dinamita rockera. No se abarrotó el local. Unas 8.000 de un aforo de 12.000. La organización colocó de forma acertada unos sólidos paneles en las gradas no habitadas y el local parecía lleno, una caldera preparada para recibir a la leyenda. El sonido fue bastante óptimo, comparado con otros recitales en un recinto que no está dotado de una gran acústica.
Vestido con una camisa blanca (que se cambió en el tramo final por una oscura) y un pantalón de cuero negro, Alice Cooper se pasa el concierto dando paseos por una tarima situada en la primera línea del escenario que le eleva al cantante medio metro. Hay más rock en esos pequeños desplazamientos que en toda la discografía de algunas bandas que llenan estadios. Su voz suena todavía ruda, su melena es larga y conserva un tipo que ya quisieran algunos jóvenes.
De todos los muchos palos que ha tocado el de Detroit en sus más de 50 años de carrera (recordemos que hasta experimento con música disco cuando tocaba, a finales de los setenta) el concierto se centró el rock duro de riff-estrofa-estribillo-solo de guitarra, y vuelta a empezar. Y es que dentro de esta fórmula es un maestro
Por más que hayas escuchado sus canciones es emocionante verle acometer con furia temazos como Billion dollar babies, No more Mr. Nice Guy, Poison o I’m eighteen. A pesar de que el sentido de algunas letras haya quedado desfasadísimo. “Tengo 18 años y no sé lo que quiero./ 18 y no sé lo que quiero./ Tengo que escapar, tengo que salir de este lugar”, entona un tipo de 71 años en ese canto a la crisis existencia adolescente que es I'm eigthteen. Lo hace ante una audiencia de cuarentones y cincuentones (tanto hombres como mujeres): un baño de irrealidad bastante edificante, en cualquier caso.
Alice Cooper se acompaña de una banda bastante más joven que él, una locomotora de rock con hasta tres guitarristas. Y cómo tocan. Sobre todo una dama llamada Nita Strauss, una fiera a la guitarra, con una poderosa imagen y un virtuosismo estratosférico. Consciente de su talento, el maestro de ceremonias deja a Strauss para el final en el capítulo de presentaciones. El público, claro, le ofrece Strauss la mayor ovación.
Las canciones se van sucediendo como microrrepresentaciones teatrales, con introducción, nudo y desenlace. En Roses on white lace Alice Cooper interactúa con una novia con el vestido blanco empapado en sangre; en Teenage Frankenstein irrumpe un Frankenstein de tres metros con cadenas por todo el cuerpo; en Steven el cantante sale al escenario en camisa de fuerza y custodiado por dos celadores; Billion dollar babies termina con una explosión y cientos de billetes volado por todo el recinto; en Dead babies, el número ya mencionado de la guillotina y un bebé gigante caminando entre los músicos… Todo en un escenario que simula un castillo. Un espectáculo con un sentido de la teatralidad que encaja perfectamente con la música y con la interpretación de la banda.
El concierto no pasa de los 85 minutos. Pero qué 85 minutos de rock furioso y honesto. El último tema es el clásico School’s out, al que la banda le incrusta un pedacito de Another brick in the wall, de Pink Floyd. Y hasta eso queda coherente.
Se marchó la gente encantada a sus casas. Mañana, seguramente Vincent Furnier jugará unos hoyos al golf y disfrutará de sus nietos. Por la noche, se calzará la chistera, el pantalón de cuero, se pintará los ojos y se convertirá otra vez en Alice Cooper para actuar en Barcelona. 71 años tiene este hombre, no lo olviden.
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