Lesbianas, ‘drags’ y sadomasoquistas: la fotógrafa que dignificó las comunidades marginadas de los noventa
Las imágenes de Catherine Opie, polémicas en su día, hoy son joyas del discurso identitario, homenajeadas ahora en un nuevo volumen
“Tengo una amiga, Daphne Fitzpatrick, que acabó trabajando de profesora en el Bard College porque a [el fotógrafo] Stephen Shore le había gustado su Instagram. Es fuerte, ¿verdad? Stephen dirige las clases de Fotografía de esa universidad y el hecho de estar tan implicado en su Instagram le hizo reconocer a una artista que quería contratar. Yo nunca he entrado en Instagram a la búsqueda de profesores para la Universidad de Los Ángeles. Quizá debería abrir mi mundo un poco más”.
La fotógrafa Catherine Opie (Ohio, 60 años), hoy sentada en su estudio de Los Ángeles tras unas considerables gafas de pasta y a una distancia prudencial del ángulo Zoom, se lleva regular con algunos aspectos de la modernidad. Su trabajo, sin embargo, nunca ha sido más relevante. Las imágenes que tomó en los noventa por Estados Unidos, sobre todo de la comunidad queer de todos los colores, y muy en particular la lésbica y sadomasoquista, han cobrado una nueva trascendencia en la era del discurso identitario. Las preocupaciones que en su día le valieron el mote de la Gran Subversiva Americana –la tensión entre identidad y comunidad, el rechazo a la conformidad, la distancia entre la cultura dominante y las aledañas, la visibilidad del marginado– son ahora las de millones de personas. Su visión, antes provocadora e inquietante, es descrita hoy con adjetivos como urgente o necesaria.
“No me han metido en ese saco, me metí yo solita. Hice unas imágenes bastante severas de mí misma”, admite con su afable tono profesoral. Su autorretrato más famoso, por ejemplo, es uno de 1994 en que aparece sentada frente a un brocado dorado, con la cara cubierta por una máscara de cuero y el torso desnudo, sangrante y marcado por la palabra pervertida. “Lo tomé como parte de una comunidad [Opie es lesbiana] relacionada con la epidemia del sida. Quería ser una artista franca al respecto. El hecho de que hiciera esa obra, supongo, implica que estoy cómoda agitando la bandera identitaria”.
Pregunta. ¿Siente que los nuevos discursos identitarios encajan con sus retratos?
Respuesta. Lo mío es una conversación visual. Si miras a la historia en el sentido amplio, en todo el mundo, cada cultura ha tenido y tiene su propia especificidad identitaria; cada país, su propia relación con la rigidez. Pero dentro de todo ello hay una humanidad universal. ¿Qué hacemos, pues, como humanos con nuestra rigidez y especificidad? ¿Qué sale de esa relación? Una de las cosas que más me fascinan de ser una artista que trabaja el medio de la fotografía es que la relevancia se genera a lo largo de los años. Que tu trabajo está hecho en tu era, pero tiene el potencial de sumarse al discurso del futuro.
P. ¿La fotografía debe llevar discurso?
R. Mi obra es un diario de mis pensamientos. Siempre he usado la fotografía para comunicar: si fuera escritora, lo haría con novelas, pero me ha tocado hacerlo con imágenes. Ya sé que la fotografía ha cambiado desde los noventa y que la gente la usa de manera más gestual, mientras que a mí solo me interesa enmarcar ciertas ideas y expresarlas visualmente. Pero lo que quiero es expresarme y hacerlo en series fotográficas. En 2020, por ejemplo, me compré una furgoneta y me eché a la carretera, a hacer un gran road trip americano, a fotografiar los monumentos que han caído y los que quedan en esta lucha contra la desigualdad racial; a fotografiar la covid en el país y a Trump. Necesitaba hacer ese viaje para enmarcar ciertas ideas que había tenido sobre mis tres grandes temas: gente, lugares, política.
P. Se podría decir que todo su trabajo es político.
R. Sí, no sé; a veces necesito descansar. ¿Creo que los surferos y los almacenes de hielo de Minnesota son políticos? Tal vez estos últimos lo sean más ahora que hace 10 años por el cambio climático. Pero para mí eran formas de comprender el paisaje, su gente, la naturaleza, la condición temporal de toda comunidad. Que eso caiga o no bajo el umbral de la política depende de cómo lo aborde cada espectador. Simplemente, me gusta mirar esas obras y dejar que se conviertan en un espacio en el que meditar, donde sentir mi anhelo por la naturaleza.
Su obra, ahora recogida en una monografía por Phaidon, no viaja intacta al presente. Se hace llamativo su exquisito formalismo, que en su día le abrió las puertas del mundo académico estadounidense, pero que está en las antípodas de la iracunda y cruda imagen-denuncia actual. Sus retratos de los marginados americanos evocan poses y luces clásicas, especialmente los cuadros de Hans Holbein sobre la corte de Enrique VIII.
Dice Opie que es una cuestión de principios: “Si hubiera fotografiado de forma más tosca, habría sido más transgresora, pero usar el canon pictórico a tu favor te permite involucrar más al espectador, sobre todo al de 1993 o 1994. Al fin y al cabo, ¿quién es mi público? ¿A quién estoy cautivando? ¿Cómo traslado mi mundo a un lenguaje más universal?”.
P. Ese formalismo parece transmitir compasión.
R. ¿Acaso se llega a algún sitio sin compasión?
P. Ahora le dirían que es un requisito.
R. Mi furia está ahí, en la decisión de tomar esas fotos. Creo que queda bastante claro cómo estoy alineada políticamente como ser humano: me gusta un mundo democrático en el que todos podamos participar en mejorar la vida. La desigualdad es algo muy frustrante y medito mucho sobre ella en mi obra, pero no creo que por enfurecerme vaya a aportar más a la conversación. Aprecio a los artistas iracundos: las primeras pinturas de Sue Williams o las performances de Karen Finley muestran formas muy importantes de enfado, pero en mi trabajo tiendo a ser más atenta que iracunda.
P. Hablaba antes de Instagram y de cómo las redes han cambiado la fotografía. ¿Cómo ha visto esta transformación desde los noventa?
R. Me interesa mucho que esta capacidad de documentación constante que hemos adquirido haya robustecido tanto a varios e increíbles movimientos sociales. Sin aquella niña [Darnella Frazer] que grabó el asesinato de George Floyd, ¿dónde estaríamos? Me gusta cómo se han reforzado los instintos políticos de la gente corriente. No me gusta el sarcasmo de internet, esa mezquindad y ese deseo de bajarle los humos a todo el mundo se me atragantan bastante. Pero ahora todos tenemos una cámara a cuestas que nos permite atestiguar. No vivir en un estado perpetuo de vigilancia, sino atestiguar desigualdades e injusticias. La fotografía puede cambiar leyes. Yo misma empecé en esto por Lewis Hine, cuyas imágenes de niños trabajando provocaron que el Congreso cambiase la legislación al respecto [en 1924]. Así que sí, apoyo la idea de una cultura saturada de imágenes, si se entiende de forma ética. Claro que, en general, como ciudadanos de este imperfecto mundo, no hay nada que no debamos entender de forma ética.
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