La identidad como ideología
A los que echan de menos en España una conciencia nacional unificada y orgullosa les parece horroroso que pueda darse en Cataluña y viceversa. En nombre del honor de la nación todo está permitido
Desde diversos puntos de vista, como si fuera casi ya una idea común, se repite estos días que la confrontación en Cataluña viene determinada por lo identitario más que por lo ideológico. Una distinción, nada inocente, por supuesto, que, por otra parte, no es exclusiva de las querellas hispánicas sino que viene propagándose por todas partes como signo de los tiempos.
¿Qué es la identidad sino una ideología? ¿Acaso no es un construcción del espíritu para dar sentido a un grupo social, una idea de la sociedad con aspiraciones de ser compartida, para encuadrar a la ciudadanía dándole unos parámetros referenciales y unos objetivos que atender? ¿Qué se quiere conseguir distinguiendo lo identitario de lo ideológico? Sencillamente, dar un soporte transcendental a la creencia compartida: la nación convertida en patria, como algo que a la vez nos supera —está por encima de cada uno de nosotros— y nos impone un deber de fidelidad. Lo identitario como estadio intermedio entre la religión y la ideología. Es decir, una mezcla entre la creencia y la razón. La creencia solo admite adhesión incondicional: fe; la identidad es el rasgo de la historia como encarnación de la idea que determina una pertenencia que nos marca; la ideología es una visión del mundo construida desde la razón que se propone como criterio y define el compromiso de una acción. Todas declinan en forma de ismo: catolicismo, nacionalismo (o independentismo como paso de la nación de potencia a acto), liberalismo, socialismo, y un largo etcétera.
En el fondo, religión, identidad e ideología son tres discursos que se turnan y se enfrentan, según los lugares y los tiempos, para dar sentido a la aventura humana. Es la mente humana la que creó Dios, y no viceversa; la que construyó el espacio de los nuestros, la tierra que labramos, como lugar referencial que adquirió el nombre moderno de nación; y la que formuló las diversas concepciones del mundo que han derivado en las ideologías políticas laicas, tantas veces entrelazadas con lo religioso o con lo identitario o con derivas aparentemente racionales hacia las verdades absolutas (presuntamente legitimadas científicamente) que prometían el fin de la historia y la superación de las contradicciones (como fue el caso del comunismo)
El imperativo identitario hace que emane de la nación una obligación moral: patriotas y traidores. Con lo cual, la tarea democrática de construcción de puntos de encuentro se complica. Y más cuando se trata de una nación inscrita en otra. La idea de nación puede tener efectos muy distintos: la imposición excluyente, la cohesión de una sociedad, la independencia colonial, la articulación del mundo como sistema de Estados-nación. Y así venimos funcionando desde hace casi tres siglos. Pero estamos en fase de cambio y ahora el discurso identitario coge fuerza como vía de control social en un momento en que se acumulan las crisis por el proceso de globalización, por la crisis nihilista de 2008 y ahora por la abrupta ruptura sindémica. De modo que los furores identitarios crecen por todo como vía para neutralizar el malestar ciudadano sin afectar en lo esencial al neoliberalismo económico y los enormes desequilibrios de poder. Y así los conflictos identitarios proliferan y mutan.
En tiempos recientes, hemos visto inventar el iliberalismo, como versión patriótica del neoliberalismo. Y, en los últimos meses, de la mano del presidente de Francia, Emmanuel Macron, una nueva versión del estigma separatismo, ahora no referida a la ruptura de territorios nacionales, sino a la creación dentro de la República de espacios segregados de los valores de la laicidad, en este caso, casi exclusivamente en registro islamista. Ya sea en modo republicano, monárquico o autoritario, a la hora de afrontar las fracturas contemporáneas abunda la clave identitaria. Quizás, entre otras razones, porque el poder económico está cada vez más lejos del alcance del poder político, de modo que este necesita calzarse tacones que le den presencia. El problema de lo identitario es que no hay elección: estás conmigo o estás contra mí. Y que por tanto las partes confrontadas se abastecen del conflicto. Al precio de conducirnos al absurdo: A los que echan de menos en España una conciencia nacional unificada y orgullosa les parece horroroso que pueda darse en Cataluña y viceversa. En nombre del honor de la nación todo está permitido.
Esquerra introduce la llamada clave ideológica en el debate catalán (un gobierno de izquierdas) y Junts se parapeta en lo identitario porque es la única manera de mantener la cohesión de un partido de aluvión. Es una brecha que apunta al futuro.
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